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Por lo que se ve (o se lee, en notas y artículos aquí y allá), a todo el mundo le parece una cosa muy buena que el Museo Guggenheim haya decidido dejar de mirarse el ombligo para permitirse incluso, en una suerte de mea culpa, poner en entredicho, en palabras de su director, Richard Armstrong, “la visión occidentocéntrica de la historia del arte” que tenía hasta ahora. “Nuestra aspiración global”, sigue Armstrong, “es familiarizarnos con esos otros lugares, y para eso se requiere de un sentido de la aventura que tenemos de sobra”. En otras palabras, el Guggenheim decidió irse de compras, pero esta vez al Amazonas y más allá. No importa, desde luego, que esta iniciativa sea, en realidad, una respuesta a la típica reorganización de los mercados del arte, en la cual, para poder sobrevivir, los centros monopólicos se ven obligados a renovar y ensanchar su capacidad de absorber “culturas periféricas”. Tampoco que el discurso del Guggenheim y su aliado en este viaje al corazón de las tinieblas, el banco UBS (por cierto, acusado en fechas recientes de ayudar a sus clientes —peccata minuta— a lavar dinero y evadir impuestos), tenga un tufillo condescendiente difícil de soportar (el arte, según Jürg Zeltner, jefe de la sección de Manejo de Riquezas de UBS, “es cada vez más una clase de activo —como las acciones y los bonos— a la que queremos prestar especial atención. Nuestra estrategia está cada día más enfocada en los mercados emergentes y este proyecto no pudo encajar mejor”). Ni siquiera parece pesar el poco sentido que tiene hoy día abordar las prácticas artísticas sobre la base de supuestos aglutinantes geográficos. No, lo que vale realmente, según algunos, es el gesto inclusivo del Guggenheim. El famoso “si no puedes contra ellos, úneteles”. Después del intento infructuoso de llevar sucursales del museo al mundo entero, parece que el Guggenheim ha preferido traer el mundo a su casa.
Así, después de una exposición sobre el arte de Asia del sur que pasó de noche, llegó el turno de América Latina. Para el crítico del New York Times Holland Cotter, el Guggenheim está llegando tarde a la fiesta y ni con todo el dinero de UBS va a lograr tapar los huecos (en este caso, verdaderos agujeros negros) abiertos en su colección. Pero, nos dice Cotter, “mejor tarde que nunca”. Un principio que bien se podría aplicar a todo lo demás: “lugar común es mejor que nada”; “puros artistas de moda son mejores que ningún artista”; “obras poco o nada representativas son mejores que ninguna obra”; “cualquier eje curatorial es mejor que dejar las cosas como estaban”. Es cierto: por algún lado tenía que empezar el curador Pablo León de la Barra. Y es probable que los artistas que eligió, en un ejercicio más exhaustivo, hubieran estado allí de cualquier modo. Algunos nombres se extrañan, por supuesto (¿dónde están Teresa Margolles, Guillermo Kuitca, Fernanda Gomes, Doris Salcedo?), pero lo que de veras se echa en falta aquí son obras cruciales, de peso. Salvo casos contados (digamos, Juan Downey, Luis Camnitzer, Alfredo Jaar), uno tiene la sensación de que el criterio a la hora de elegir las piezas no fue otro que el de la mera disponibilidad. Es decir, lo que había en ese momento en las bodegas de las galerías. En el caso de Gabriel Orozco, por ejemplo, ¿por qué no mostrar una de las fotografías —importantísimas— que el Guggenheim tiene desde hace años en su colección, en vez de salir a comprar un cuadro, Piñanona 1 (2013), que aunque es muy bello, no tiene capacidad de revelar la profundidad de la investigación que este artista viene realizando desde hace más de dos décadas? Ni hablar de los otros artistas, cuya obra en la exposición probablemente sea la única que adquiera el Guggenheim. ¿Acaso tiene sentido estar representado en una colección como esta con una pieza pequeña, anodina?
Quizá sea en el trabajo de Mario García Torres, Carta abierta a Dr. Atl, donde el meollo del asunto se expresa con mayor claridad. Se trata de un video de 2005, con el que el artista buscó cuestionar precisamente las intenciones de la Fundación Solomon R. Guggenheim de erigir en los terrenos de la Barranca de Oblatos, en Jalisco, una filial del museo de Nueva York. Al final, el proyecto no llegó a ningún lado, pero la idea de que el paisaje que tantas veces pintó Gerardo Murillo, mejor conocido como el Dr. Atl, fuera escenario de las ansias expansivas del Guggenheim, preocupó a más de uno. En el video, la cámara recorre lentamente el cañón de Oblatos, todavía virgen, mientras una voz en off se dirige al Dr. Atl, muerto en 1964, para darle a conocer los planes que “el mundo del arte” tiene para su querida barranca.
Es sabido que los museos toleran e incluso impulsan la crítica, siempre y cuando eso les traiga beneficios puntuales —como aquí es el caso—. El arte contemporáneo presupone un grado de pensamiento crítico progresista que hace parecer igualmente críticas y progresistas, por carambola, a las instituciones que lo acogen, aun cuando atente directamente contra ellas. Y no, no es cinismo, ni oportunismo vil; es lo que en México llamamos “buena onda”. O buenas causas, si se prefiere. Así como UBS decide unirse a la “revolución” de las energías renovables, también puede asociarse con el Guggenheim para emprender el camino de la caridad… perdón, del fomento a “las colaboraciones interculturales en apoyo del arte, los artistas y el talento curatorial de las regiones” menos desarrolladas.
Al final, lo que en estos días se lee en los medios no es otra cosa que una celebración de las buenas intenciones del museo que, mucho me temo, no van a pasar de ahí.
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