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Arte del ocaso

DISCUSIÓN

Había una marioneta de la Madre Tierra del colectivo portorriqueño Papel Machete avanzando con los brazos extendidos por Central Park West, una bandada de barriletes-aves migrantes sobrevolando el tumulto en Columbus Circle, un árbol de la vida-santuario y una mariposa gigante, insignia de los artistas indocumentados. Las palabras “El futuro” esculpidas en tres mil libras de hielo (“Ocaso del Antropoceno”) se iban derritiendo en una esquina de Broadway y un performer vestido de traje arrastraba una tapa de tacho de basura con humo de hielo seco, escoltado por la bandera de Alaska. En la avenida 11 y la calle 34, por fin, el colectivo Climate Ribbon invitaba a los más de trescientos mil manifestantes de la Marcha del Pueblo por el Cambio Climático del pasado 21 de setiembre a conjurar los estragos del calentamiento global apuntando en cintas de colores qué no querrían ver desaparecer del planeta, y a llevarse a cambio una cinta de otro atada a la muñeca, en prenda del compromiso colectivo con la supervivencia de la Tierra. Hacia el final del recorrido quedaba claro que el activismo político amplió el espectro de sus reclamos a las amenazas ambientales globales, y para hacerlos visibles, se apropia de los lenguajes del arte contemporáneo de todas partes. El performer de traje recordaba al belga mexicano Francis Alÿs, que arrastró una barra de hielo por el DF hasta que se derritió por completo; la cortina colorida de deseos, la instalación de cintas de Bonfim de la brasileña Rivane Neuenschwander, y el conjunto todo, las redes de sociabilidad alentadas en la última década por las estéticas relacionales. Claro que mientras Neuenschwander libró los deseos de sus cintas al capricho de los visitantes y Alÿs, escéptico ya en el 97 respecto del poder emancipador del arte, acompañó su “Paradoja de la praxis” con el lema batailleano “A veces hacer algo no lleva a nada”, el activismo político persigue por definición metas claras. Si la marcha quería espabilar a los no anoticiados del descalabro del planeta y sobre todo a los líderes mundiales reunidos en la ONU, las obras de artistas y colectivos que se sumaron al desfile coloreaban con metáforas contundentes y aire festivo los reclamos, pero no alcanzaban a decir mucho más que las consignas escritas en las pancartas.

Unas cuadras más abajo, sin embargo, la ciudad ofrecía un testimonio más perturbador del crecimiento ciego a la inminencia del derrumbe, en una instalación, por así decirlo, espontánea. El mismo día de la marcha se inauguraba en Chelsea el último trecho del High Line, el parque elevado montado sobre las vías del ferrocarril de carga abandonado en los ochenta, que desde su creación en 2009 enamora por igual a neoyorquinos, turistas y arquitectos de todas partes. Hace solo unos años, antes de que el éxito inesperado del parque despertara la gula de los consorcios inmobiliarios, el High Line era un oasis en medio del espacio chatarra que deja la modernización de las ciudades, una gloria de la imaginación humana creando antídotos contra el vértigo del crecimiento urbano, un pasaje a la medida del flâneur contemporáneo. Pero basta adentrarse en el nuevo trecho del parque que desde la calle 30 se abre paso entre andamios de edificios faraónicos en marcha, vira luego hasta el Hudson, rodea en U el megapatio ferroviario de Penn Station y desemboca en la calle 34, para descubrir una condensación patente de la potencia arrolladora del hombre en tratos con el planeta. No extraña que los geólogos del Antropoceno la hayan igualado a la intensidad de terremotos, volcanes y otras catástrofes naturales: el panorama improvisado de la ciudad del siglo XXI con banda sonora de taladros y picos neumáticos que ofrece la última sección del parque —“The Ultimate Urban Experience” podríamos llamarla— compite y gana en decibeles y sobresaltos con las simulaciones espectaculares de catástrofes de los estudios Universal en Los Ángeles. Pero la experiencia, en realidad, es mucho más compleja y matizada: el tiempo se riza con la vista idílica del Hudson que fluye al fondo imperturbable, el hiperbólico backstage del skyline de Manhattan al otro lado y las viejas vías del ferrocarril, conservadas junto a la nueva pasarela casi intactas. En el amasijo de tiempos y espacios, el apelativo “Línea de la vida” que el tren elevado se ganó en los treinta por evitar los accidentes en los pasos a nivel originales se vuelve ironía dramática: la voracidad inmobiliaria sofoca en tiempo real al High Line, perla del urbanismo contemporáneo, en un abrazo mortal del capitalismo desbocado.

De eso habla a su manera, se diría, The Evolution of God, la instalación de Adrián Villar Rojas que acompaña el nuevo trecho, o habla quizás de las “ruinas inversas” que en oportuna sintonía con el norteamericano Robert Smithson, el rosarino vio en el paisaje del High Line. Trece esculturas de dos toneladas de arcilla, cemento y adobe escanden el recorrido junto a las vías, como lonjas seccionadas de ese mismo paisaje ya devastado por la catástrofe, hasta componer una suerte de Stonehenge postapocalíptico. Menos monumental, más abstracta y quizás más honda que otras instalaciones suyas, la serie de cubos de Villar Rojas guarda restos de la civilización extinta —medias, zapatillas, sogas, carbón, caracoles, un iPod— pero también alberga semillas que ya germinan en el barro y cubrirán los cubos con el tiempo, como el pasto cubrió las vías abandonadas hasta el nacimiento del parque. Pero no hay ficción distópica en el proceso real de la materia; la arcilla cruda crea figuras topológicas —gran descubrimiento formal de Villar Rojas— que se añejan al instante, enloquecen la flecha del tiempo y ofrecen un teatro verosímil del futuro anticipado. Los restos craquelados del planeta miran hacia atrás, pero en el mismo adobe que les da forma germina la vida futura, en un amasijo de tiempos y materia que sume al paseante en una nostalgia innombrable, intraducible —como todo el arte que cuenta— a una consigna o una pancarta.

 

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