Otra Parte es un buscador de sorpresas de la cultura
más fiable que Google, Instagram, Youtube, Twitter o Spotify.
Lleva veinte años haciendo crítica, no quiere venderte nada y es gratis.
Apoyanos.
“Muchas veces he fingido estar borracho entre mis amigos y no lo estaba; exageraba los efectos del vino para observar el efecto de mi presunta embriaguez sobre ellos”, le dice Barsut a Ergueta casi sobre el final de Los lanzallamas. Para Horacio González, el fingimiento y la demencia son en Roberto Arlt dos caras de una misma moneda que, bajo una aparente normalidad, tintinean en y por el diálogo entre los personajes. La locura, añade González, se halla encubierta “y probablemente viviendo la vida prestada que cándidamente le ofrece la propia cordura”. Juega con una invisibilidad que “súbitamente irrumpe o con la soberbia ambigüedad de una situación” que al lector le obliga a preguntarse, como Barsut frente al Astrólogo, si el otro es o se hace. “¿Pero es posible que usted crea en la realidad de esos disparates?”, quiere saber el primero. “No, no son disparates, porque yo los cometería, aunque fuera para divertirme”, le responden. González desmenuza ese intercambio como parte de un festival de conciencias sombrías en su libro Arlt, política y locura (1996). Si nos detuvimos en la cita es porque Fito Páez decidió nombrar de la misma forma el sexto corte de su reciente disco, Futurología Arlt.
Páez es autor de parte de las mejores canciones de las últimas décadas (de la temprana “Viejo mundo”, de 1983, a “Carabelas nada”, pasando por “Ámbar violeta” y “La casa desaparecida”). En muchos casos, antes de la composición hubo una experiencia de lectura: “Polaroid de locura ordinaria” tiene el aroma de Charles Bukowski, un autor hoy olvidado pero que en los ochenta fue de invocación obligatoria en la escena roquera. ¿Qué decir de “El niño proletario”, la salvaje y poderosa traducción del cuento de Osvaldo Lamborghini, de 1999? Fito es, quizá, el mejor piano man de este país, dueño de un refinamiento singular a la hora de acompañarse. Le gusta, además, intervenir en la escena pública. Habla, cita, presenta sus amistades prestigiosas (entre ellas el compositor Gerardo Gandini) y su biblioteca. Esa inquietud —sumada a un heterogéneo mundo de relaciones— lo llevó a probar suerte en el cine como director (De quién es el portaligas y Vidas privadas) y hasta en la literatura (La puta diabla y Los días de Kirchner). Futurología Arlt pasa a formar parte de esa serie de desvíos de un centro de acción que le ha valido múltiples ponderaciones. Jugada riesgosa y que trastabilla precisamente… por su falta de riesgos.
El disco, gestado en pandemia y de aspiraciones conceptuales, se abre con la voz de Fito: “Entre el sol, la maldad y una vida canalla, el amor que se va y no vuelve”. Y lo que no regresa es el canto. Estamos frente a un disco que, para representar a Arlt, retira a la palabra de circulación. Páez, como dijimos, lector de González y también de Ricardo Piglia, reconoce en el paratexto del disco la “fuerza poética” y la “escritura plebeya” de un Arlt que, subraya, ha eludido “los cánones de la ‘buena escritura’”. La música avanza sin embargo, a lo largo del disco, por el camino de la refutación de esa idea: se construye sobre la base de tópicos fácilmente identificables. La “mala escritura” de Arlt que Renzi reivindica frente a sus interlocutores en Respiración artificial (el hacer lo que “no se debe”) deviene en este disco didactismo y obediencia: la buena escritura del cine más accesible. Se rige por la transparencia del lugar común que invita al inmediato reconocimiento (y a la expectativa de aprobación), como el a estas alturas fuertemente codificado gesto piazzolleano. Claro que “Buenos Aires 20/30”, el segundo tema de Futurología Arlt, ya no dialoga con Astor ni con las corrientes que lo han leído críticamente (entre ellos, Diego Schissi) sino con sus variantes genéricas (como los remedios: una composición química de dominio público) del bandoneonista Luis Bacalov, autor de la banda sonora de Il postino. Ese Piazzolla orquestal que intenta sonar culto por la simple presencia de un tema de fuerte impronta anacrúsica, la preminencia de las cuerdas y el trémolo de la percusión tónica. Nada más alejado del “tango carcelario” con el que “los miserables acompasaban inconscientemente sus rencores” descrito en la novela.
Arlt era para Piglia el territorio donde entraban en fricción distintos lenguajes, con sus registros y sus tonos. La “máquina polifacética”, de superficies contradictorias, no tiene su doble musical en este disco cargado de convenciones al punto de abusar del acorde disminuido que había encontrado su instancia de saturación en el temprano Hollywood y su posterior parodia en los dibujos animados. El “Tema de amor de Elsa y Remo” podría haber sido una balada reconocible de Fito: sustraída del texto, expuesta al desnudo, adornada por el uso de las reverberaciones y una mesurada electrónica, es apenas el momento sonoro de una película romántica. “¡Qué lista! ¡Qué colección! El capitán, Elsa, Barsut, el Hombre de Cabeza de Jabalí, el Astrólogo, el Rufián, Ergueta. ¡Qué lista! ¿De dónde habrán salido tantos monstruos?”, medita Erdosain. Esta serie de lo freak porteño habría reclamado contrastes de otra índole en la música de Páez. “Haffner, el rufián melancólico” se basa en la blue note, pero a la manera publicitaria. El “tema” del Astrólogo recorre parte del álbum con el ropaje de distintos estilos. Todos se revisten de una orquestación simple (no hay más de dos planos por lo general), que parece estar más seducida por un “parámetro Grammy” de eficiencia (una orquesta checa ha grabado en streaming desde Los Ángeles) e inmediatez, que por imaginar a través del sonido una ciudad rota sobre la que se proyecten las derivas de los personajes de Los siete locos en tanto metáfora de este presente. El joven director de orquesta Ezequiel Silberstein ya había trabajado con Fito en La conquista del espacio (2020). Su corrección se encuentra en las antípodas de los enriquecimientos armónicos y texturales de las canciones de Páez que tuvieron en los ochenta y noventa la marca de Carlos Franzetti (“Folly Berghet”, en La-la-la, por ejemplo) o Carlos Villavicencio (la bellísimamente martiniana “Un vestido y un amor”).
