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Hacía mucho que no desembarcaba en Buenos Aires una banda en el justo momento en que está moldeando su estilo, lejos todavía de definirlo como fórmula. Suele tratarse de la instancia en que se edita su segundo álbum, lo cual impulsa a salir de gira y afianzar la ingeniería de ensamble por los escenarios del mundo. Tal el caso del cuarteto londinense Dry Cleaning, que se presentó el pasado martes 16 en Niceto Club, tras la edición de sus aclamados New Long Leg (2021) y Stumpwork (2022). Desde ya, la escala de un concierto para club nos libra del contexto multitudinario al que nos ha acostumbrado tanto festival al aire libre, dándonos la oportunidad de experimentar más cerca la puesta teatral de un grupo como los Cleaning. Entiéndase teatral como “dramática”, que aquí no habrá escenografías sofisticadas, ni coreos, ni hologramas, ni makeup, ni videos de fondo. Sólo una agrupación live, en plena conciencia de su performance, ofreciendo su particular “teoría de conjunto”, tan (o más) original que aquellas practicadas en su momento por Neu!, Joy Division, Neubauten, Gang of Four, Suicide, Henry Cow, Big Black, Beta Band, Low, White Stripes y demás. Es decir: músicos que se ponen a sí mismos en escena, en tanto constituyen una comunidad de personas con instrumentos al servicio de la música (obviamente enfrentados a gente que los oye). El tipo de orquestación implica un statement. Por eso, todo lo que pueda darnos un disco o Spotify sobre los Dry Cleaning escatima información a fin de comprender las consecuencias simbólicas del proyecto, si se los compara con la experiencia mucho más rica de verlos en vivo. De hecho, lo mejor es empezar buscándolos en YouTube.
Lo primero que los distingue es que la chica que canta no canta, más bien habla, y que el trío de varones que toca atrás de ella remite a los tiempos en que el post-punk inglés de 1979 equivalía a una deconstrucción del rock (el primer Scritti, Gang of Four, PIL, Mayo Thompson). La chica que no canta, Florence Shaw, sin dudas encarna a una figura única en la historia toda del rock. Podrán decir que lo de su “talk rock” / “spoken word rock” / “Sprechgesang rock” en voz de mujer cuenta con precursoras como Grace Jones, Anne Clark, Kim Gordon, Patti Smith o Laurie Anderson. Sin embargo, su caso está exento de cualquier aspiración literaria, impericia para la afinación o intentos de stand up expandido. Sus monólogos van bordados a la música como esos stumpworks a los que alude el título de su último largo.
Se ha escrito mucho sobre la tensión que se crea en esta música, dada la yuxtaposición entre lo que esta mujer dice y lo que el trío toca. Incluso, por estos contrastes, en Pitchfork han llegado a teorizar sobre “el ascenso de la música disociativa”. Pasa que la prosodia de la Shaw está lo suficientemente contenida en sí como para entablar una sincronía y una resonancia como se debe, mediante ritmos, métricas, rimas o acentos. Puntuación hay, sí, pero tampoco la pavada. Los parlamentos (que conforman versos u estrofas libres de toda afectación lírica) siempre entran a tempo en la sección que corresponde (en consecuencia, White Light White Heat no vale como antecedente). Queda claro que Florence no rapea, aunque la música de Dry Cleaning equivalga a una respuesta compositiva del rock ante la hegemonía del hip hop, cuya deconstrucción de la armonía entre canto y música ha desplazado la melodía en beneficio del ritmo (algo que parece preocupar a nuestros próceres Charly y Fito). Por eso, sus temas comparten con la Bzrap Music Sessions vol. 53 de Shakira esa búsqueda de un nuevo montaje letra-música para el pop, que se aleja mucho de la canción tradicional. Sin querer, el pop digital ha montado un laboratorio compositivo en curso, donde la canción ya no goza de aquellas certezas que la radio premiaba. Han volado los puentes, y con ellos, versos y estribillos. Animémonos a hablar de “post-canciones”.
