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Los delincuentes empieza como una película argentina de los ochenta. Clima, banda sonora, vestuario, escenografía y paisaje urbano refuerzan la sensación de anacronismo. No confundamos, Rodrigo Moreno no pretende ubicarnos en los años ochenta, ya que los detalles del presente histórico son concluyentes, sino en la estética mainstream de aquella década, la década perdida del cine nacional. Sin embargo, al momento de buscar ejemplos, pienso en títulos de otras épocas, como La tregua (1974) o La fiaca (1969), quizás Plata dulce (1982). Podemos entonces reformular la proposición: Los delincuentes comienza como una típica película argentina de oficinistas alienados con ganas de dar un salto hacia la vida. Ninguna en particular, y todas a la vez.
A la salida del cine, un espectador desilusionado sentenció: “No sé para dónde va”. La lectura del espectador es correcta, aunque la valoración negativa, a mi juicio, errónea. Justamente, lo extraordinario de Los delincuentes consiste en convertir la historia lineal en un gran desvío, abriendo una multiplicidad de caminos paralelos que conducen al espectador a lugares recónditos e inesperados.
La trama es sencilla: un empleado bancario (Morán) decide sustraer de la institución el dinero correspondiente a los veinticinco años de salario que le quedan antes del retiro. En su plan de acción se entregará a la ley (para seguir la propia ley), pasará tres años y medio preso y luego saldrá y vivirá libre, sin necesidad de trabajar. Con el objetivo de concretar el proyecto, le exige a un compañero del banco (Román) que le guarde el bolso con la plata hasta cumplir la condena (la condena a prisión le permitirá liberarse de la condena laboral, más larga y más asfixiante).
El robo reúne a dos personajes, en principio, antagónicos, Morán y Román. Morán, convencido, seguro de su decisión; Román, titubeante, movido siempre por el deseo de los otros.
Rodrigo Moreno dirigió en 2011 Un mundo misterioso, película que, vista en retrospectiva, anuncia Los delincuentes. Los espectadores curiosos podrán verificar la afirmación sin necesidad de guía.
La palabra misterio se propaga en Los delincuentes como un virus. Hay dos escenas memorables. Una, cuando Román se pregunta nostálgicamente por qué se acuerda de algo que no es nada (en referencia al inicio del cuento popular andaluz, “eran tres, dos polacos y un francés”); la otra, cuando Fabián Casas lee el poema “La gran salina”, de Ricardo Zelarayán: “La palabra misterio ya no explica nada. / (El misterio no es nada y la nada no se explica por sí misma.) / Habría que reemplazar la palabra misterio /
(al menos por hoy, al menos por este ‘poema’)”.
La trama original carece de resolución, como sucede con los misterios, siempre insondables. ¿Por qué los seres humanos eligen ciertas opciones y desechan otras? ¿Por qué se enamoran? ¿Por qué se dejan de querer? Podríamos anotar infinidad de preguntas sin respuesta, situación que desquicia a las neurociencias, ávidas de liquidar los misterios mediante cálculos y sinapsis.
A partir de la Modernidad, con el creciente predominio de la ciencia, el mundo comenzó un proceso indetenible de desencantamiento. A fines del siglo XIX, el cine recuperó, entre la técnica y el arte, la ilusión de lo perdido. Ya de por sí el dispositivo es misterioso, imágenes en movimiento, fantasmas sobrevolando la pantalla para contar historias y hablar de nosotros.
Moreno se inclina por reivindicar el misterio y restituirle al cine la potencia de encantarnos, de hacernos soñar con mundos maravillosos.
Los juegos del lenguaje son un protagonista estelar de la película. En esta línea, la escena más cómica se produce cuando el gerente, dispuesto a esclarecer el robo, exclama (y repite) que lleva cincuenta y cinco años trabajando en el banco. La declaración resulta inconexa dada la evidente edad del actor, entonces el guardia (cargándose el rol de espectador) le pregunta cuántos años tiene. Del Toro responde: “Es una forma de decir”. El gerente, para plantar en el interlocutor la semilla metafórica, debería haber dicho “hace mil años…”, número genérico y de imposible constatación.
