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Leo dos novelas publicadas hace poco en Buenos Aires. Una es Te quiero (Páprika), de J.P. Zooey, nacido en 1973; la otra es Electrónica (Interzona), de Enzo Maqueira (1977). Lo que llama mi atención en primer lugar —más allá de otros aspectos interesantes de estos libros a los que no puedo hacer justicia ahora— es la persistencia de imágenes negativas, cínicas o desencantadas acerca de lo que significa tener hijos, y del modo en que tenerlos afectaría la vida de sus progenitores, jóvenes con proyectos de “desarrollo personal”. Los personajes de estas novelas no saben muy bien lo que quieren (son medio bohemios o medio artistas), pero saben en todo caso cómo no quieren terminar y construyen su precaria identidad a través de la burla y la ironía “inteligente” descargada sobre aquellos que han caído en los peores pecados: tener una pareja estable, tener hijos, formar una familia.
Te quiero cuenta la historia de Bonnie, que estudia Diseño de Indumentaria y trabaja en un lavadero, y de Clyde, becario y escritor. Todo indica que Bonnie y Clyde están enamorados, pero el miedo les impide avanzar en la construcción de una relación significativa. En cambio, tienen intercambios “con chispa” por Skype, WhatsApp, Facebook y SMS. En una de esas conversaciones, se burlan de Ala Bianca, la dueña del Laverrap donde trabaja Bonnie. Ala Bianca está embarazada y no puede parar de mostrar sus ecografías. “Ya no sé cuántas me mostró. En esta se veía al bebé bostezando y le tuve que decir que era hermoso y tierno”, se queja Bonnie, y a continuación comenta con sarcasmo: está tan ansiosa que, si pudiera, sacaría a su bebé antes de los nueve meses. Una imagen shockeante, pero que no logra conmocionar a Clyde, un tipo cool que contesta “sería mono”, entonces Bonnie dice que el bebé “parece mono” en la ecografía, y así siguen, perdiendo su tiempo entre canchereada y canchereada.
Electrónica cuenta la historia de una profesora de Comunicación de treinta y pico, angustiada porque ya no tiene veinte —y porque se acerca a los cuarenta—, en pareja con Gonzalo, con quien “no pasa nada”, que fantasea con Rabec, alumno de su práctico con el que ha tenido una fugaz escaramuza erótica y se encuentra a conversar de su pasado y de sus perspectivas con el ninja, su amigo gay. Fuman porro y la conversación, previsiblemente, no avanza mucho. El ninja se queda dormido, la tarde se pasa y ella lo despierta para que baje a abrirle. Mientras bajan ella percibe el vacío de su existencia y piensa que eso explica que sus amigas, “incluso las más zarpadas”, hayan decidido tener hijos: “Las habías visto tomar cocaína en el baño de un boliche lleno de drogadictos y ahora subían fotos con un bebé y veinte kilos de sobrepeso. De Janis Joplin a Maru Botana. Tus amigas habían experimentado la más cruel de las metamorfosis. Por lo menos tenían la excusa de educar a un nuevo ser humano, una manera de limpiarse la conciencia creyendo que hacían algo por el bien de la especie”. Tener hijos es presentado, desde la perspectiva del personaje femenino, como la caída, la renuncia definitiva a toda expectativa de vida interesante. Pero, ¿eran realmente “interesantes” las vidas que llevaban estas jóvenes antes de tener hijos? ¿Es el camino que va de Janis Joplin a Maru Botana “la más cruel de la metamorfosis”? Quiero decir: ¿es tan “loca y copada” Janis Joplin? ¿No hay algo en su figura que, hoy, cansa? Y como contrapartida, ¿no hay algo excesivo, incluso “perverso” en Maru Botana? ¿No tiene algo vampírico, de femme fatale de zona Norte eso de ser “una mami” y también atractiva, conductora de TV, empresaria exitosa, tener seis hijos, después perder uno, tener otro, seguir adelante, sonreír siempre? (Boris Groys ha señalado, corrigiendo la hipótesis foucaulteana de la exclusión de la locura en nuestra época, el carácter “estructuralmente loco, insano” de la cultura de la farándula actual. Aunque, claro, la locura de la que hablaba Foucault, la que realmente nos inquieta, es otra cosa).
Si vamos a seguir pensando al artista según el modelo de una subjetividad “especial”, “fuera de lo común”, “loca” —pero ¿vamos a seguir haciéndolo? —, ¿no es Maru Botana hoy una figura de artista mucho más interesante que Janis Joplin? Y entonces ¿no estaría la verdadera locura, el verdadero salto, hoy, en ir más allá de ese modelo, abandonando de una vez por todas la dicotomía romántica “vida común” / “vida de artista”? ¿No es justamente por oposición al ideal romántico del genio —que oprime como una pesadilla nuestros cerebros— que tener hijos —o conformar una pareja— es percibido como una carga o una renuncia y no también como una experiencia interesante, singular, intensa, extrema?
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