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"Internet va a desaparecer", anunció en 2015 Eric Schmidt, el entonces presidente ejecutivo de Google, aunque en realidad quería decir que muy pronto la red sería tan ubicua que ya ni siquiera la veríamos. La ironía sinuosa describe bien la conquista integral de la vida y la organización numérica del mundo que avanza a paso firme desde las grandes corporaciones del Silicon Valley. Aun así, hay quien todavía insiste en reconstruir el mundo sin la mediación de las pantallas, olvidar por un momento que las imágenes han ocupado el lugar de lo que de veras existe, correr el velo de píxeles que las opaca, recordar que el universo denso de la materia persiste y que aún podemos tomar partido por las cosas. Y si Heiddeger veía en los objetos fuerzas deshumanizadoras que enmascaraban la cosidad de las cosas, no sorprende que en el nuevo milenio una nueva y controvertida corriente filosófica, el realismo especulativo, aspire a una "democracia de los objetos" que desestime la centralidad del hombre en el universo y le devuelva al objeto —sea una cosa, una herramienta, una mercancía, un pensamiento, un fenómeno o una criatura viviente— sus derechos, desligado del pensamiento que lo concibe.
Ya antes lo intentaron los poetas. "Lo mejor que se puede hacer, por lo tanto", pensaba Francis Ponge, "es considerar a todas las cosas como desconocidas, y pasearse o tenderse bajo los árboles o en la hierba y volver a tomar todo desde el comienzo". Porque se puede, es cierto, renunciar a la ambición de reconstruir el universo completo —ese “hiperobjeto” inalcanzable—, y enfocar una a una las cosas próximas que antes miraron otros, volver a mirarlas como sin nunca nadie antes las hubiese visto y devolverlas renacidas por las palabras.
Mirar cada cosa como las vería una hija por nacer, por ejemplo, como lo hace el escritor noruego Karl Ove Knausgård, vaciado de sí tras el relato de su propia vida en las más de tres mil seiscientas páginas de Mi lucha y dispuesto a mostrárselas a la hija tal como las irá viendo cuando llegue al mundo, en una serie de ensayos breves reunidos en un cuarteto que lleva los nombres de las estaciones, En otoño, En invierno, En primavera, En verano. "Todo esto tan fantástico, que pronto verás y conocerás”, escribe en el comienzo de En otoño, “se ignora con facilidad, y existen casi tantas maneras de hacerlo como seres humanos. Esa es la razón por la que te escribo este libro. Quiero mostrarte el mundo que nos rodea tal y como es todo el tiempo”. Y un poco más adelante: "La casa es obvia, el jardín es obvio, el cielo y el mar son obvios, incluso la luna que cuelga, iluminando los tejados por la noche, es obvia. El mundo es obvio, pero nosotros no lo escuchamos, y como ya no nos encontramos en sus profundidades ni lo experimentamos como una parte de nosotros mismos, es como si desapareciese”.
Son sesenta ensayos de un par de páginas en En otoño cuando la hija aún no ha nacido, otros tantos cuando está por nacer y nace a mitad del invierno en En invierno, una nouvelle dedicada a un día completo cuando ya tiene tres meses en En primavera, y otros cincuenta y cuatro fragmentos y entradas en un diario en En verano, cuando empieza a hablar y gatea por la casa. La selección es arbitrariamente variada como en el Aleph de Borges, pero cada pieza se abre, se desbroza y cala hondo, tanteando la sustancia, el alma de las cosas. Y aunque la naturaleza parece imponerse según el ciclo natural de las estaciones, también abundan las cosas prosaicas, vueltas invisibles por el hábito de mirarlas o por su cotidiana insignificancia. Cuando la serie se completa hacia el final de En verano, tienta organizarla, especular las taxonomías con las que Knausgård pudo haber decidido reconstruir la exuberancia inabarcable del mundo, pero el intento fracasa porque las categorías con las que podría clasificarse un conjunto tan diverso se multiplican a tal punto que finalmente no hay nada que las reúna más que el cuarteto de libros y la superficie del lenguaje. Hay decenas de especies de animales, plantas y árboles, flujos corporales, partes del cuerpo y la cara, momentos del día y fenómenos naturales, sentimientos, un par de escritores y pintores, un cantante y alguna obra de arte, personas de las que sólo sabremos el nombre (“Christina”, “Björn”, “Thomas”, “Georg”, “J.”), un centenar de cosas tangibles de toda índole y tamaño, y otras tantas inmateriales, decididamente inclasificables: “Fiebre”, “Guerra”, “Experiencia”, “Silencio”, “Cumpleaños”, “Huéspedes”, “Poner límites”, “La década de los setenta”, “Inteligencia”. Hay incluso un par de ensayos que ponen el conjunto en abismo, como el escudo replicado en el escudo, “Invierno” en En invierno, “Plenitud” en el cuarto y último tomo. Pero lo que de veras cuenta, más que la selección arbitraria, es la voluntad renovada en cada pieza de dar a ver las cosas frescas, intensas, límpidas, redescubrirlas en su singularidad idiota, como si fuera posible trascender la mediación de las palabras para intensificar la presencia y entrar en empatía con todo lo que existe. Knausgård quiere alcanzar esa “agudeza”, ese “sentimiento cristalino de espacio y materialidad” que encuentra en Madame Bovary, su novela más admirada (“Las frases de Flaubert son como una bayeta que se pasa por una ventana cubierta de vegetación y gases de escape y suciedad, por la que estás acostumbrado a ver el mundo”, escribe en “Flaubert”), y la misma “profundidad en la superficie” que descubre en las telas de Anselm Kiefer, el pintor que ilustra el último tomo, En verano. Aunque a veces no lo logra, brilla siempre la nobleza del empeño, pero lo consigue en muchas piezas que limpian el cristal tiznado y bucean en la superficie, hasta que las cosas opacas de pronto refulgen. La cama, con sus cuatro patas y su lecho plano y blando, dispuesta en los cuartos más apartados de la casa, porque allí dormimos, nunca más indefensos y vulnerables. Los botones, esos discos pequeños de todos colores que, inmejorables en forma y función, usamos desde hace más de cinco siglos para ajustar las prendas al cuerpo, y atesoramos en una caja como monedas preciosas, con la promesa frugal de que la ropa dure más tiempo. O el termo, una extensión discreta de nuestra casa, cilíndrico y brillante como un proyectil, y sin embargo casi invisible por su humilde función de mantener calientes o frías las bebidas más democráticas. O el primer día del año, con su promesa de que todo se renueve y sin embargo vacío, el día más ordinario y menos espectacular del año. O la nieve que todo lo cubre en el bosque —árboles, raíces, hojas amarillentas o marrones de los pinos, caminos— con una sola expresión, la blancura, como una orquesta en la que de pronto todos los instrumentos tocan la misma nota. O “Plenitud”, en el último tomo, que se lee como un epílogo, epítome de la ambición inalcanzable que reúne el cuarteto todo. La plenitud es sinónimo de riqueza, abundancia de algo cuya suma es mayor que la suma de las partes, antítesis de la lógica, enemiga de los límites, amiga del infinito.
La voluntad de reconstruir el mundo, cosa por cosa en cuatro volúmenes, es por supuesto ilusoria, vana, poética. Pero no más insensata que la del poeta irlandés Louis MacNeice que lo intenta en cuatro versos: “El mundo es más loco, mucho más loco de lo que creemos, / Incorregiblemente plural. Pelo y desgajo / Una mandarina y escupo las semillas y siento / La embriaguez de las cosas siendo diversas”.
Imagen: Mike Kelley, Memory Ware Flat # 14, 2001.
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