Lo que sucede, conforme sumamos escuchas, es que Dry Cleaning se revela finalmente como una unidad sonofónica orgánica (incluso al arrancar un tema, uno espera que aparezca Shaw). O sea, se disuelve la esquizia entre banda y voz que impacta la primera vez. Sobre el escenario, al contrario, es comprobable cómo funciona la dialéctica instrumentistas-hablante (que es finalmente una cuestión/cuestionamiento de género). Vamos a lo que vemos.
Magnética (el carisma del anticarisma), Florence va al centro. No conforme con embozarse bajo un gran vestido rojo, se deja las mangas largas. Estática, de pie la hora y media del show, apenas articulará un brazo como lengua de camaleón hacia un agua o una cerveza. Sube un hombro, los dedos se abren y se cierran. Entra en un trance al decir, preparando o acompañando las palabras mediante una paleta de tics lentos e infragestos que aportan grises a los emojis convenidos. A saber: párpados bajos, torcimiento de la boca, frente arrugada, ceño fruncido (como signo de cacosmia), ojos en blanco o en un blanco fijo. Ahora que se usa analizar el “lenguaje no verbal” en la televisión, la británica nos exige aplicar la semiótica facial. Leer movimientos corporales es parte de lo que cuenta (no canta): “Ese cabeceo que dice ‘He visto cosas’” (verso de “John Wick”). Cuando se rasca la melena partida al medio, da la sensación de que sus manos constan sólo de meñiques, tal es la meticulosísima delicadeza con que se enmarca la cara una y otra vez, reteniendo los telones de pelo tras las orejas. Parece estar siempre en ese bar solitario, donde cabe sólo su cabeza, como lo muestra el clip de “Scratchcard Lanyard”. Estar, está en la suya. ¿Qué siente esta mujer? ¿Siente?
Con el guitarrista Tom Dowse a su izquierda, el contraste es el de Caperucita y el lobo. Paroxismo e impasibilidad, juntos. Gipsy look, anteojudo, en shorts, gorrita y camisa, espástico y sacando la lengua: él reencarna a un guitarrista post hardcore de los ochenta, un Steve Albini pero altísimo. Arenga al público levantando puños. Nadie más sexy en lo que va del rock del siglo XXI. Con el bajista Lewis Maynard a la derecha, ahora enfocamos a Morticia Addams junto al Tío Cosa. Pulsa el bajo como un Peter Hook o un Simon Gallup, pero se pierde cual headbanger de death metal (el pelo consiste en algo así como babas del diablo). Atrás asoma un baterista (Nick Baxton), fan de Steely Dan, que también sopla el saxo, de lo más funcional, pero que sabe subirse al calor de la jam. Ah, hay un quinto integrante, anónimo, suma teclados y le cambia las guitarras a Dowse, que puede devenir Fripp, The Edge, Ranaldo o Marr en un mismo tema. A él le corresponde pintar esos “post-punkscapes”, paisajes que en vivo suenan más abstractos aún que en disco. Suenan a De Kooning.
La reacción del “mejor público de rock del mundo” (el nuestro, dicen) no se hace esperar cuando las post-canciones no cumplen las expectativas de lo saltable y cantabile. “Gracias por aplaudir a mis maracas”, lanza Shaw, que en otro momento recurrirá a la pandereta y a una melódica de tubo, como para tener algo en la mano o en la boca. La platea se desata coreando y pogueando los riffs, y eso que pueden sucederse varios por título. Efectivamente, acá la guitarra es la que canta. Un ejemplo nomás: “Magic of Meghan”. Pero nadie se animaría a afirmar que Florence no es una vocalista y una intérprete, una puestista de la voz (que no es lo mismo que cantante, si por eso se entiende Whitney, Barbra o quien gane The Voice). Cuando el dúo Sleaford Mods (otro gran ejemplo de hip hop blanco) la convoca para su hitazo “Force 10 From Navarone” queda demostrado que Shaw devino un Featuring X (un invitado que condimenta con su afecto especial), digamos, un instrumento como el que representa Rosalía en el otro extremo del espectro vocal y emocional.
