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El arte de protestar. A propósito del best seller «The End of Protest: A New Playbook for Revolution», de Micah White

DISCUSIÓN

No hay nada menos revolucionario que un libro libresco. El manifiesto comunista, El derecho a la pereza o Esclavitud moderna no podían permitirse un lujo de páginas, citas y bibliografías. Había que ir al grano y no era el caso de pontificar desde una perspectiva académica. Es este el reto que asume Micah White en The End of Protest (Knopf, 2016): ofrecer recetas revolucionarias —de forma amena, desde luego—, acompañadas por una masiva presencia de referencias, una multitud de citas, toda una población de conceptos. En fin, el sueño de todo activista que pretenda, con garbo, colocar sus incendiarias ideas en el terreno editorial. White, se nos informa, es uno de los creadores del movimiento Occupy Wall Street y ahora es candidato a alcalde de Nehalem, Oregón.

La pregunta que podría hacerse cualquier policía del mundo al leer en el comercial de rigor, en la portada, “Muchos libros nos dicen por qué debemos protestar, este nos dice cómo”, es si es posible que un best seller de ciencias sociales pueda cambiar el mundo. Según lo que puedo colegir del capítulo llamado “A Unified Theory of Revolution” —que habría sido un buen panfleto—, el autor parece pensar que sí. Un libro es ya un gesto público, como objeto está ubicado dentro de un espacio sumamente estructurado, aquello que Adorno llamaba “el mundo administrado” y que hoy llaman “Matrix”. Al mismo tiempo, por su carga espiritual —pido perdón por el adjetivo—, un libro es una puerta a otra parte, a esa otra parte de la realidad mental donde se inician las revoluciones. Un libro es un libro es un libro es un libro, para decirlo a la Gertrude Stein.

¿Podremos desactivar la matrix con las recetas de Micah White? Ya lo veremos; antes habría que detenerse en un par de puntos relacionados entre sí. Cómo derogar un mundo utilitario con propuestas utilitarias. Cómo derrumbar de una vez por todas el coliseo de los winners and losers utilizando los mismos criterios de triunfo, derrota, fracaso, éxito y sus correspondientes lecciones y elecciones. Así como podemos preguntarnos si es posible reformar la televisión desde la televisión, nos preguntamos si podemos desactivar la tiranía del provecho pensando en el provecho que vamos a obtener con ello. No es lo que sucede cuando fracasan las revoluciones lo que en verdad preocupa: es lo que ocurre cuando triunfan; este es otro punto que se pierde de vista en el denso paisaje histórico, teórico y propositivo que dibuja Micah White.

Veamos, pues, el tao de la protesta civil: un activista social asciende a través de cuatro fases que van del voluntarismo al estructuralismo, al subjetivismo, al teurgismo. El voluntarismo es el impulso que parte de la creencia en que la sola acción puede modificar la realidad; el estructuralismo descubre la acción humana como inútil: lo que sucede está dictado por lo que hay, el sistema tal cual propone automáticamente los cambios a seguir; el subjetivismo procede por el cambio interno, sólo cambiando el sujeto se cambia el contexto; el teurgismo (o trabajo divino) abre un canal a la intervención indeterminada de lo sobrehumano. Un activista ideal evoluciona incorporando elementos básicos de estas cuatro fases o canales de la comprensión sin renunciar a ninguna de ellas, de ahí la propuesta de Micah White de una “teoría unitaria”, si se quiere, holística, de la revolución.

El propio autor ofrece su experiencia de vida como muestra de esta evolución; podemos pasar de una a otra fase, de uno a otro punto de vista, incorporando sus eventuales virtudes y desechando sus virtuales defectos hasta lograr esa obra maestra que es el revolucionario de nuestro tiempo. El ateo deja una ranura a la acción de lo imponderable, el observador objetivo hace lugar a los efectos saludables de la meditación; leyendo a Micah White casi vuelvo al Rimbaud de “La carta del vidente”, casi encuentro a un Krishnamurti trostkista, a un anarcosindicalista que ha estudiado el Kybalión. Espero que los lectores compartan mi vértigo y fabriquen su propia esperanza.

Si, como proclama el autor, “la esencia de la revolución en el siglo XXI es reproducir en otros nuestro despertar espiritual”, generando “eventos colectivos que ‘hagan ver’ [el término en inglés es unblind]a la gente en masa, invitando a la intervención divina en el mundo”, es necesario que sepamos cómo se produce este tsunami de la conciencia colectiva. Según Micah White, es recomendable —al menos, en su caso local— desplazarse hacia zonas semirrurales o rurales donde la efectividad represiva del sistema sea menor, ocupar paulatinamente los puestos de dirección política en las municipalidades, promover cada vez más mujeres para cargos directivos, facilitando un matriarcado mundial, y crear, sobre estas bases, un World Party. Nada tengo en contra de esta fantasía; sé que Julio Verne aspiró a más en su tiempo y que ello se cumplió más allá de sus novelas. Si este World Party me recuerda la fiesta tipo Buddha Bar que se celebra en un momento de la saga de Matrix, puede ser no más que un defecto de mi imaginación política que me impide percibir la irradiación de la Pacha Mama —o de la Dama Blanca que mencionaba Robert Graves— en una futura Angela Merkel que practique zazen, Wicah y curación a distancia. Quiero, no obstante, volver a un señalamiento anterior: si la cuestión, como dice Micah White, se resume en “We innovate, we win”, innovamos para vencer, elijo confrontar los viejos obstáculos de siempre con los arcaicos instrumentos del origen: la conciencia, la voz, el gesto. No digo que Micah esté sleeping with the enemy, sino que sus sueños se asemejan mucho a los de su adversario: triunfar para gobernar, en nombre de la justicia, la eficiencia, la sostenibilidad, qué más da.

El fenómeno de la revolución y la doctrina del triunfo no son compatibles. El único cambio posible es un cambio sin triunfadores porque la victoria de cualquier partido, por mundial que sea, perpetúa la derrota de la evolución humana, una evolución que ya no puede plantearse en términos agonísticos.

Los libros se hacen con lenguaje y es, justamente, el lenguaje el que nos dice lo que podemos esperar: la jerga de la competición no nos conduce al futuro, ni nos permite comprender el presente. Nos ata a un pasado —que no por primitivo es menos actual— donde vencer o morir no es metáfora enaltecedora de la voluntad de cambio sino una realidad denigrante, una Liga de Campeones para primates que, para poder competir eficazmente, delegan su escasa conciencia en toda suerte de intermediarios, sin excluir a dios o dioses, bancos ni banqueros, teóricos o teoremas. Tal vez The End of Protest pudo haberse llamado The End of Theory pues, en ese punto que podemos llamar biológico, donde los motivos y modos para la protesta se acrecientan, las posibilidades para la teoría se reducen.

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