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Ahí está Martín Kohan, acodado en su mesita de café no gentrificado y porteño, enfundado en su conjunto deportivo, escribiendo a mano en su cuaderno. Una imagen de otros tiempos, que aún hoy se puede ver. Hasta que, también él, en algún momento saca su celular del bolsillo, lo mira, teclea algo, lo vuelve a guardar. De tan omnipresente, a veces ni registramos la dependencia que tenemos del dispositivo. Y luego sí, como un fumador con los cigarrillos, como quien quiere bajar de peso con la comida, empezamos a ponernos restricciones, medir el tiempo de pantalla, desinstalar tal o cual aplicación, todas cosas que funcionan, hasta que ahí vamos, otra vez, después de un día, dos, quince, y nos damos una panzada —un atracón— en Instagram, en Twitter, en WhatsApp. Granjas de desinfoxicación, promesas de desconexión total, nada parece útil para aplacar a ese rectángulo compuesto por metales, plásticos y cerámica que calza perfectamente en la palma de una mano y que nos notifica de cosas a cada rato —ya sea porque nos avisa o porque las vamos a buscar—. ¿Qué hacer? ¿Cómo no caer en la nostalgia, en el “todo tiempo pasado fue mejor”? ¿Recordamos la vida que teníamos hace cinco años, diez, quince como máximo, cuando ya convivían con nosotros los celulares pero aún no habían ganado tan rotundamente nuestra atención? Ninguna otra innovación tecnológica —salvo Internet, que es también nuestro celular— ha cambiado tanto nuestro modo de experimentar el mundo como el smartphone.
Volvemos a Kohan y su recuerdo de Benjamin, cuando identificaba las primeras alteraciones en la experiencia del todo novedosas, como lo fue la de la Gran Guerra y los soldados mudos de relatos. Es necesario destacar la capacidad de Kohan en ¿Hola? (Godot, 2023) de no hablar de lo nuevo que sucede —el omnipresente teléfono celular— y tomar lo que perece delante de nosotros sin que lo notemos: el teléfono, su antecesor original, que le prestó el nombre y una de entre sus múltiples funciones, ni siquiera la primordial. ¿Somos conscientes, por ejemplo, de las decenas de conversaciones en las que participamos a diario? ¿Cuántos mensajes leemos en nuestros grupos de vecinos (del edificio, de la cuadra, de la vivienda de nuestros mapadres), de la escuela (de uno, dos, tres hijos), del trabajo (de uno, dos, tres trabajos), familia, amigos…? ¿Por cuántos cumpleaños saludamos por mes, a primera hora de la mañana, en un grupo cualquiera, sin que nos importe nada el homenajeado? (Y en nuestro propio cumpleaños, ¿no extrañamos un poco los llamados?). ¿Son necesarias estas conversaciones? ¿Es necesario leer todo el timeline de Twitter, toda la home de nuestro portal de noticias favorito (o del más odiado), ver todas las stories de Instagram, si enseguida serán reemplazadas por otras? ¿Somos capaces de llegar de un punto a otro sin Waze o Google Maps? ¿De sumar 32 + 67 sin recurrir a la calculadora? Si nos roban el celular, ¿podremos recordar siquiera un número para llamar desde un celular prestado y avisar?
