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Durante las crisis, una epidemia social que en cualquier época anterior hubiera parecido absurda se extiende sobre la sociedad: la epidemia de la superproducción. La sociedad se encuentra súbitamente retrotraída a un estado de repentina barbarie: diríase que el hambre o que una guerra devastadora mundial la han privado de todos sus medios de subsistencia; la industria y el comercio parecen aniquilados. Y todo eso, ¿por qué? Porque la sociedad posee demasiada civilización, demasiados medios de vida, demasiada industria, demasiado comercio.
Karl Marx, Manifiesto comunista
Son varios los textos donde el filósofo francés Georges Bataille define lo sagrado como lo que se niega a ser abstraído del mundo como totalidad: una sabiduría y un estado de resonancia que, aceptando la muerte como experiencia y condición común, en su grado más intenso, puede desembocar en la locura. Dice Bataille: “si lo sagrado, lejos de ser asible, como lo son los demás objetos de la ciencia, se definiera como lo que se opone a los objetos abstractos —a las cosas, a las herramientas, a los elementos captados distintamente—, al igual que se les opone la totalidad concreta… El mundo de lo sagrado es un mundo de comunicación o de contagio, donde nada está separado”.
Palabras oraculares para un tiempo suprasecular, con el papa en aislamiento preventivo y obligatorio, oficiando misa en una plaza del Vaticano desierta. Hoy que nada debería ser urgente, en un mundo que sin embargo no cesa, donde las invitaciones a plataformas de teletrabajo proliferan más rápido que los contagiados por el virus y el tiempo avanza impasible, al ritmo que se actualizan los datos de muertes e ingresados.
La separación y el miedo al contagio, en todo caso, vienen de lejos. Desde los albores de la modernidad, el arte de gobernar no es otra cosa que el arte de reunir y separar: un tratamiento extensivo y espacial que busca inmunizarse de un persistente miedo a lo común y la comunidad por medio de prohibiciones, muros y fronteras que distribuyen las relaciones entre poblaciones y mercancías. Para la forma de soberanía que se impone en el siglo XV, tras un proceso paralelo de concentración de poder y acumulación de capital, en los deseos igualitarios, en las zonas de indiferencia y en los bosques comunales se esconde la amenaza del colapso civilizatorio. De modo que el terror a lo indistinto, a la parte idéntica, habría servido a la vez de causa y efecto a la profecía autocumplida del hombre que es un lobo para el hombre, la razón de una competitividad biológica y del miedo a ser asesinado por una multitud violenta que ambiciona la totalidad de lo que uno tiene.
En Violencia y comunidad, Roberto Esposito lleva a cabo un análisis histórico de las sombras que la filosofía política ha proyectado sobre la comunidad originaria, donde se esconde el enemigo interior y acecha nuestro igual: “la violencia no sacude a la comunidad desde el exterior, sino desde el corazón mismo de eso que es común, quien mata no es un extranjero sino un miembro de la comunidad”. Es decir, para los que hacen leyes de su voluntad y dibujan a golpe de interés los mapas políticos, lo verdaderamente aterrador no es nunca lo diferentes que somos entre humanos, sino el paquete de percepciones y modos de sentir que compartimos, la igualdad entre nuestros instintos y lo que, en definitiva, se parecen nuestros deseos. De modo que lo indistinto y la relación de dependencia ambiental que estructura cualquier forma comunitaria de vida, en la cual los sujetos logran su individuación tomando de un medio común los medios para su propia evolución, son los enemigos naturales que el poder enfrenta en su lucha por la distinción y la supremacía de sus privilegios.