Volvamos a “Política y locura”, ese homenaje a González, quien fuera su amigo e iniciador de aventuras intelectuales. La locura se reviste allí de lo circense y espectacular. El timbal no hace más que reafirmar en su recurrencia que se trata de una música seria que falla en el propósito, ya temerario, de hacer comprensible a través del lenguaje, en este caso musical, lo incomprensible (la misma locura). Recordemos: el escritor alemán Friedrich Hölderlin vivió sus últimos años perdido en la esquizofrenia. Encerrado en una casa de campo, apenas tocaba el piano. Un loco que improvisa, podría decirse. Pero ¿qué? ¿Alguna melodía sin forma? ¿Una modulación sin rumbo? Los momentos musicales de Hölderlin no tienen número de opus. Tampoco los de Nietzsche, sentado una y otra vez frente al teclado durante su lenta decadencia y agonía en Turín. Señala John T. Hamilton en Music, Madness, and the Unworking of Language (2008) que la música (instrumental) y la locura limitan el lenguaje desde lados opuestos, desde arriba o abajo de la norma subjetiva. En cualquier caso, añade, parecen constituir el origen del lenguaje que por definición no es comprehendido por el lenguaje. Esa imposibilidad se ensancha en la ilustración pedagógica de la sexta pista del disco. La “locura” de Futurología Arlt es pariente de ciertas cooptaciones televisivas de Nino Rota o del Horacio Ferrer de 1969. Encontramos en González y en el libro que Fito debió tener entre manos una posible explicación. “Solemos imaginar que las mañas del enloquecer yacen en las profundidades de la conciencia. En cambio, vestirse de Napoleón en el hospicio nos trae una imagen tranquilizadora. Porque allí no nos vemos sorprendidos por el loco en el corazón de una situación que parecía ser normal, de tersura aparente, pero con la implícita sobrecarga de una revelación desagradable. Al contrario, lo vemos sometido a esa publicidad vívida que construye con las piezas resabidas de una lastimosa figura”. La locura se hace “cosa” en ese Napoleón exterior. Esa operación se repite en Futurología Arlt.
“Existía otro sentimiento y ése era el silencio circular entrado como un cilindro de acero en la masa de su cráneo, de tal modo que lo dejaba sordo para todo aquello que no se relacionara con su desdicha”. El abismo interior de Erdosain, descrito por el narrador, carece de equivalentes. Posiblemente el punto más problemático se encuentre en “La caja negra”: sobre una base rítmica más cercana a la electrónica y un acompañamiento de cuerdas, el melisma de una soprano lleva el disco a un punto de extravío inexplicable.
En este sentido es interesante cotejar Futurología Arlt mirada al espejo de otro esfuerzo representacional de fines de los noventa: El pecado que no se puede nombrar (1998), la pieza teatral de Ricardo Bartis basada también en Los siete locos y Los lanzallamas, cuya música, a cargo de Carmen Baliero, intenta con sobrados méritos acercarse al corazón de estas dos novelas. Un cuarteto de cuerdas que metaboliza materiales de distinta procedencia (desde el vals criollo a la escritura académica) para ponerse al servicio de una escena poderosa. No deja de ser una paradoja el hecho de que sea a estas alturas la música “culta” argentina la que extraiga parte de su savia de lo “popular” (encontramos extraordinarios ejemplos, desde Cachafaz, la ópera de Oscar Strasnoy basada en el texto de Copi, al Cancionero regional de Marcelo Delgado), y que eso no suceda al revés, en el caso del rock.
Sostiene Oscar Masotta en Sexo y traición en Roberto Arlt (1965) que el escritor embarca a sus personajes en empresas imposibles, y que “instaura un desacomodo entre lo que quieren ser y lo que pueden ser”. Fascinando con sus creaciones, Arlt las “hace tender hacia la certidumbre de la derrota”. Me pregunto si este disco de Fito no es arltiano de una manera no pensada. Tal vez se trate de una opinión minoritaria. Valga acá una nueva y última cita de la novela para explicar mi perplejidad ante las aclamaciones con las que fue recibido. En uno de los momentos memorables de Los siete locos, previamente citado al comienzo, el Astrólogo defiende ante Barsut la utilidad social del disparate. “¿No creyó la gente de Buenos Aires en los poderes sobrenaturales de un charlatán brasileño que se comprometía a curar milagrosamente la parálisis de Orfilia Rico? Aquel sí que era un espectáculo grotesco y sin pizca de imaginación. E innumerables badulaques lloraban a moco tendido cuando el embrollón enarboló el brazo de la enferma, que todavía está tullido, lo cual prueba que los hombres de esta y de todas las generaciones tienen absoluta necesidad de creer en algo”.
El DIA Art Center ha montado una doble exposición del cineasta y artista británico Steve McQueen. No he podido ver un espectáculo de música y luces...
En el último Borges —que había mutado de su conservadurismo hacia una especie de utopía ética de la belleza, unida a su experiencia del sintoísmo en el...
“No me entendés”, repite seis veces Thom Yorke en “Don’t Get Me Started”, sexto corte de Cutouts, el tercer disco de The Smile, editado...
Send this to friend