No es nostalgia, no debe serlo, pero el texto de Kohan nos trae otra época, quizás toda de golpe. De pronto me encontré extrañando la voz apenada y quejosa de mi abuela cuando llegábamos a la casa familiar después de todo el día afuera: “¿Hola? ¿Hola, hay alguien? Bueno, se ve que no hay nadie. Nada, llamen cuando vuelvan”. Esa soledad se llenaba con televisión, con libros, con la radio, con salir a comprar algo y charlar con el verdulero, con una vecina. No era mejor, claro, pero qué distinto, qué otra vida se vivía hace apenas quince años. Si mi abuela —que murió en 2011, sin haber tenido nunca un celular— volviese a la vida ahora, se encontraría con un mundo inmensamente distinto del que dejó, con experiencias vitales irreconocibles. Se encontraría, por primera vez en la vida (en la suya, en la del ser humano), con gente que no tiene la capacidad de no hacer nada. Si lo que sucede la mayor parte del tiempo durante una guerra, como decía Kohan en otro texto, es la espera, en los tiempos que corren la espera no existe más como tal, sino que se trasladó a un scrolleo permanente de lo que sea. No hay que ser muy perspicaz para notarlo, no digo ninguna novedad: miramos el fulgor de la palma de nuestra mano adosada a la pantalla en cualquier medio de transporte, en cualquier parada de medio de transporte, en cualquier consultorio u oficina pública, en cualquier evento antes de que comience y luego de que termine (sólo el banco se zafa de esta práctica, con los guardias de seguridad persiguiendo a quien, sabiendo que no está permitido, igual no puede evitar mirar su teléfono). Pero no sólo eso: también lo hacemos durante el evento, o los conductores en cada semáforo (treinta segundos parece ser ya demasiada espera, demasiado tiempo perdido), los dueños de perros cuando los pasean, los padres cuando impulsamos las hamacas de nuestros hijos, cuando los hacemos dormir, cuando jugamos con una mano y respondemos mensajes con la otra… Nada nuevo bajo el sol y, sin embargo, cada tanto es necesario levantar la cabeza un segundo de la pantalla (ahora mismo si, como sospecho, estás leyendo desde una) y pensar que esto no era habitual para nosotros hace cinco, diez, quince años.
Tengo un amigo que no tiene celular. Esto es todo un tema de conversación. Es un amigo de la cancha, nos hicimos amigos simplemente porque íbamos al mismo lugar de la tribuna, con otros. La única certeza que tenemos es que cuando juega nuestro equipo de local, nos volvemos a encontrar. No recuerdo cómo hacíamos para coordinar los viajes cuando el equipo jugaba de visitante, pero fue hace tanto ya de esto que seguro era la misma dificultad para todos. En el último tiempo, me descubro preguntándole cada vez más cómo hace para llevar adelante su vida. Me cuenta que una vez quedó en encontrarse en un shopping con su pareja —“mi chica”, le dice—, que tampoco tiene celular, y simplemente no se encontraron. Volvieron cada uno por la suya hasta la casa que comparten. Un drama, pero tampoco tanto. Allí se reencontraron.
Durante un mes no vino a la cancha. Nos preocupamos, pensamos en mandarle un mail (eso sí tiene). Al final no hizo falta: se había ido de vacaciones, había tenido al nene enfermo, esas cosas. Verlo ahí, en la tribuna, la vez siguiente, nos produjo a todos una alegría mayor: fue una verdadera sorpresa, de esas que cada vez tenemos menos.
Hace poco tuvimos la suerte de viajar juntos a Uruguay para alentar a nuestro equipo. Quedamos en encontrarnos en la parte trasera del barco, pero no hizo falta, nos encontramos antes de abordar. Yo estaba con otro grupo, todos lo conocían: “el que no tiene celular”. Increíble, como si fuese una persona sin una pierna, sin un brazo, nadie lo olvida. Durante el viaje todos estuvimos preocupados por él, por si lo perdíamos, por si se perdía (y preocupados por no quedarnos sin batería nosotros, todos desesperados y agradecidos por los enchufes incorporados en el micro de Colonia a Montevideo, cuidando nuestro muñeco de apego que nos da seguridad, como bien describió Pierre-Marc de Biasi en El tercer cerebro). Él no se preocupó por nada y sólo nos mostró prácticas olvidadas, como ir a pedir un mapa al llegar a la terminal, o tener en el bolsillo la entrada en papel (o, mejor dicho, el código QR impreso, que servía como entrada para el partido). “¿Y tu familia?”, le pregunté un poco preocupado, “¿cómo saben que estás bien?”. “No sé, no saben”. Increíble: veinticuatro horas sin noticias eran para mí lo más terrible; para él —para cualquier ser humano hasta comienzos del siglo XXI—, lo más normal: se podía, en aquel tiempo, simplemente no saber.
