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Un film sobre los años setenta, otro film sobre los setenta, se dirá. Todo indica que así es: Rojo está fechado puntualmente en “un pueblo de la Argentina” a fines de 1975, ambientado en el pasaje entre el gobierno de Isabel Martínez y la inminencia del golpe militar. Pero esta vez no son precisamente los setenta de los tanques ni los de las organizaciones armadas, sino los años setenta de “la gente común” (como el título de un libro del historiador Sebastián Carassai que el director, Benjamín Naishtat, reconoce haber consultado atentamente). En la película, los varones se peinan con gel fijador, muchos fuman con boquilla, las secretarias leen revistas “femeninas” masivas o escuchan radios donde locutores fascistoides preparan el terreno para el golpe, y en las casas suenan discos de cantantes españoles melosos. No es difícil percibir la presencia inquietante que estos símbolos de lo cotidiano van adquiriendo en el desarrollo de la trama, y cómo la centralidad que se les atribuye otorga su singularidad a la película.
En la primera escena, la cámara fija toma durante varios minutos la fachada de un chalet aparentemente abandonado, del que salen personas diversas, todas cargadas con objetos y mobiliario. Luego sabremos que quienes vivían allí, militantes, fueron secuestrados por un operativo, y sus vecinos han aprovechado la ausencia para saquear discretamente la casa (una de las vecinas, al ser consultada sobre si conocía a los habitantes, responde “a ellos no, a los chicos, unos rubiecitos”, comentario que nos reenvía a Los rubios, de Albertina Carri). En la segunda escena, a un restaurante del pueblo lleno de comensales llega un extraño, a quien luego todos se referirán como “el hippie”, que bruscamente disputa una mesa con el doctor Claudio Morán, conocido en la zona como “el abogado”, un hombre exitoso y de familia bien constituida. El respetado doctor le cede la mesa al extraño pero desata sobre “el hippie” —sin desborde y con moderación expresiva— el discurso de quienes miran desde arriba a quienes no consideran sus iguales. La cámara refuerza esta orientación y observa literalmente desde arriba: se posa a la altura de la oreja derecha del abogado y experimentamos así su punto de vista; el “hippie”, sentado a la mesa, se empequeñece. La escena es el preludio del hecho de sangre que oficiará de excusa narrativa para hablarnos de otras cosas, pero consigue que el espectador experimente una transición que lo lleva de la identificación con el comensal, inexplicablemente prepoteado por el extraño, a una cierta empatía con este último, quien se levanta de la mesa y, fuera de sí, encara a los presentes al grito de “nazis”. Veremos a esos burgueses de pueblo, sucesivamente y en distintas encarnaciones, divertirse con la castración de un ternero, irritarse porque el gobierno provincial (que intuimos de corte popular) impide la llegada de un espectáculo de cowboys norteamericanos, disparar armas en los lugares más insólitos, usar como testaferro a un desocupado desesperado para apropiarse de la casa de un desaparecido. A esta gente la definirá una frase del abogado, el arquetipo de todos ellos (y de tantos otros hoy mismo): “queremos vivir en paz”; o la que caracteriza una profesora de secundaria que se dirige en un acto escolar a los ilustres del pueblo: “nosotros somos la gente común”, para después rematar: “no dejemos que la política nos arruine la vida”.
Rojo es, sí, una película sobre los setenta, pero es sobre todo un film-alegoría. Como otros a los que podría remitir sin dudas: el abogado, su familia y sus amigos, a las películas de burguesía de Buñuel; el motivo del desierto como escenario de un fascismo latente, a La caza, de Saura; el eclipse que parte en dos la película y desorienta y atemoriza a los protagonistas, acaso a Antonioni, a la Roma-desierto de El eclipse. Por supuesto, también son alegóricos el rojo y toda su simbología, antropológica y política, más algunos otros símbolos sembrados a lo largo de la película y quizás demasiado evidentes (las moscas que acosan a los personajes, la representación escolar de indígenas que toman cautivas blancas). Mientras tanto, quien finalmente viene a investigar la desaparición del “hippie” es un investigador privado famoso con éxito en la televisión, llamado Sinclair, que se presenta en un principio como “estrictamente cartesiano” e ilusiona con sus recursos a lo Sherlock Holmes. Sinclair sabe lo que ocurrió con el desaparecido y qué responsabilidad tiene el abogado, pero cambia su cartesianismo por un afán purificador religioso y lava al doctor de sus culpas en el paisaje del desierto. Así es como esa sociedad enlazada al crimen es perdonada de manera ritual y puede recibir el golpe militar abiertamente, sin que nadie haga justicia por “el hippie”, que permanecerá desaparecido.
El mérito de Rojo es, en gran medida, narrar los setenta “sin disparar un solo tiro” y hacerlo mostrando la histórica volubilidad de las clases medias pretendidamente despolitizadas y centradas, con su ética ambivalente y desde sus símbolos aparentemente más insignificantes. Pero también por este camino, en un efecto de lectura sutil aunque intenso —y acaso no tan planificado—, Rojo alegoriza mucho de nuestro presente, con su violencia social y simbólica consentida, con sus derechas lideradas por pastores mediáticos ahora coucheados y con votos, que levantan una vez más las consignas de la purificación moral como recurso ominoso. La película de Naishtat advierte así cuánto de canibalismo colectivo con buenas maneras (y no tan buenas) hay en el camino al infierno, no importa en qué época histórica.
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