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La pandemia ha dado mucho que decir. Como si expresarse sobre la realidad inmediata hubiera sido un reflejo físico, o la evasión más eficaz de un espacio plagado de información, escritores de todo el mundo no tardaron en publicar piezas sobre la vida en el aislamiento: diarios, columnas de prensa, cartas y fotos en redes, reflexiones sobre el tiempo, la familia, la soledad, la atención y hasta contribuciones en libros a pedido de editores cívicos; se comprende que poco a poco fuese cayendo en la desgana o la ansiedad, tan traicionera es la realidad comprimida. Los pensadores no tardaron en difundir ideas y manifiestos, muchos debatiendo si el virus iba provocar un quiebre en el cemento armado del capitalismo o un recrudecimiento del abuso y la deshumanización. El numeroso desacato a los límites de las aperturas indicaría que nada de fondo va a cambiar en las mentes, aunque la transformación de lo perceptible pueda traer al menos un cambio de tema. Por desgracia, pocos cancionistas y cantautores se percataron de que no tenían suficiente lenguaje para generar una visión. Puntuales, se sintieron en el deber de acompañar la angustia del encierro, bien con mementos mori para todos o ironías sobre las falsas ilusiones, bien con el sueño de reencuentros con abrazo. Algunos simplemente aprovecharon: pregonando “lávense las manos, háganlo seguido, / póngase las pilas en los lugares concurridos”, el mexicano Iván Montemayor, Míster Cumbia, estuvo unos días cuarto en la lista de canciones más virales de Spotify. En lado opuesto, Leo García, León Gieco y doce colegas, de Benito Cerati a Miss Bolivia, montaron online “Pasará, pasará”, una lírica de la esperanza que cantan por turnos, a modo de “We are the World”, con la sincera voluntad de “paliar un poquito, a través de una canción, lo que la gente está viviendo en el encierro”, pero sin aportar una frase que nos ayude a no contar y contarnos todos la misma historia. Otros artistas pop se inclinaron por estar presentes lanzando discos, se diría que con el propósito de orientar la mirada a realidades muy cercanas y desapercibidas, horizontes paralelos o al cosmos.
Los músicos instrumentales son otro asunto. Casi ninguno, ni los de la clásica o contemporánea, ni los ligados aun de lejos o experimentalmente a los géneros populares, está exento de aprietos por falta de empleo ni de un ego que clama por mantener la presencia. Pero saben —o si lo ignoran, lo sospechan— que en la música hay un indecible, un irrevocable reacio a las palabras, y que lo que ellos hacen pasará inadvertido para la atención de menos de treinta segundos que la narcotizada impaciencia del webófilo concede a cada tema —si no se le adhiere al córtex como gusano sonoro—. De modo que los más independientes o arrogantes confían en un tipo de oyente, a fin de cuentas no tan escaso en nuestro populoso mundo, que antes de que los algoritmos decidan por él se da el gusto de buscar y elegir él mismo, o con semejantes, animado además por la experiencia de que toda obra que cale en la mente va a llevarlo a otra, o a dos o tres, en una progresión que constituye la zona más firme de la memoria sonora. Con lo que ya acepto que esta introducción vaga y reductiva era en realidad un subterfugio para hablar de las últimas grabaciones de un extraordinario pianista de jazz en su madurez y de una pianista argentina aún joven que está fraguando una peculiar alianza de músicas populares. Descártese toda comparación de valor. Quería repasar cómo afrontaron las circunstancias dos músicos instrumentales.