Ahora que las fronteras están cerradas y que cruzar varias calles en busca de medialunas se parece a una travesía por un no man’s land, los terrores y esperanzas que convoca lo común vuelven a tomar un lugar central en las discusiones políticas. Para empezar, que el virus no tenga ni ojos ni piel oscura, como apuntaba Santiago Alba Rico, unido al hecho de que los potenciales portadores sean nuestros vecinos y de que detrás de la trasmisión no se oculten intereses de clase, hace realmente difícil que la pandemia pueda ser catalogada o bien como un agente revolucionario venido para acabar con el capitalismo o bien como un argumento en el discurso racista de la nueva derecha. Su carácter acelular y no-humano invalida, por lo tanto, que pueda recibir el calificativo de “extranjero”. Así, independientemente de su origen y de su naturaleza viajera, sin otro devenir que la propagación, el virus desnuda un plano de sentir todavía más común que la ideología, la condición de vulnerabilidad que resulta de vivir expuestos a fuerzas y contingencias que, en cualquier momento, te pueden matar.
Continua Esposito: “lo que empuja a la comunidad al remolino de violencia es precisamente la indiferencia, la ausencia de una barra diferencial que, distanciando a los hombres, los mantenga a salvo de la posibilidad de la masacre”. Que es, en definitiva, el objetivo de las distintas medidas de aislamiento que se han adoptado: frenar el contagio haciéndonos guardar las distancias, separándonos por la vía de la inmunización general. Evitar el contagio, al parecer, es mantener a las personas a más de un metro de distancia. No tocar. “Nos tenemos que acostumbrar a estar más anchos”, según un miembro de la Organización Mundial de la Salud. Una vez más, como sucedió con la peste, la orden es compartimentar y encerrar a los cuerpos para neutralizar su naturaleza y su potencia indistinta. Monitorizar los consumos y ser capaces de predecir mejor las posiciones relativas, librándonos de paso de peligros que en un futuro no muy lejano parecerán reliquias de un tiempo barroco por lo táctil y sensual. Reducir el espacio público y los flujos humanos indeseables. En definitiva, acabar con las zonas de ambigüedad semiótica, prolongando la crisis de presencia que ya vivíamos. En este nuevo régimen sensible-profiláctico, la incertidumbre y la soledad se reproducen a pesar de la banda ancha y de las fiestas online, haciendo tambalearse la base de solidaridad y empatía que, a lo largo de la historia, animó proyectos utópicos de vida comunitaria y otros movimientos sociales de carácter internacionalistas.
Vuelve, en un inesperado giro biopolítico, la razón primera del contrato que legitimó el poder soberano, en la génesis de los Estados-nación: garantizar la vida de algunos súbditos y desatender a otros, dejarlos morir. Para ello, se adecuan los modos de producción a las costumbres sociales, al nuevo régimen moral, minimizando los intercambios afectivos y las relaciones sensibles entre la población sana, controlando hasta los gestos más instintivos, como llevarse las manos a la cara. Mientras, del lado de los que van a morir, están los ancianos y los vulnerables, la gente con problemas de salud. Aparecen en las portadas de los diarios: abuelos, abuelas y muchas personas dependientes a los que antes la medicina procuraba una vida más larga, pero igualmente miserables, concentrados en desatendidas residencias de mayores y otros establecimientos públicos menguados de servicios a consecuencia del cierre del Estado de bienestar. Sí, exactamente, la parte enferma, frágil e improductiva que, para la cultura neoliberal de optimización y austeridad, era poco más que una carga. A su lado, están las personas que trabajan sin contrato, y no hablo de la clase media precarizada que está encerrada en su casa, delante del ordenador. Pienso, por ejemplo, en los repartidores de Glovo y otras empresas esclavistas que sin descanso y sin seguro médico, como hormigas, cruzan a diario La Zona en sus bicicletas, aquellos y aquellas que, a riesgo de caer enfermos, “voluntariamente” han decidido continuar su actividad económica. Y al final de todo, olvidadas e invisibles, las personas que tiene su casa en la calle. Con la policía y los militares pidiendo documentos en todas las esquinas, por fin comprendemos lo que para ellos y ellas es la experiencia más común y cotidiana, la indefensión y la arbitrariedad que sienten cuando son hostigados en el ejercicio de su trabajo o cuando simplemente están buscando un lugar para dormir.
