Otra Parte es un buscador de sorpresas de la cultura
más fiable que Google, Instagram, Youtube, Twitter o Spotify.
Lleva veinte años haciendo crítica, no quiere venderte nada y es gratis.
Apoyanos.
En 1966 se editó Astérix en Bretaña, el octavo libro de historietas del irredento galo creado por René Goscinny y Albert Uderzo. Julio César ha conquistado toda Bretaña (Britannia), con excepción de un pequeño pueblito que resiste a los romanos. Para vencerlos, los guerreros envían a Buentórax, primo hermano de Astérix, a conseguir algo de poción mágica y traerla del otro lado del Canal de la Mancha. Astérix y Obélix acompañan la encomienda salvadora. Al llegar a la isla, son testigos de una situación extraordinaria. Los jóvenes británicos enloquecen ante la presencia de cuatro músicos. Astérix quiere saber de qué se trata. “Son unos bardos muy populares”, le informan sobre ese cuarteto que representa a unos Beatles de la Antigüedad. El libro salió a la venta en correspondencia con Revólver y la inclusión de los Fab Four en la aventura tenía algo de paradójico: la contemporaneidad, pensada desde ese momento de los sesenta, surtía sus efectos hacia el pasado (a la manera de “Kafka y sus precursores”, hablar de los Beatles era hacerlo de la vieja música isabelina, el music hall, los Angry Young Men y Lewis Carroll) y organizaba el porvenir. El horizonte de expectativas se ampliaba con cada disco. Un año más tarde llegaría Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band. El 2 de febrero se cumple medio siglo del momento irrepetible en el que se añaden los veinticuatro compases de la orquesta que suturará dos fragmentos contrastantes de “A Day in the Life”. Hablar de los cincuenta años de una de las canciones más importantes de la música de todo el siglo XX no deja de tener algo de perturbador. Más que acto nostálgico, podría pensarse como un modo en que ha pasado el tiempo en la música y de la música, y de qué manera “A Day in the Life” se posiciona en relación con los tránsitos que van del objeto-disco a su desmaterialización, del “concepto”, la noción de “obra” y la “linealidad” expectante al random, de la canción expandida a su adelgazamiento, del valor de la complejidad formal y espectral al MP3 deshistorizado.
“A Day in the Life”, como el pueblito de la historieta de Astérix, ha resistido los embates de un modo peculiar. Según Allan F. Moore, autor de The Beatles: Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band, el volumen que Cambridge preparó para los cuarenta años del disco, no dejaba de ser sorprendente el hecho de que esos Fab Four de 1967 “interesen mucho más al mundo académico que al universo de la música pop”. Habría que darle la razón sólo contabilizando la cantidad de ensayos musicológicos o insertos en la crítica cultural sobre ese objeto hoy casi intangible. Y en el corazón de la crítica, el azoramiento compartido. Los especialistas, sostienen Kenneth Womack y Katie Kapurch en New Critical Perspectives on the Beatles. Things We Said Today (Palgrave Macmillan, 2016), suelen tratar de comprender siempre el funcionamiento y la eficacia de una canción. “Cuando se trata de los Beatles, el rompecabezas se captura en un par de preguntas engañosamente simples: ¿cómo lo hicieron?; ¿cómo lo hacen todavía?”. Con una diferencia sustancial. Ese “todavía” los sitúa en un presente permanente que aborrece el pasado y le teme a lo que se insinúa adelante.
Para Ian MacDonald en Revolution in the Head: The Beatles’ Records and the Sixties (Chicago Press Review, 1997), “A Day in the Life” representa el pico creativo del cuarteto. “Se han escrito más tonterías sobre esta grabación que sobre cualquier otra cosa producida por los Beatles”. MacDonald, autor de uno de los libros más citados sobre la obra de Lennon, McCartney, Harrison y (sí, también) Starr, definió “A Day…” como “una canción de desencanto con los límites de la percepción mundana” y analizó su tratamiento en una clave que la emparenta con el situacionismo (¡sólo los Beatles permiten semejante tensión interpretativa!). “Los dos glissandi orquestales ascendentes pueden ser vistos como simbolizando simultáneamente el momento del despertar del sueño y un ascenso espiritual de la fragmentación a la integridad”. En sus memorias, All You Need Is Ears (St. Martin’s Press, 1979), George Martin relata cómo se alcanzaron esa materialidad y esa textura de carácter cismático (a medida que crecía, la orquesta trazaba las fronteras entre arte y entretenimiento con una desfachatez modernista que con los años sólo suscitó repudios). Martin escribió la nota más baja posible de cada instrumento de la orquesta. Al final de los veinticuatro compases, el deslizamiento sincrónico de todos debía llegar a la nota más alta posible de la tríada de Mi mayor. Una segunda máquina de cuatro pistas fue esclavizada a la pista estéreo de los Beatles y cada glissando orquestal fue grabado en mono cuatro veces antes de ser mezclado de nuevo al máster. Los músicos de la orquesta llegaron vestidos de etiqueta. A cada uno se le suministraron narices de payaso, pelucas, gafas y bigotes falsos. Gesto fluxiano, si se quiere, que añadió otra capa de significación.