El estallido del covid-19 sorprendió a Brad Mehldau en Holanda. Mientras cumplía la cuarentena con su familia, compuso una serie de doce piezas breves para piano solo, sobre vivencias a la vez nuevas y comunes a millones de personas. Cuando pudo grabarla en un estudio de Ámsterdam con el título de Suite: April 2020, añadió tres temas —de Neil Young, Billy Joel y Jerome Kern— a un álbum cuyos mil vinilos de luxe numerados se venden ahora a través de Bandcamp, Discogs y el sello Nonesuch a cien dólares, al menos noventa de los cuales Meldhau donará a la Jazz Foundation of America, a la que irá también parte de las regalías del álbum digital. Cuando tiene algo que decir, a Mehldau, pianista prodigioso, hito actual de una línea que podría unir a Bill Evans, Paul Bley y Keith Jarrett entre otros, le gusta escribir para los cuadernitos de sus cedés textos sobre las fuentes de lo que se propuso hacer, meditaciones de filosofía personal o política de la música y el jazz. Aquí se extiende en asuntos del momento: aunque en Holanda se sintió bien, dice, no dejó de atender a la tormenta que desencadenó en su país el asesinato de George Floyd ni de reflexionar sobre qué es ser un anti-racista, un término que sólo desde hace poco se ha prohibido alternar con el edulcorado no-racista. No sólo recuerda a Floyd sino a muchas víctimas del odio, de la raza y el credo que sean, y declara un privilegio haber bebido de la experiencia de un pueblo que, despojado de derechos, marginado durante años y asesinado incluso por quienes cobran para protegerlos, ha creado una música preciosa para él y para muchos de todo el mundo. El manifiesto se lee como una continuación natural del que acompañaba el disco anterior, Finding Gabriel (2019), donde de siete años de lectura de los libros sapienciales de la Biblia (Job, Eclesiastés, los profetas Daniel y Oseas), Mehldau derivaba un llamado a enfrentar las falacias de la conectividad instantánea, los muros del trumpismo y el escepticismo autoindulgente con humildad y atención profundas. Finding Gabriel es un disco experimental y ambicioso. Siempre preocupado por el equilibrio entre fluctuación dinámica, tensión y alivio, entre una idea expuesta con nitidez y sus desarrollos implícitos, aquí su gusto por la voz y la respiración busca establecer un pacto entre referencias a profetas bíblicos vía diálogos o spoken words, consignas de protesta, canto sin palabras, un perturbador beat de batería, vientos y la flamígera irrupción del trompetista Ambrose Akinmusire, todo originado y arreglado en un sintetizador analógico OB-S, artefacto de un futurismo pasado, que en algunos temas le permite ser él solo una orquesta e incluso cantar unas frases y rogarle a Gabriel una intervención divina —que el arcángel no tramita, ay— . Sin duda esta fantástica organización de la desmesura dejó a Mehldau sedado para sentarse solo al piano y componer, en la abundancia de tiempo y la estrecha proximidad familiar de la cuarentena, lo que define como “instantáneas del mundo en que nos encontramos”. En Suite: Abril 2020 hay temas como “Remembering Before All This”, sobre la sensación agridulce de pensar cómo era la vida sólo unos meses atrás, “Uncertainty”, sobre el temor a un futuro desconocido, pero también otros sobre momentos de revelación, como “Stopping, Listening: Hearing”. Y si la inverosímil capacidad de Mehldau para tocar dos melodías a la vez hizo que se la atribuyera a dos cerebros, aquí, en “Keeping Distance” (Guardando distancia), dice que representó el distanciamiento antinatural entre dos personas en las manos izquierda y derecha del pianista, que tienden a apartarse pero siguen unidas “de modo inexplicable y acaso iluminador”. Es un disco a flor de piel, de fuerte poder evocador, pero deja una impresión de cansancio, no físico sino imaginativo. Quizá lo dificulte la carga de intenciones extramusicales. La verdad es que el conjunto levanta con los covers; sobre todo el de “New York State of Mind”, el fabuloso hit de Billy Joel, que Mehldau, que nació en Florida en 1970, interpreta como una carta de amor a la ciudad que es su hogar desde hace muchos años y que, varado en Holanda, extrañaba “terriblemente”.
