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Patricio Lenard: Entre los habitantes de las ciudades ya son pocos los que creen, como Max Jacob, que el campo es el “lugar donde los pollos se pasean crudos”. Hoy el campo nace del desmonte, y es la frontera agropecuaria, desplazada a base de fuego y motosierra, el límite con el mundo natural, no los suburbios. Ni el ganado pertenece a la fauna, ni lo que se cultiva forma parte de la flora. Una planta transgénica es un organismo genéticamente modificado, mientras que en la naturaleza no existen ni patentes ni copyright. Y si bien es cierto que los usos de la biotecnología han estropeado numerosos ecosistemas, me pregunto si será aplicando técnicas de producción alternativas que mantendremos a 9.700 millones de personas en el año 2050. ¿Se puede alimentar con agricultura orgánica a toda esa gente?
Maristella Svampa: Los modelos a gran escala han transformado lo que antes denominábamos “campo”. Los pollos ya no se pasean crudos, sino que están hacinados en grandes granjas o megafactorías de cerdos, de gallinas, los bovinos en feedlots, y esto contribuye con creces a la emisión de gases de efecto invernadero. Ya un tercio de las emisiones globales tiene que ver con el modelo alimentario y los cambios en los usos de la tierra. Como decía antes, el modelo agroalimentario cambió en las últimas tres décadas. Hay un estudio del ETC (Grupo de Acción sobre Erosión, Tecnología y Concentración) que muestra que la agricultura campesina y familiar produce el 70% de los alimentos del mundo en el 25% de la tierra, mientras que el agronegocio, para producir el 25% del alimento, utiliza el 75% de la tierra. Esto lo decimos en el libro El colapso ecológico ya llegó, con Enrique Viale. No todo está perdido entonces. Si hacemos una reflexión sobre la agricultura agroecológica, vemos que esta puede tener una rentabilidad importante, pero debemos pensarlo también a otra escala. El modelo tiene que ser repensado en términos de relocalización en casi todas sus dimensiones.
PL: El abandono en China de la política de hijo único, sumado a la prosperidad económica, ha multiplicado allí la cantidad de bocas carnívoras que alimentar. La mitad de la producción mundial de carne porcina se consume en China. Para engordar a los cerdos hace falta soja, mucha soja, un alimento que es barato y proteico. ¿Y si la clave estuviera en la dieta carnívora, en la insaciable demanda de proteína que ahora también hace girar la rueda al compás del Chinese Way of Life?
MS: Es una falsa clave. El modelo de la cría de animales a gran escala ha ido en aumento. Las condiciones de hacinamiento y de maltrato animal son de una crueldad extrema y deberían sublevarnos. Por ejemplo, las megafactorías porcinas representan otra arista de un modelo social y ambientalmente insustentable y peligroso que involucra el uso de miles de millones de litros de agua, la contaminación de los suelos y las napas, los olores nauseabundos que afectan la calidad de vida en la población aledaña y los impactos sobre la salud de los trabajadores. Pero además, es un modelo que tiene tan altos riesgos sanitarios que son justamente los que motivaron a China a externalizar la producción de carne. La peste porcina africana hoy ya es pandemia (la otra pandemia, entre el ganado), pues se expandió por Asia y Europa. En China obligó a sacrificar entre 180 y 250 millones de cerdos en el último año, casi el 50% de su producción. Y aunque esta no se transmita a seres humanos, su alta contagiosidad y su expansión incontrolada hacia países que supuestamente gozan de estándares sanitarios más altos (como Alemania) instalan aún más dudas sobre la viabilidad de este modelo global. Trabajamos en equipo el tema con Quique Viale, Soledad Barruti, Guillermo Folguera, Rafael Colombo, Marcos Filardi e Inti Bonomo, en plena pandemia acá en Argentina, cuando el gobierno lanzó el proyecto con China. Pero además, ¿qué es lo que nos habilita a tratar a los animales como cosas, como seres vivos que no tienen derecho alguno a la vida? Nuestro modelo alimentario debe cambiar, porque es insostenible por donde se lo mire. Más allá de los posicionamientos personales, el enorme incremento del consumo de carne animal al que hemos asistido en las últimas décadas, asociado a modelos de agronegocios altamente devastadores, nos insertan frente a un sistema corporativo global que implica no sólo una guerra contra la naturaleza, sino también una guerra contra los animales.