Si el sentido surge al relacionar dos elementos, después de ver Los delincuentes, el siguiente diálogo de Un mundo misterioso se convierte en plan de operaciones, es decir, en declaración de principios artísticos y estéticos de Moreno:
—El problema es que después la novela empieza a derivar en datos menores y la trama pasa como a un segundo plano…
—¿Y el final?
—No, no pasa nada, te juro que no pasa absolutamente nada.
—Está bueno que no pase nada, ¿por qué tiene que pasar algo?
¿Qué significa que pase algo en una película? ¿Que el público respire tranquilo sabiendo en manos de quién quedó el dinero? ¿Qué, ante una emboscada policial, los delincuentes decidan quemar la plata? Cuando en el cine parece no pasar nada pasan muchas cosas (pasa el tiempo, entre otras), quizás muchas más que cuando parece que pasaran.
El título y la primera parte arman la trama de la estafa bancaria, casi como si la hubiera escrito Bertolt Brecht. ¿Quién no escuchó su frase de cabecera?: “Robar un banco es un delito, pero más delito es fundarlo”. Esto lo sabía de sobra Rockefeller. Ahora bien, en la segunda parte ingresa un reconocido protagonista autóctono, el campo, aunque alejado de la clásica llanura pampeana y situado en las sierras cordobesas. Se resucita así la vieja dicotomía con la ciudad, precisamente en una fase de nuestra historia en la que los mitos liberales del siglo XIX les sirven a los demagogos para compararnos con un país que nunca existió.
Los delincuentes tematiza la cuestión del doble. En los registros del banco figuran dos firmas idénticas de clientes distintos. Los nombres de Morán y Román son anagramas (igual que los de Norma, Morna y Ramón). Morán hace lo que Román no se atreve; no son contrarios, son más bien complementarios. Formalmente, la continuidad se establece en la escena donde, gracias a la división de la pantalla (luego de un barrido de derecha a izquierda), Román y Morán, de frente, aunque cada cual en su espacio, quedan unidos del antebrazo, como si uno fuera la extensión del otro. Después nos enteraremos de que ambos compartieron el amor por Norma (la ley). Además, el mismo actor interpreta a Del Toro, el gerente del banco, y a Garrincha, capo de la cárcel (en términos estrictos, vemos al gerente preso, ¿habrá seguido los designios de Brecht?). Todos son uno y el mismo, cara y cruz de la única moneda. Un dato adicional, tal vez excesivo: en el apellido del director (Moreno) está contenido fonética y etimológicamente el nombre Morán. Por si fuera poco, el protagonista de Apenas un delincuente (1949), de Hugo Fregonese, película faro de Moreno, se llama José Morán.
Los delincuentes no trata sobre el dinero; trata sobre la libertad. Trabajo alienado, prisión, tiempo disponible. Jaques Rancière afirma que la verdadera libertad consiste en decidir de qué modo gastamos el tiempo. Toda una experiencia poética. Todo un desafío en una sociedad marcada por el imperio de lo útil (tantas veces inútil).
Me acuerdo de una comedia dramática de Roberto Rossellini, Dov’è la libertà…? (1954), protagonizada por Totò. Tras cumplir una larga condena, Totò sale de la cárcel, pero pronto advierte los beneficios de vivir encerrado y logra, para su felicidad, volver a prisión. El desenlace propuesto por Los delincuentes no responde unívocamente a la pregunta del título (¿dónde está la libertad?, al tándem Rossellini-Moreno debemos sumar la canción de Pappo), es más ambiguo, más misterioso.
Última pista para el espectador:
Estos eran vez y vez, tres,
dos polacos y un francés,
el francés tiró de la espada…
—¿Y qué hizo? ¿los mató?
—No, tú verás lo que sucedió.
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