Noelia Sinkunas nació en Berisso, provincia de Buenos Aires. Tiene treinta y un años. A los cinco tocaba en un Casio ganado en una rifa. Hizo un bachillerato en Bellas Artes orientado al piano. Hizo una licenciatura en música en la Universidad de La Plata, pero dice, y se nota, que su estética peculiar proviene de haber estudiado armonía y composición con Diego Schissi, un gran reanimador del tango con la experiencia generacional del pop-rock argentino y el jazz. No en vano. El 18 de mayo pasado, en pleno período de cuarentena estricta en Buenos Aires, Sinkunas subió a YouTube una interpretación de la milonga “Taquito militar”, de Mariano Mores, a la lectura de cuya obra Schissi dedicó su último y soberbio disco, Tanguera, un hito contemporáneo de la música porteña. Mores fue un compositor de imaginación melódica delicadísima y un pianista de tendencia orquestal signada por la ambición de formaciones espectaculares. Aunque Schissi no objeta que su lectura sea deconstructiva, aclara que le habría parecido un crimen oscurecer la belleza de las melodías. Como sea, en “Taquito militar” están los fundamentos de una elocuencia musical que a lo largo de cinco décadas y más allá de los cantantes, estuvo signada por el baile: rítmica muy acentual, intermedios y paréntesis para la invención de figuras de la pareja. Lo llamativo es que la versión que subió Sinkunas, sin dejar de ser un reconocimiento a Mores, está tocada a lo Horacio Salgán, el pianista y compositor que, impávido al desprecio de los conservadores, aglomeró los avatares del clasicismo (Canaro), las libertades de los primeros individualistas y las armonías impresionistas de la vanguardia en un estilo sin par: para sus sucesores, el mayor pianista de la historia del tango. Sinkunas no deconstruye ni reordena; tampoco es que parodie: subraya ciertos tópicos antiguos con el humor distante que fortalece al buen amor y los eleva del lugar común a la rareza sorpresiva. El reconocimiento de un linaje es tan explícito que Sinkunas no toca sola sino con el guitarrista Guido Iacopetti, en simultáneo homenaje al dúo de Salgán con Ubaldo De Lío, que mantuvo vivo al tango instrumental cuando el cantado envejecía al embate de la poesía del rock. “Salgán y De Lío estaban tan lejos del ritual tanguero como de la imagen de los años sesenta y setenta”, dice Sergio Pujol, y explica: “Gestualidad contenida. El torso del pianista levemente inclinado sobre el instrumento, mientras la digitación dictaba clase de fraseo y matiz”. Que Sinkunas y Iacopetti los evoquen cuando tienen que hacerlo en pantallas divididas, cada uno cuarentenado en su casa, agrega una declaración tácita. Hay una sobria alegría milonguera en este “Taquito” (¿el de los zapatos de mujer en la danza sensual? ¿el taco que militarmente descargaban en el suelo los jugadores de billar?) y uno piensa que en buena medida brota de que esta mujer sabe estar tocándolo (y apropiándoselo) con una autoridad que durante muchos años la logia tanguera reservó a los hombres (las mujeres tenían que cantar). Sinkunas luce el pelo con reflejos azules, auriculares, y detrás del piano eléctrico se ve una pared color crema con una puerta a otro ambiente. Ella, cómoda en su hermoso dúo con Giacopetti. Uno cree escucharla: ¿Saben qué? No mezclemos los géneros musicales con los géneros sexuales. La música es muy resistente a cualquier lenguaje no musical; donde y desde donde se toque viaja de oído a oído. La convicción de que la música es intraducible, o se quiere abstracta, la libera de la condena de los roles y a la vez abre cada género a toda clase de impregnaciones, desde la clásica contemporánea hasta el rock y el chachachá, por decir algunas. En 2018 Sinkunas, que había tocado mucho con cantantes y quintetos en locales insignes del tango, presentó —en plena ola del rap y el trap— su primer disco con el título casi existencialista de Escenas de la nada mirar. Eran temas compuestos por ella, con raíces de tango que tardaban en hacerse notar, se afirmaban y a poco derivaban en invenciones jazzísticas, ravelianas, bartokianas o uno que otro acorde de blues. Lo definió como una obra casi conceptual que había que escuchar “toda entera”, y le sorprendió que llegara a ser nominada para un Premio Gardel porque, dijo, “hoy todo pasa muy rápido y escuchar un tema de seis minutos es como un desafío para el oyente”. En las varias interpretaciones de tangos clásicos que va subiendo a YouTube mientras se alarga la cuarentena, el tratamiento es más sencillo y ondula según el aura sentimental de las melodías. En “Taquito militar” es de una claridad zumbona, respetuosa de la composición hasta en los típicos barridos del teclado, pero paulatinamente mechada de escalas vertiginosas, arpegios, guiños al viejo 2 x 4, silencios tajantes, todo sujeto por repetición de una misma secuencia y una pauta rítmica. Tal vez el gusto por el ostinato fuera lo que ya antes la había llevado a versionar Bad Guy, el grammado tema de Billy Eilish hecho de series de reiteraciones machacantes, pero si Eilish lo canta