PL: Más allá de los estándares de consumo de cada país, un factor que incide necesariamente es el aumento de la población mundial. Sin embargo, da la impresión de que el crecimiento demográfico se ha vuelto un tema tabú para las ciencias sociales. Hablar de control de la natalidad es visto como una rémora neomalthusiana. Pero para el año 2100 se estima que habrá 11.200 millones de personas en el mundo. Teniendo en cuenta que en el transcurso de este siglo los humanos podríamos llegar a ser, si no muchos, demasiados, ¿por qué la bomba demográfica no hace tictac como antes?
MS: Sí, es cierto que es un tema tabú, además por la horrible experiencia que ha habido con experimentos de control de la natalidad y esterilización de la población en ciertos países. Pero antes que la bomba demográfica, lo que va a estallar es la bomba de carbono. De seguir así, no seremos 11.200 millones en 2100. Los impactos sociales, sanitarios y ambientales de la crisis climática apenas se están comenzando a sentir, irán in crescendo, afectando las condiciones de habitabilidad del planeta, y estos son de larga duración. Tenemos que luchar por hacer que esto no sea irreversible. Aprovechar la última ventana de oportunidad que tenemos como humanidad.
PL: Me pregunto si nuestra huella ecológica no habrá aumentado más por la globalización que por un consumo ciertamente excesivo, sobre todo de los países más ricos. Un smartphone de 160 gramos se produce con unos 70 kilos de materias primas venidas de cuatro rincones del planeta. Ya sé que no todos los países poseen litio, ni fabrican microchips, pero… ¿en qué quedó ese capitalismo no tan globalizado que pareció despuntar con la pandemia?
MS: Este es uno de los núcleos del problema. Se trata también del modelo de consumo, que sigue asociado a una lógica de crecimiento infinito y que explica que tanto la transición energética como la transición digital entrañen una exacerbación en el uso de los recursos naturales, sobre todo minerales. En ese marco, no hay planeta que aguante ni litio que alcance para un smartphone que a los dos años ya no sirve y cuyos componentes de origen mineral en muchos casos no pueden reciclarse. Insisto en que es la lógica del crecimiento infinito la que tiene que ser cuestionada. Tenemos que vivir produciendo y consumiendo menos materias primas y menos energía. Esta es una verdad de Perogrullo, pero cuesta mucho incorporarla en sociedades como la nuestra. Por otro lado, respecto de la desglobalización, creo que sí, efectivamente la pandemia abrió las puertas a un proceso de desglobalización gradual, que involucró en su momento el corte de la cadena de suministro de algunos productos, como cuando escasearon los chips para automóviles. Somos varios los que consideramos que este proceso puede profundizarse, mucho más en un contexto de agravamiento de la crisis energética a raíz de la invasión de Rusia a Ucrania. Este contexto de desglobalización y de crisis implica pensar salidas regionales. Hace necesario rearmar bloques regionales con cierto nivel de autonomía y de autoabastecimiento, algo que en América Latina no ha sucedido en los últimos tiempos.
PL: A propósito, ¿no debería hacerse con la cuenca amazónica algo similar a lo que se hizo con la Antártida cuando se firmó el Tratado Antártico? Una cumbre con los países que comparten la selva en la que se establezca una forma de gobernanza que diga “hasta acá, no se desforesta más, estos son los límites”. ¿O habrá que esperar a que la Corte Penal Internacional incorpore a su estatuto el delito de ecocidio, el que ya fue tipificado como un crimen contra la humanidad y contra el planeta?