Lennon y McCartney se atribuyeron la idea musical. Las investigaciones apuntan a adjudicársela al segundo, que merodeaba el ambiente de la vanguardia institucional, había conocido a Luciano Berio y se interesaba espasmódicamente por Karlheinz Stockhausen, cuya figura forma parte de la portada del disco. Ese pasaje tiene sin embargo mucho más que ver con Metastaseis, una obra del griego Iannis Xenakis, de 1955, quien buscó que los glissandi masivos creasen un sonido de masa que pudiera ser percibida como un todo. “Recuerdo vívidamente la salida de Pepper: un increíble zumbido de pura incredulidad. Dondequiera que fueras, la gente lo pondría. De repente, con esta asombrosa música todo parecía posible”, percibió David Jackson, quien tres años después se embarcaría en una de las más asombrosas experiencias post-Beatle: Van der Graaf Generator. Esa sensación también fue compartida por el universo académico. György Ligeti llegó a su clase con el disco y les hizo escuchar a sus alumnos “A Day in the Life”. Berio dejó constancia de su simpatía en la Nuova Rivista Musicale Italiana. Lo que habían hecho los Beatles era “un homenaje a las fuerzas liberadoras del eclecticismo”. Con la excepción del ritmo, fuerte y frecuentemente invariable, “todas sus otras características musicales parecen suficientemente abiertas para permitir que cualquier posible influencia y acontecimiento se absorba”. Efectivamente, desde el mismo momento en que Martin tocó el clave en “In My Life” (Rubber Soul, 1965), las combinaciones tímbricas y texturales contribuyeron a atomizar y autonomizar la pequeña forma canción. El compositor argentino Juan Carlos Paz también tuvo algo que decir al respecto. “Han terminado por enfrentarnos a un apocalipsis doméstico”. Una deificación del pastiche. Una “magnífica mixtificación”. Esa música traía experiencias del laboratorio de sonido “tan últimas que no parecen de este siglo” y muestra “toda una atractiva, curiosa a la vez que complicada táctica de un desquiciamiento sonoro del que emerge como superviviente una de las más extraordinarias mitologías del día”.
Martin legó una frase que resume un clima de época en el estudio de grabación en el que se pensó que todo podía ser posible. “El cinco por ciento de mí estaba pensando: ‘Esto nunca va a funcionar, hemos sido demasiado pretenciosos, es demasiado complicado y poco comercial, muy diferente de lo que los Beatles han hecho antes’. El otro noventa y cinco por ciento de mí estaba pensando ‘¡Esto es genial!’”. Esa certeza (“todo es posible”) abría un campo tan amplio que podía contener a The Velvet Underground & Nico o Absolutely Free, de Frank Zappa, y todo lo que sucedió después.
El efecto Pepper se hizo sentir primero en Brasil y Uruguay. En 2007, O Globo le dedicó un suplemento a los cuarenta años del disco y a las decenas de brasileños que palpitaron su realización en Londres. El primer disco de Os Mutantes, de 1968, documenta el inmediato impacto canibalista del disco (y de la Incredible String Band). Solo basta con escuchar “Panis et circensis” para constatarlo. Lo mismo podría decirse de La conferencia secreta del Toto’s Bar, de los Shakers, otra cumbre del eclecticismo creativo, disco sin el cual sería muy difícil explicar a Almendra. Nadie en el mundo se quiso privar de tener una orquesta a lo “A Day in the Life”. Hasta Aquelarre intentó en 1974 un tímido acercamiento en el final de “Brumas”.
Volvemos a “A Day in the Life” para formularle preguntas olvidadas (entre ellas, sobre la dialéctica entre la simplicidad y lo complejo, entre lo masivo y lo selecto) y escucharla en otra contingencia. Una que el recientemente malogrado Mark Fisher observaba como una “lenta cancelación del futuro”. En su anteúltimo libro, Ghosts of my Life. Writings on Depression, Hauntology and Lost Futures (Zero Books, 2014), Fisher advertía que ya eran muy pocos los que esperaban una verdadera novedad musical en Inglaterra. “Todavía menos esperamos el tipo de rupturas provocadas por los Beatles”. La sensación de vivir “después de la fiebre del oro es tan omnipresente como desautorizada”. Si uno compara el momento actual “con la fecundidad de períodos anteriores”, es acusado de añorar un mundo perdido. Medio siglo después, “A Day in the Life” podría ser un acto de melancolía o un gesto de reverberante prepotencia y rechazo a la amusia musical. Nuestra poción mágica.
En abril de este año, la editorial argentina dedicada al arte sonoro Dobra Robota publicó Disonancia social, la edición en castellano de Social Dissonance de Mattin (Urbanomic,...
El DIA Art Center ha montado una doble exposición del cineasta y artista británico Steve McQueen. No he podido ver un espectáculo de música y luces...
En el último Borges —que había mutado de su conservadurismo hacia una especie de utopía ética de la belleza, unida a su experiencia del sintoísmo en el...
Send this to friend