“Uy, si la minita no estuviera…”, se oye camino al baño de Niceto. Lo más parecido a una canción hecha y derecha que Dry Cleaning podría ofrecer (o sea, si ella los siguiera a ellos y cantara algo más) sería el remix de “Gary Ashby” que hizo este año Nourished by Time, que simula “corregir” el original. O “Sit Down Meal” (2019), track que convierte a la banda en una propuesta de “indie rock” de lo más vulgar, como lo son Wombo o Yard Act. Y si fuera al revés —los chabones siguen a la chica—, la cosa se asemejaría más a “Sombre One” de 2019, pero no es por ahí, gracias a Dios.
Más allá de las interpretaciones que la lírica fragmentaria de Shaw ha disparado (típico análisis a la carta: échale la culpa al Brexit, a las redes, a la pandemia, etcétera), a causa de versos suyos como “Do everything, feel nothing”, y sin importarnos su técnica de cut-up (eso de “Hacé de todo y no sientas nada” es un eslogan de tampones), ni el modo en que parece fumar frases sin mucha coherencia, diremos que la clave apunta más a los zapatos de goma que a la filosofía barata. “Bad snickers and piña colada”, de esa combinaciones cambalache, como las que cantaba Donald Fagen, están hechos los monólogos mántricos de Shaw. El tono general gira en torno a esa sensación “dentera” (sensación táctil auto-cringe: sentir vergüenza por une misme): la del pelo púbico en el jabón, la de no tener zapatos decentes para la lluvia, la de sudar abajo del piloto mojado, la de sentirse orinado por alguien… Efectivamente, temas como “Gary Ashby”, sobre una tortuga que se escapa (sí, eso), decepcionaron a quienes iban directo al “nuevo tipo de realismo afectivo” o aplicaban sin cuestionar mucho categorías-memes de Mark Fisher como “hedonismo depresivo”. Shaw traiciona la trascendencia sociológica que se le endilga a su obra. Decepción es la palabra: ella está ahí marcando una distancia, como puesta por un Brecht feminista, como una cita no mimética de las bandas post punk que lideraban mujeres (Au Pairs, The Slits, Delta 5). Mientras sus compañeros despliegan un catálogo de diversas catarsis proporcionadas por el rock a lo largo de su historia, ella se planta en una postura Bartleby: “Preferiría no coparme como ustedes”. Su pose de “no drama queen” (Simon Reynolds dixit) supone un xenofeminismo para el rock, que se tranquiliza cuando una mujer toma una guitarra igual a un guitar hero, canta ronco y lista la cuota de género. Ella lleva la voz cantante, pero no canta. No hace lo que debería hacer. Traiciona. No cumple con los patrones rockeros. Finalmente, pasa lo mismo que pasaba con Yoko Ono a fines de los sesenta.
Yoko y Florence pueden verse como dos clases opuestas de hiperversiones (versiones híper, híper-perversas) de mujeres modelo del rock, porque estuvieron, cada una en su momento, decididas a extremar y desviar el grado de emoción establecido por las icónicas de su tiempo. Recordemos: la coequiper de Lennon desarticulaba aún más el grito de una Janis Joplin, liberándolo del blues a punto Munch. Mientras que la líder de Dry Cleaning articula, hasta la monodia más rica en mínimos matices expresivos, los rumores y suspiros entonados por una Billie Eilish. En ambos casos, el empoderamiento rockero por parte de la mujer no se estanca en la mímesis del cope ganado por los varones en esto de desublimar la música popular (por lo menos desde la pelvis de Elvis). Se trata de señalar otro modo de goce: de dolor o de indolencia, dependiendo de la época (sea de explosión psicodélica, sea de implosión psicodeflacionaria). De ahí la importancia de Florence Shaw en cuestiones de feminismo dentro de la música popular: se inmiscuye en el cope de los varones para señalar que existe un goce-otro, otras formas de sentir. Placeres desconocidos.
Dry Cleaning, Festival South London, Niceto Club, Buenos Aires, 16 de mayo de 2023.
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