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Pronto van a ser ocho años desde que Mauricio Macri le ganó —raspando— el ballotage a Daniel Scioli. Esa fue mi noche más triste en el plano político. Y no porque fuese un militante de ninguna clase —fue mi primera vez votando a un peronista—, sino porque no podía creer que la mitad de los habitantes de mi país creyesen en un proyecto de derecha. “¿Cómo puede ser, si todos sabemos que eso está mal?”, era la ingenua pregunta que me hacía. Algo así como ese “la mitad de Buenos Aires da asco” que Fito Páez había escrito en 2011. Ese 2015 ya venía escuchando en la voz de personas cercanas palabras que siempre me habían parecido lejanas, como elogios a Carlos Menem, al neoliberalismo e incluso a la dictadura, algo que sabía que existía pero que nunca antes me había tocado oír. La elección de ese 22 de noviembre fue la confirmación de que podían ser mayoría, en un país donde apenas cuatro años antes, de las siete fuerzas que habían superado las PASO, como mínimo cinco podrían ubicarse en el eje de la izquierda —o, al menos, de cierto progresismo—.
Esos últimos meses de 2015 no fueron nada comparados con lo que fue el año 2016 a escala internacional. Primero, vimos a los ciudadanos del Reino Unido votar para que su país saliera de la Unión Europea, algo que todos los analistas internacionales presentaban como un sinsentido. Luego, el pueblo colombiano votó en contra de un acuerdo de paz con las FARC, otra vez contra los pronósticos de todas las encuestadoras. Y, por último, en Estados Unidos ganó Donald Trump, lo que ya dejó de ser un “giro a la derecha” para convertirse en un giro hacia cierta irracionalidad, o mejor dicho, hacia un tipo de racionalidad que yo no alcanzaba a comprender. La victoria en 2018 de Jair Bolsonaro en Brasil fue apenas la frutilla del postre de ese proceso, que tiene hoy su coletazo en la Argentina con Javier Milei, pero que muestra decenas de antecedentes en el mundo: el auge de las derechas extremas dejó de ser la excepción y pasó a ser la norma. Ante este fenómeno podemos refunfuñar, descalificar, asustarnos, entristecernos, gritar, pero quizás sea mejor intentar entender. Algunos libros pueden ayudar.
La nueva derecha, de la austríaca Natascha Strobl (Katz, 2022), hace una descripción pormenorizada del conservadurismo radicalizado tomando de modelos al canciller de su país, Sebastian Kurz (retirado luego de un escándalo de corrupción en 2021), y el gobierno de Trump en Estados Unidos. El libro, breve, es menos un análisis sesudo y académico de la nueva derecha que un manual sencillo para comprenderla mejor. En este punto no podemos obviar el hecho de que la autora es una figura pública del debate político germano actual y es coetánea del propio Kurz —ella, de 1985 y él, de 1986—; según informa la solapa de la edición de Katz, el libro, publicado en Alemania, vendió 30.000 ejemplares en el primer mes. Es decir, es un libro para un público masivo, ávido de entender de qué se trata este fenómeno, y Strobl busca ser lo más clara posible, con oraciones cortas y subtítulos breves que ordenan el relato, compuesto por un capítulo introductorio a la historia de las derechas, uno final, irrelevante, y uno central, titulado “Un análisis en seis pasos”.
Del apartado histórico, lo que nos interesa es que Strobl señala un momento clave luego de la Segunda Guerra Mundial en el que la nueva derecha surgida en Francia en los años 60 se plantea tres ejes novedosos: 1) dejar atrás el nazismo; 2) reconquistar el espacio prepolítico (recuperar el espacio hegemónico para los discursos de derecha); y 3) establecer vínculos entre el conservadurismo y el fascismo. Este último punto es fundamental, porque fue el que permitió los ascensos de Trump y Kurz apalancados por la fuerza de los partidos conservadores (algo que no pareció darse en el inesperado triunfo de Milei, por fuera del apoyo explícito de las élites de poder, que aún desconfían de sus planes, pero que sí se da en la asociación con su vice, Victoria Villarruel). El punto 2 también es importante: se trata de dar la tan mentada batalla cultural, y el uso del término “hegemonía” no es inocente: según Strobl, esa nueva derecha francesa fue fundada por hombres pertenecientes a la academia, que pretendían usar los conceptos gramscianos para sus propios fines. Lo que la autora sostiene es que esta fue la batalla que se fue expandiendo por Europa generación tras generación, hasta llegar a los primeros 2000, cuando a la militancia tradicional se le sumaron elementos de la cultura pop, las relaciones públicas, el activismo político y el uso de imágenes para difundir su ideario. En este contexto nace lo que ella llama “conservadurismo radicalizado”, que combina valores tradicionales con una visión rupturista. Sitúa entonces los seis pasos que pueden llevar a un movimiento de estas características al poder.
