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“Es a su favor que los músicos produjeron obras que no fueron compatibles con los cánones ordinarios de la percepción musical, que no eran asimilables por la industria cultural ni se reducían al barro artificial y convencional del consumo de masas; que no estaban animadas por un mimetismo mortificante con las fórmulas de la aceptación acrítica. Y al salvar su honor, probablemente salvaron también el honor de nuestra civilización”. La frase le pertenece al compositor francés Jean-Marc Chouvel y forma parte del prólogo de su libro de ensayos La crise de la musique contemporaine et l’esthétique fondamentale, editado hace dos años. A pesar de cierta dosis de altisonancia, viene de perillas para comentar cuestiones relacionadas con el último Ciclo de Conciertos de Música Contemporánea del Complejo Teatral de Buenos Aires (CTBA), ciclo que, digamos, ante la imposibilidad de realizarse completo en 2019, terminó en enero de este año como patio trasero del FIBA 2020. Volveremos a esas palabras de Chouvel, pero antes, las circunstancias que las convocan.
La decisión de las autoridades del Complejo Teatral de otorgarle un lugar marginal al ciclo parece justificarse en un anacronismo revestido de infalible dato cuantitativo: esa música no convoca al público salvo, dicen, a una logia de compositores, instrumentistas y ocasionales melómanos. Se hace con el impuesto de los ciudadanos. ¡Para colmo, en tiempos de ajuste! Esa matriz argumental curiosamente remite en parte a un lejano París y a Pierre-Michel Menger. Su Le paradoxe du musicien. Le compositeur, le mélomane et l’État dans la société contemporaine levantó polémicas en 1983. Para Menger, existía un hiato insalvable en el mundo de la música contemporánea, fundamentalmente porque no se rige por la lógica del intercambio comercial. El Estado es, por lo tanto, un factor de perturbación del funcionamiento natural del mercado. Pero además, sostenía, está la propia naturaleza de la música (hace cuarenta años todavía modernista), que encuentra sus límites en la estructura perceptual. El público quedaba afuera mientras los compositores, integrantes de un campo hipertrofiado, se legitimaban entre sí y confiscaban para su propio beneficio la mayor parte de la ayuda de la comunidad.
Antoine Hennion retoma algunos de esos razonamientos en La passion musicale. Une sociologie de la médiation, en 2007. Hennion encuentra que la música contemporánea está regida por una doble obediencia: “por una parte, un vasallaje a la definición moderna del arte por el arte, como obligación de radicalidad, ruptura con la demanda del público, investigación personal que sólo obedece a las leyes secretas de la creación, experiencia que no puede ser evaluada con el rasero de los criterios existentes; por otra parte, una estrecha dependencia de la institución musical, a la vez en el sentido amplio de una definición de la realidad y las normas musicales transmitidas a través de un equipo cargado de materiales, de habilidades puestas en juego, de años de formación y, en sentido más restrictivo, de una dependencia financiera del Estado a través de encargos, empleos, cuotas y presupuestos de los grandes organismos tutelados”.
Pero dos años más tarde, Menger vuelve sobre sus pasos y en Le travail créateur. S’accomplir dans l’incertain revisa su postura. Rescata en sus casi mil páginas la función necesaria del Estado para sostener prácticas artísticas cuya valoración en la esfera pública suele llegar con cierto delay. Por eso, con una concepción patrimonialista, defiende el subsidio de las prácticas artísticas más avanzadas. “En la producción académica, el riesgo asumido por el artista que no atiende una demanda ampliamente constituida está correlacionado con la incertidumbre del juicio que se hará posteriormente sobre el valor de la obra: sin la socialización de este riesgo a través del mecenazgo público, la actividad creativa se vería amenazada con la desaparición o al menos el subdesarrollo, y las generaciones futuras estarían justificadas para cuestionar a sus padres”.