No es una cuestión generacional, hay que admitirlo. Como millennial, comprendo que existen dos mundos, uno digital y otro analógico, y si bien conviví más tiempo ya con el digital, aún guardo cierta añoranza de lo material, de ese recuerdo que Kohan evoca todo el tiempo en su réquiem para el teléfono y para toda una época. Por ejemplo, entre sus ochenta y siete “apuntes” (están numerados, algunos son apenas una línea, otros, varias páginas), ocho páginas están destinadas a las bromas telefónicas de Tangalanga, algo que yo apenas recuerdo sin demasiada gracia. Eso lo explicaba Martín Piroyansky en alguna entrevista a propósito de su papel protagónico en la película El método Tangalanga (Mateo Bendesky, 2022): la necesidad de armar la época para que vuelva a tener gracia un personaje que decía “¿Solano? Agarrámelo con la mano” y provocaba que todos se descostillaran. Otra época, otros tiempos…
Mis hijos, de una generación aún innombrada, ven el celular en todo contexto, en todo momento: lo usan las “seños” y los animadores de cumples para poner música, lo usa el papá para ver si viene el tren, todos para sacarles fotos, la abuela para mostrarles “el video de Mónica”, la tía que vive lejos y aparece por videollamada, la mamá para la música funcional a la hora de dormir, ellos mismos cada vez que pueden, para apretar los botones (tocar la pantalla, en realidad), ver qué se abre, qué sucede. Lo usan y lo padecen también los centennials, condenados a estar horas scrolleando videos de quince segundos, a relacionarse con sus pares por ahí, a pelearse con sus padres (de la Generación X) por el uso del celular. Y los boomers también: esa necesidad de dar respuesta al instante que suele tener la gente grande, esa alteración si escuchan un mensaje mientras van manejando. Mi papá, por ejemplo, se preocupa —sin que yo lo sepa— si ve que mi última conexión es de hace mucho tiempo.
Esto me lleva al último punto: la imposibilidad de salirse de este, nuestro tiempo. Pretendemos pasar un rato sin el celular, lo intentamos, pero apenas lo hacemos descubrimos que preocupamos a nuestra familia, que nos perdimos una oportunidad laboral importante, que quedamos mal por algún evento del que no nos enteramos a tiempo, hasta de un nacimiento del que no supimos porque decidimos dejar de leer algún grupo de WhatsApp. Como indica el divulgador Johann Hari en su reciente El valor de la atención, podemos hacer el esfuerzo individual de aislarnos y recuperar nuestra capacidad de atención, pero si el problema es sistémico, tarde o temprano volveremos a caer en esas “distracciones” cotidianas que nos trae el celular (o incluso, en moda creciente, el reloj, más cercano aún, cada vez más una parte de nuestro cuerpo). ¿Hola? es un réquiem para el teléfono, sí, y se titula con esa pregunta con la que solíamos atender (ya no más, gracias al identificador de llamadas), pero es también una pregunta lanzada al mundo, un ¿Hola? ¿Hay alguien ahí? Parece una tontería —como la traducción del cuento de Carver que refiere Kohan—, pero si mi abuela (o mi amigo de la cancha) vienen y lanzan un “¿Hola?” en una sala de espera, un colectivo o incluso un entretiempo de un partido de fútbol, quizás nadie les conteste.
No divaguemos, por favor, ni digamos que todo tiempo pasado fue mejor, pero sí distinto, tan increíblemente distinto que lo que fue ayer nomás se ve como una prehistoria, y digamos, sí, que los objetos que la compusieron bien valen el réquiem que Kohan le dedica al teléfono.
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