1. Romper las reglas. Esto brinda no solo el beneficio obvio de no seguir la ley, sino además el de mostrarse por fuera del establishment (“la casta”) al romper reglas “no dichas” (como hacía Trump constantemente en Twitter, por ejemplo) y lucir como un revolucionario. Por supuesto, se ejecuta de forma intencional.
2. Polarizar. Si bien en la Argentina estamos hartos del término, es bueno recordar que se trata siempre de un “nosotros y los otros”; cuando se da una guerra cultural, no existen aliados ni consensos posibles. Strobl señala que la nueva derecha plantea la polarización especialmente sobre el eje “trabajadores y perezosos” (así dice la traducción; en la Argentina se diría “vagos” o, en términos de la derecha, “planeros”), que en realidad esconde poco veladamente un discurso racista, toda vez que quienes reciben asistencias sociales suelen pertenecer a minorías.
3. Tener un líder fuerte. El culto al líder es fundamental, señala Strobl, que vive en un país con sistema parlamentario. En la Argentina los liderazgos son mucho más fuertes, pero igual vemos que el peronismo excede a Cristina Kirchner tanto como Juntos por el Cambio es más que Macri, mientras que La Libertad Avanza no existe sin Milei. Strobl menciona, también, que el líder no es un “igual” (como se mostró Alberto Fernández durante toda su presidencia), sino una divinidad, y su gabinete está compuesto antes por seguidores que por asesores.
4. Avanzar sobre los otros poderes del Estado. Esto en la Argentina lo hemos visto con todos los gobiernos, con lo cual no parece propio de las nuevas derechas…
5. Escenificar las batallas en los medios. No importa decir la verdad o mentir. Lo importante es marcar la agenda, y esto lo saben y lo hacen bien (si alguien duda, basta con ver cuáles fueron los últimos debates en la Argentina, desde la dolarización hasta el “recuerdo de las víctimas del terrorismo de los años 70”).
6. Crear realidades paralelas. Los nuevos líderes del conservadurismo radicalizado no tienen seguidores políticos, sino stans: (neologismo compuesto por fans y stalkers): defensores a ultranza del líder, toman por realidad el relato que este diga, acríticamente.
Este esquema nos sirve, entonces, para abordar el best-seller argentino sobre el tema, ¿La rebeldía se volvió de derecha?, de Pablo Stefanoni (Siglo XXI, 2021), que ya va por su octava edición y que ahora parece condenado a una larga vida. Allí, desde el propio subtítulo, el autor indica la necesidad de que la izquierda empiece a tomarse en serio a estos movimientos (algo similar a lo que señalaban a comienzos de 2015 Gabriel Vommaro, Sergio Morresi y Alejandro Bellotti en su Mundo PRO —Planeta— al hablar de Macri, cuando los globos de colores eran motivo de risa para el progresismo). El texto de Stefanoni tampoco es academicista, pero es algo menos panfletario que el de Strobl: no se trata en este caso de comprender las características y artimañas de la nueva derecha para vencerla, sino antes bien de conocer de qué va y centrarse menos en sus líderes que en sus seguidores (menos en el poder real que en la silenciosa batalla cultural que algunos vienen dando). Lo dice explícitamente en el epílogo: el objetivo del libro es romper las “burbujas de filtro”, tanto las que producen los algoritmos como las que armamos nosotros mismos en nuestras relaciones sociales. En su lectura de las derechas no hay consumo irónico ni risas burlonas, sino un relato por momentos estremecedor (en especial, por lo desconocido) de las distintas derechas a escala global. Por ejemplo, Stefanoni cuenta cómo se mueve la famosísima red 4chan, un espacio tan desconocido para el progresismo que figura en el glosario que se incluye al final del libro (incluso ingresando en su web es verdaderamente difícil comprenderlo). De esos foros surgen los memes de la alt right, y desde allí también se organizan troleos a feministas y otras figuras públicas y no tanto, donde la “diversión” puede ir desde “simples” amenazas de muerte al envío de fotos editadas con miembros mutilados o el doxing (publicación de información real de la persona, como número de teléfono y dirección).
Quizás lo más interesante de ¿La rebeldía se volvió de derecha? es el espacio que habilita para pensar en la multiplicidad de derechas que existen. Al tomárselas en serio y leer los distintos debates que las habitan, Stefanoni nos ofrece un panorama en el que se explica que, aunque sea cierto que sus seguidores son en su mayoría hombres blancos, heterosexuales y conservadores, también hay lugar para mujeres, gays y hasta ambientalistas, con ideas que a lectores y lectoras de este medio no les resultarán tan ajenas. Lo importante es lograr comprenderlas en toda su dimensión, es decir, en su heterogeneidad, para salir del esquema de aquel “otro” que no conozco y por eso me aterra y pasar a entender su lógica, que a veces está más cerca de ciertas miradas progresistas de lo que podríamos imaginar.