Esto y mucho más es lo que podría decirse del estado de excepción que nos envuelve, y de lo rápido que las personas nos habituamos a cualquier modo de normalidad, no importa lo distópica o grotesca que sea. Si queremos entender las escenas de violencia machista que se reproducen estos días, las denuncias por romper la cuarentena o los insultos a discapacitados que se lanzan desde los balcones en algunas ciudades españolas, es recomendable no menospreciar al fascista que vive en nuestro interior, a esa parte de nosotros que en la playa echa de menos la oficina, la parte de uno mismo que prefiere la servidumbre a la rebelión.
Ahora bien, no me gustaría insistir más en los argumentos macropolíticos que muchos están manejando mejor que yo. No quiero volver sobre la militarización de la vida cotidiana, sobre la aplicación en nuestras comunidades de restricciones de circulación que antes, alegremente, eran aplicadas a las personas migrantes, ni tampoco sobre lo extendido y sofisticado de los métodos protésicos de vigilancia y control cibernético. Más interesante me parece pensar la crisis en relación con los procesos del sentir que consume y alimenta. Esto es, detenerse en la angustia sin objeto que suscita el encierro, pero también en el vitalismo que puede despertar. Actualizar y profundizar en dudas. Cuando baja el telón y la extraña lucidez del cautiverio permite percibir con claridad los mandatos exteriores y las exigencias autoimpuestas, la esclavitud disfrazada de diferencia y novedad que se camufla en la naturaleza indistinta de la existencia que llevamos antes del secuestro, como dice un amigo.
Pienso en la separación y en la cuarentena como algo para lo que inconscientemente nos venían preparando. Lo mismo que sucede en las cárceles, el encierro sigue siendo una práctica habitual en muchas instituciones. Sin ir más lejos, en el sur de la ciudad de Buenos Aires, son varios los alojamientos para personas con padecimiento mental que albergan en torno a unas mil personas. ¿Cómo lo estarán viviendo allá? Sería fácil decir que, antes del aislamiento, esta forma hospitalaria de privación de libertad amparada por leyes preludiaba las ansiedades que ahora sufrimos, confinados en nuestras casas y alejados de nuestros amigos y familiares por no sabemos cuánto tiempo, sujetos-sujetos a reglamentos y normas de higiene que no alcanzamos a comprender y que, como ocurre en los manicomios, se legitiman en objetivas razones médicas.
Para los autónomos subproletarios y cosmopolitas que trabajamos en casa, hasta no hace demasiado salir a una reunión, ir a dar una clase, boxear en el club o ir al supermercado eran actividades que venían a romper la monotonía general de largas jornadas de más de diez horas delante del portátil, donde trabajar no era muy distinto de vivir (mal). Para no pensar que uno estaba perdiendo el tiempo, todo tenía, de algún modo, que responder a una utilidad. Estar vivo era lo mismo que participar de un proyecto de atribución personal y profesional. Incluso el cuidado de uno mismo respondía a esa lógica miserable. También salir a bailar, tomar cerveza con las amigas o tener sexo sucedía en espacios y dispositivos de socialización fuertemente tecnologizados, claramente atravesados por el cálculo y el interés empresarial.
Pero no quisiera moralizar. No seré yo quien critique a los que piensan que trabajo y placer pueden ser compatibles. Lo que estoy tratando de expresar es otra cosa. Desde hace días no dejo de pensar cómo las determinaciones soberanas y la voluntad propia, bajo la bandera de la libertad y el pretexto del desarrollo individual, respondían a métodos disyuntivos que producían la ilusión de vivir una forma de totalidad. Quererlo todo. Poder siempre más, de forma literal. Eso sí, una totalidad por completo profana, donde todo es intercambiable y todo parece lo mismo, donde la vida en comunidad está orientada a valorizar y valorizarse en términos económicos. Como escribe Guy Debord en La sociedad del espectáculo, vivimos en una forma de sociedad espectacular que reúne lo separado como separado, en una comunidad de individuos sin comunidad.