Claro que Buenos Aires no es París, y no sólo porque se carece de “grandes organismos” dedicados a promover la actividad musical. Pero en la decisión del CTBA de realizar los conciertos en una sala, la Cunill Cabanellas del Teatro General San Martín (TGSM), que no reúne las mínimas condiciones acústicas, reverbera como vulgata práctica la jerga sociológica del primer Menger. En los hechos, el TGSM obró, en otra escala, de la misma manera que el Teatro Nacional Cervantes, donde los conciertos de música contemporánea funcionan en un compartimento lateral y con escaso presupuesto. Frente a semejante carácter subsidiario de la música se responde que, ante todo, las salas principales de la ciudad de Buenos Aires están al servicio del teatro. De lo que se desprende que no existen espacios naturales dedicados a la música escrita en el presente, quizá con la excepción de la sala de la Usina del Arte, casi nunca disponible, y la Cúpula del Centro Cultural Kirchner. (El Centro de Experimentación del Teatro Colón es otro sótano y orbita en círculos solipsistas). El carácter utópico de la música contemporánea argentina radica en esa condición de no (tener) lugar. La inspirada obra de Ezequiel Menalled Manual de supervivencia (nociones elementales), para flauta, violonchelo, piano, percusión y voz, estrenada en el Centro Cultural Kirchner en 2019 por la Compañía Oblicua que dirige Marcelo Delgado, sugiere el añadido de un programa de acción. “Has de saber: cómo sacar el mayor rendimiento de la naturaleza y saber utilizarla al máximo, cómo llamar la atención para que sea más fácil encontrarte, cómo orientarte en territorios desconocidos si no hay posibilidad de rescate, cómo navegar sin mapa ni brújula. Siempre debes tener preparados planes de urgencia por si acaso algo sale mal. Las cosas raramente salen según los planes”.
El vacío institucional es enorme. El único consuelo que ofrece la ausencia de mecanismos estatales sólidos y disciplinantes es que, paradójicamente, facilita el accionar de esas disidencias que finalmente terminan nutriendo los ámbitos legitimados. Es por eso que los conciertos programados en el TGSM dieron cuenta de la variedad y vitalidad de la música argentina de tradición escrita actual. Desde que Diego Fischerman quedó al frente de la programación del ciclo, en 2017, fueron comisionadas numerosas obras de un amplio arco generacional y estético. Y esa, sí, es una anomalía positiva en medio de la debacle. Las autoridades del Complejo la acompañan a desgano o por inercia.
Los atiborrados conciertos de verano se cerraron con la Compañía Oblicua (los enormes Sergio Catalán en flautas, Javier Mariani en clarinetes, Diego Ruiz en piano, Gonzalo Pérez en percusión, Elena Buchbinder en violín, Fabio Loverso en violonchelo y Lucía Lalanne en voz). El programa incluyó una obra de su director, Marcelo Delgado, que tiene algo de programática. Se llama Una y otra vez, y ese empecinamiento con el que alude a un proceso creativo en el título invita a ser entendido como el impulso que sostiene a la misma música contemporánea. En una sala que es un estrecho socavón, con el ruido del subte B como involuntario sub buffer, se escucharon también Caminos del espejo, de José Halac, y Los pichiciegos de Plaza de Mayo, de Martín Proscia, quien el año pasado había presentado por primera vez la portentosa La memoria del río con su cuarteto de saxos Tsunami.
Delgado articula buena parte de lo que se ha realizado en esta ciudad durante la excepcional temporada que ha concluido, ya sea como coordinador de los conciertos en el Centro Cultural Paco Urondo, las quince obras encargadas por la Oblicua en 2019 para celebrar en el Centro Cultural Kirchner sus tres lustros de existencia independiente y la aplaudida presentación del ensamble en el San Martín.
De esos tres territorios emergen algunos nombres propios a los que vale la pena prestar atención, como Cecilia Pereyra, Natalia Solomonoff, Patricia Martínez, Lucas Fagin, Lucas Luján, Valentín Pelisch, Fernando Manassero, Ángeles Rojas, Agustina Crespo, Santiago Villalba, Facundo Negri, Diego Tedesco y otros que ya tienen su recorrido y reconocimiento, como Marcos Franciosi (volvió a sonar … que colma tu aire y vuela, obra relativamente temprana y tan bellamente actual) o el mismo Delgado, Cecilia Villanueva, Juan Carlos Tolosa, Gabriel Valverde, Santiago Santero, Diego Taranto y Juan Ortiz de Zárate, por citar algunos sin pretensiones canónicas.
El ciclo del CTBA completó la actividad de un año atrás sin correrse de unos márgenes que se naturalizan. Pero esa condición extrarradio no ha menguado el potencial y la diversidad de las poéticas sonoras. Así lo demostraron además las virtuosas presentaciones del percusionista Bruno Lo Bianco, los Tsunami (que estrenaron Dos, de Martín Liut), MEI (Juliana Moreno y Patricia García, quienes dieron a conocer Rave, de Juan Cerono) y el imaginativo dúo Bustos+Galay. Es en esta poderosa heterogeneidad donde la frase de Chouvel del comienzo encuentra su sentido más cabal. Hay algo salvífico en el hacer y crear en medio del derrumbe y la regresión general de la escucha. Pero acaso eso sea insuficiente. La comunidad musical debería comenzar a preguntarse en qué medida es también parte del problema de su confinamiento, y si no debería replantearse además sus modos de discusión sobre los diseños posibles de políticas públicas, las circunstancias de la recepción y el modo de construir un capital crítico, más allá de los memes y los rezongos virtuales.
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