con una dejadez insidiosa, la versión de Sinkunas es igual de breve pero desbocada, con un leve patetismo. Esa fue una de sus incursiones en un campo que se agenciaría del todo con New York Sessions, que grabó en 2019 y contiene un surtido de improvisaciones sobre canciones populares, como una declaración de amor sin barreras hecha en estado de trance. Lo que se escucha es afín al jazz modal, pero con un añadido de espontaneidad. Estaba de viaje en Nueva York cuando su amigo Fran López le ofreció el estudio de Pencil Music Factory en Brooklyn, y, como a la par del estudio constante de armonía y contrapunto ya venía improvisando sobre el pop, aceptó lo que traía el azar. Grabó todo en una sesión. No le era nuevo: “Yo lo abordo como si estuviese haciendo yoga, respirando. El cuerpo va directo a un lugar. Tiene una memoria física. Esto de ir estudiando es modificar esa memoria. He adquirido cierto recorrido armónico, así que no lo tengo que pensar mucho. Es un ejercicio de asociación libre y ver qué sale, ir uniendo cosas. Pensás más la forma que lo que estás diciendo. Vas a un punto y después se resuelve”. Así es: el tema aparece solapadamente, se insinúa entre una niebla de adornos y cautelosas disonancias, se deja extraviar largamente y termina volviendo a su condición, más o menos. Sinkunas es del partido antisegregacionista: el disco empieza con “El fumanchero”, la cumbia de Damas Gratis (neoyorkinamente titulado aquí “Smoker Man”), descubre el alto refinamiento de un tango de Gardel (“Por una cabeza”), tiene covers de Gilda, de Britney Spears y una del “himno popular” “Mauricio Macri la yuta que te parió” (“Mmlyqtp”) , que en su momento entonaron hasta hinchadas de fútbol, tratado en altisonante forma de preludio y fuga. “Estoy en contra de las clases sociales en la música —ha dicho Sinkunas—. Nos han educado con que hay clases que escuchan una música u otra. La idea de lo complejo también es social. La música es compleja. Es de todos”. Sin embargo, y pese a los hallazgos armónicos, la excesiva recurrencia de cadenas enfáticas eclipsa la variedad de las melodías, algo que en la segunda escucha uno no deja de percibir. Quizás Sinkunas quisiera que este disco impuro tuviese un aspecto de obra homogénea. Quizás habría debido tomar más de su polifacético trabajo en bandas, dúos, tríos o acompañando cantantes. Porque entre otras cosas es tecladista de Alto Bondi, un quinteto de tango con una sonoridad frenética empapada de rock y letras, dicen ellos, de contenido social y que reflejan las “psicopatías urbanas”; y sobre todo del regocijante Cachitas Now!, un grupo de cumbia nacido en La Plata que se presenta como “colectivo de mujeres, lesbianas, trans y varones” y una de cuyas voces, Tomás Llancafil Williams, dejó no hace mucho de ser una cantante a quien sus compañeres llamaban Juli. “Amiga, no sé por qué es tan grande mi temor / tal vez será que no tengo el valor. Siempre que estoy en tu casa / no controlo lo que pasa y no puedo esconderlo más. / Estoy enamorada de tu hermana”, canta Tomi Llancafil. El tema está en Cumbia desgenerada (2016), el primer disco de Cachitas (el segundo es Chonga, 2020, online en plataformas), y lo que provoca es un acorde sentimental hecho de risa, ganas de bailar y necesidad de abrir el oído al lenguaje de una cumbia que nada tiene que ver con el disciplinamiento estético de las de pibes. Sinkunas contribuye a la desgeneración de la cumbia discretamente: introduce los temas con saltos de dos notas que crean expectativa y llaman al meneo, intercala escalas veloces como un reto a les bailarines, descarga desde el teclado eléctrico clusters como neones: todo una cadenciosa proclama de fiesta que alivia las monotonías de la cumbia con breves infidelidades. Si uno escucha lo que ha subido durante los tres meses de cuarentena porteña, tiene la impresión de que estas colaboraciones la han curtido en modos de engrandecer la idiosincrasia de los géneros sin propasarse; con los tangos es como si las interpretaciones surgieran de coloquios entre un alma que los canta y un archivo musical que les actualiza el sentido; así en “Cristal” o en el triste “Milonguita”, también llamado Esthercita. Hace unas semanas, cuando aún en cuarentena estricta, Sinkunas ideó ¡Piano ya!, un “delivery musical” para los que quieren interactuar o colaborar con ella, saber cómo procede o proponerle melodías para que improvise. (El calendario en twitch.tv/NoeSink). La repuesta de Sinkunas, no sólo a las restricciones de la pandemia sino también a asuntos de sociedad, política, feminismo y música, está implícita en su actitud. Estaría de más decir ahora que es una pianista singular. De hecho no es una sola. Mientras el miedo o la indignación tientan con clavarse en un altivo sí mismo, a ella se la encuentra en cantidad de posiciones: en el tiempo, el espacio, la emisión o el estilo. Es una constancia en el cambio que no necesita más confesión que su música.
Imagen: Noelia Sinkunas, foto de Luciana Demichelis.
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