En el libro de Stefanoni, la pregunta del título parece ser una continuidad de otro libro publicado por la misma editorial el año anterior: ¿Por qué el capitalismo puede soñar y nosotros no?, de Alejandro Galliano. Es ahí adonde el progresismo, o la izquierda (según el término que le calce mejor a cada quien), debe reaccionar. Porque Stefanoni deja claramente establecido que, en estos tiempos, lo que parece querer el progresismo son más instituciones y más establishment; como si fuera el último hilo de cordura en el pedido de la moderación (queda bastante representado en la elección local, donde hoy se ve conminado a encolumnarse detrás de Sergio Massa). En estos tiempos el progresismo no parece estar buscando un cambio, sino apenas la conservación de lo que queda.
En este escenario, entonces, vale la pena introducir un último libro: el Manifiesto ecológico político, de Bruno Latour y Nikolaj Schultz (Siglo XXI, 2023). Este manifiesto es menos importante por lo que dice que por lo que es: justamente, un manifiesto, un panfleto, un opúsculo, “literatura de combate”, como explicaron alguna vez Mangone y Warley. En los setenta y seis ítems de sus diez capítulos, Latour (en coautoría con el joven Schultz) deja como legado (murió poco después de la publicación del libro) la invitación a crear una clase ecológica con, valga la redundancia, conciencia de clase. Todos a esta altura conocemos los motivos (como sostienen, ya pasó el tiempo de explicar el fenómeno científico), pero es necesario un pasaje a la acción que produzca acceso al poder real —según los autores, aún muy lejano— a través de una batalla por las ideas. Es decir, en clave ecológica y con el no poco pequeño objetivo de salvar (la habitabilidad humana en) el mundo, Latour y Schultz plantean dar la lucha por la hegemonía; lo mismo que se plantearon hace sesenta años las nuevas derechas y que hoy parecieran estar logrando. Por supuesto, son plenamente conscientes de que el planeta no permite tomarse ese tiempo para actuar y cambiar creencias tan arraigadas en la sociedad (a derecha e izquierda) como las de “desarrollo” y “progreso”, pero, parados sobre la teoría de François Dubet de que vivimos en una época de pasiones tristes (no lo citan directamente, pero los lazos son evidentes), sostienen la necesidad de crear una nueva ilusión a partir de nuevos relatos, distintos a los del pasado. Parecido a lo que plantea Galliano en su libro, y también a lo que marcan Stefanoni y Strobl en sus conclusiones.
La inocultable felicidad de Macri al ver que Milei ganaba la elección y que los argentinos votaban por “un cambio de era” fue una sorpresa en el búnker de Juntos por el Cambio, tras unas elecciones que esquilmaban las chances de lo que hasta hace uno o dos años daban por seguro: volver a gobernar el país. En un gesto altruista (¿?), Macri dejaba de lado los intereses de su partido para alegrarse genuinamente por el nuevo espíritu de época, que permite una derecha sin maquillaje, un cambio de rumbo sin atenuantes ni contemplaciones con el progresismo (no olvidemos que en la interna de JxC triunfó Patricia Bullrich, con un discurso en contra de todo tipo de moderación). Esto que parece plantear un horizonte oscuro para el progresismo podría significar también una oportunidad de refundación, sobre nuevas bases.
Quizás la defensa del trabajo formal y la industria nacional no sean las banderas para ondear en la primera línea en estos nuevos tiempos, que requieren de nuevos relatos pues los oprimidos ya son otros: los desplazados por el cambio climático y el capitalismo salvaje, los pluritrabajadores que no llegan a fin de mes, los jóvenes que no se pueden ir de las casas de sus padres o incluso las personas que reclaman por más seguridad en sus barrios… Sin dudas, la batalla por el pasado debe darse, tal como sostuvimos al hablar de la Historia de la última dictadura militar. Pero son tan importantes los relatos de cara al futuro que seguir poniendo como eje esas peleas parece no sintonizar con el clima de época. Pensar nuevos conceptos y nuevas categorías para vencer a los discursos de derecha incorporando a sus votantes en nuevas épicas más urgentes que esa libertad fanática que tanto invocan podría ser una posibilidad. Invoquemos a Macri y su “cambio de era”, o a Milei, que en su discurso en las PASO dijo que no se puede esperar un cambio haciendo siempre lo mismo; quitémonos de encima ciertos pruritos y avancemos hacia la construcción de un futuro posible, necesariamente ambientalista, porque hasta tanto eso no suceda, el futuro será de los otros.
Imagen: NO Global Tour, de Santiago Sierra, 2011, 120 minutos.
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