En la avenida Córdoba, Buenos Aires, de camino a sacar dinero, me topo con un cartel publicitario de Movistar. En azul corporativo, una tipografía cosmopolita enumera ofertas y beneficios para pymes. Pantalones y chaqueta, look juvenil, ejecutivo: la mujer de la imagen no va a envejecer ni va a enfermar nunca. Inmunizada por el progreso técnico, es parte de esa comunidad sin comunidad. Trabaja sola aunque conectada, es su propia jefa en una empresa que no necesita trabajadores. Unos metros más adelante, un anuncio de la Presidencia de la Nación, también en azul, recuerda que no estamos de vacaciones. Lo confirman los helicópteros a la mañana, así como los parques infantiles vacíos a la tarde, cuando bajo a pasear con el perro. Aunque de fondo se escucha un rumor: de repente, es imposible abstraerse de la sensación de que todos los días tienen algo idéntico. Un día festivo muy largo que empieza temprano, cuando tras leer las noticias en el celular y recordar que no es posible salir a tomar el aire, se precipitan las ganas de esconderse bajo las sábanas y cerrar los ojos. No salir de la habitación. Encerrarse ¿voluntariamente?, como la segunda semana de unas vacaciones con toda la familia, ya indistintas de una pesadilla.
El virus, por lo demás, a pesar de las nuevas tecnologías somático-políticas que nos protegen, propaga terrores viejos. Porque las fiestas, cuando son celebradas con la seriedad de los antiguos, en el sentido sagrado que Bataille les otorgaba, siempre tienen como horizonte posible “esa parálisis que deriva del miedo”. Ocurría, por ejemplo, en los fines de semana totales que la generación de los años noventa disfrutó bailando en éxtasis. En cualquier momento algo podía torcerse, algo podía salir mal. Por eso, para un instante mayor de placer absoluto, había que estar pendiente de los amigos y las amigas, había que cuidarse entre todos. Esa era una de las pocas reglas de las familias transitorias del universo rave. Ahora, superada y detenida, nuestra realidad parece haber tomado otro tipo de cariz terrorífico, igual aunque distinto del que presidía juegos y fiestas rituales. Porque a pensar de lo disminuido e higiénico de las fiestas-simulacro que se organizan en sitios web como Zoom, lo que está en juego es cómo queremos vivir la vida y no sólo por el hecho de que, en efecto, te puedes enfermar.
Una última cita de Bataille: “A fin de permanecer con vida, perder lo que constituye el sentido de la vida es lo que anuncia la soberanía del trabajo, que subordina todas las cosas al miedo a morir”. Sus palabras no pueden ser más actuales. Lo pienso mientras veo fotografías en Instagram de una amiga posando en su cuarto, muy cool, frente a su ordenador Apple, como estoy yo ahora mismo, indiferente al silencio de la calle, produciendo contenidos para tratar de rentabilizar el encierro, deseando volver cuanto antes a la normalidad, como si nada hubiese pasado.
Y sin embargo, recuperar el sentido de la vida debería ser algo más que recuperar la normalidad. Podríamos, tal vez, en esta suspensión de la realidad, dedicar tiempo a escuchar nuestros malestares persistentes y reflexionar sobre la vida que deseamos llevar. Y así caer en la cuenta, en primer lugar, de cómo nos está costando saber, por ejemplo, si estamos más asustados por el miedo a la muerte o por la culpa que nos da estar distraídos y no poder rendir. Puede, incluso, que exista una tercera opción. Y que sea posible, frente al vacío, experimentar la crisis como una lupa que profundiza el miedo que produce darse cuenta de que no nos vale con la existencia modelada que, bajo la forma de cuarentena blanda y falsa totalidad, llevábamos semanas atrás.
Son más de tres semanas paralizados por un asombro muy poco filosófico, cuando en realidad lo sorprendente es, parafraseando a Wilhelm Reich, que ante la extrema desigualdad y la pobreza que vive el mundo, los estados de excepción, las crisis de gobernanza y la muerte a gran escala no constituyan la norma. Más de tres semanas, decía, y seguimos sin ser capaces de imaginar ejercicios y programas de vida para inventar un futuro mejor. Es gracioso cuando nos preguntan qué es lo que queremos hacer cuando esto termine, como si un día, sin más, se fuera a terminar la dominación que soberanamente nos hemos impuesto. Mientras la historia tiene lugar, nos limitamos a organizar la rutina. Participamos de clases de yoga y ejercicios espirituales online, hacemos cursos de Deleuze, tutoriales de gimnasia guiados por cuerpos blancos y musculosos y aprendemos a cocinar platos exóticos. “En casa encerrada, las horas pasan más rápidas y, aun teniendo todo el día por delante, no tengo tiempo para nada”, me confiesa una amiga. “Me está costando concentrarme”, me dice otra. El cuerpo se rebela y el deber de mantenerse ocupado y productivo, que pensábamos dependía de la voluntad, se ve anulado. Queremos no ser aguafiestas. Ni hablar de regalarse un momento para frenar, bloquearlo todo y pensar qué es lo que en verdad deseamos hacer.
Frente a un escenario que hace ridículo el lema-movilización de la generación J.A.S.P, vivo “entre casa y la oficina”, me vuelve como un fantasma una imagen de hace años. En un piso del madrileño barrio de Las Letras, en una habitación de no más de diez metros cuadrados, veo la cama individual de un amigo pegada contra el escritorio. Presidiendo la escena, un ordenador de mesa y una pantalla plana sobre varios libros gordos. El borde de la silla ergonómica que usa para trabajar, literalmente, se mete por las sábanas. Por si necesita echar una cabezada a lo largo de su jornada laboral, por si sobreviene la fatiga… Ahora lo entiendo. No se trataba de una imagen costumbrista post-universitaria, ni tampoco de una estampa propia del mundo de las instituciones totales, antes de las sociedades de control. Era una visión: era el futuro mismo, la apoteosis del programa pastoral extendido, la célula-celular, el se-alquila-monoambiente-tipo-loft.
Si es que por un momento somos capaces de frenar la máquina neurótica y su incesante producción de necesidades, este cotidiano que se ha impuesto de manera externa, tan nuevo pero tan indistinto, visibiliza un suelo de sumisión: el terror al sinsentido de una existencia atravesada por la falta y la aspiración, a una vida sin más mundo y sin más totalidad que los audios y los e-mails por recibir y contestar.
Como el obrero que no puede más y se niega a producir más en el círculo de valor que lo separa de lo que produce y lo produce, me pregunto si es posible romper el código, romper con cierto modo de ser uno mismo. Sentir la crisis y experimentar la cercanía de la muerte no como algo excepcional que nos distrae, sino como un instante sagrado e intempestivo que agudiza nuestra sensibilidad común, como lo que permite la recuperación de cierta esfera de soberanía a la vez personal y colectiva. Y no sólo para articular una cadena de causas y efectos que expliquen lo que está pasando. Necesitamos más prácticas, menos sistemas y menos teoría general. Son momentos para escurrirse en las inquietudes, para llevar a cabo un movimiento hacia adentro que permita sentir las intensidades de esta curiosa forma de angustia final de mundo, como la llama otro amigo. Y por qué no, para enloquecer un poco y alucinar otras experiencias de existencia. Cambiar obligación por deseo. O mejor, introducir el deseo en la producción, entregándose a esa extraña fuerza que prevalece y es capaz de transformar la realidad. Pareciera que tenemos tiempo, incluso, para darnos el lujo de confundirnos, que nunca será lo mismo que vivir confundidos.
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