MS: Precisamente esta es una de las propuestas de la ONG Censat-Agua Viva, en Colombia, propuesta que está retomando Gustavo Petro, quien propone armar un bloque con los países con los que comparte la Amazonía para avanzar en una política de desforestación cero. En su discurso de victoria en las elecciones de Brasil, Lula también se manifestó en favor de la deforestación cero. Hay allí un elemento importante a considerar en términos de bloque regional. Sin duda no se puede esperar a que la figura del ecocidio sea reconocida por la legislación internacional. Existen numerosos tribunales internacionales que reconocen la figura del ecocidio. Yo misma formo parte del Tribunal Internacional de los Derechos de la Naturaleza, pero son tribunales testimoniales, de orden simbólico, que sirven para reunir a actores sociales y juntar evidencia, dar visibilidad a las problemáticas. Además, no hay que olvidar que el ecocidio —esto es, la destrucción de los ecosistemas silvestres— está en el origen de las pandemias que, como el covid-19, son de origen zoonótico.
PL: A mi modo de ver, los sacrificios que impuso el encierro durante la crisis del coronavirus no son un buen antecedente, desde el punto de vista sociológico, al momento de pensar en qué cambios de hábitos la población en general estaría dispuesta a aceptar frente a la crisis climática en ciernes. ¿Cuál es su mirada como socióloga al respecto?
MS: La pandemia tuvo consecuencias ambivalentes en la sociedad. Lo mismo ocurrió con el Estado, ¿no? Por un lado los Estados funcionaron, en el marco de la pandemia, como Estados gendarmes, emergió el Leviatán sanitario con sus efectos en términos de disciplinamiento, control y represión de la población, cercenamiento de libertades, pero por otro lado el Estado reactivó la dimensión social e intervino activamente en materia de políticas públicas a fin de mitigar los impactos que generó la paralización de las actividades económicas. En todos los países, incluidos los de América Latina, hubo políticas sociales específicas para morigerar los impactos de la pandemia. Por supuesto que no se puede comparar con lo que sucedió en Europa, donde hay un Estado social con espaldas más anchas, pero esto prueba al menos que la fase más positiva del Estado se puede reactivar en beneficio de la sociedad. Respecto de la población, tampoco hubo una respuesta unívoca a la crisis sanitaria. La situación de confinamiento generó en ciertos sectores un cambio de hábitos. Lo vimos en Argentina, en donde hubo una desnaturalización del modelo de consumo y una tendencia, sobre todo en sectores urbanos, a consumir productos más sanos, de corte agroecológico. Pero también hubo reacciones de insolidaridad y de creciente impaciencia y violencia ante lo que se consideraba un cercenamiento de las libertades. Es cierto que estamos en un momento de retroceso civilizatorio. Pensémoslo en términos de Norbert Elias. Esos procesos de “descivilización” que leía Elias hoy son caldo de cultivo de distintas formas de violencia, de fenómenos de intolerancia y de rechazo a las diferencias. Las extremas derechas, como corrientes sociales, han encontrado allí una muy rápida traducción político-partidaria, en un contexto en el que las fake news y las redes sociales habilitan este tipo de violencia que antes era condenado. Sin duda la pandemia consolidó esta vertiente tan preocupante, ligada al retroceso civilizatorio. Hoy lo vemos en Brasil, en donde hay una derecha enceguecida que no quería aceptar la derrota de Bolsonaro y clama por un golpe de Estado, como ya ocurrió con Donald Trump en Estados Unidos.
PL: Tanto Trump como Bolsonaro han hecho escuela en materia de negacionismo. Al negacionismo del cambio climático le sumaron, oportunamente, el negacionismo de la pandemia. Pero una cosa es provocar en Twitter y otra instalar esta clase de discursos como una ficción de Estado. Salvando las distancias, en Europa se está debatiendo a nivel gubernamental si la energía atómica y el gas natural son “energías verdes”. Y en la Argentina se insiste en presentar el gas como un “combustible puente” en la transición hacia las renovables. ¿Cuál de todas estas formas de relativismo le resulta más preocupante?
MS: Son distintas formas de negacionismo. Ya no hay dudas sobre el cambio climático, pero el negacionismo que cuestiona su existencia tiene una expresión política incontestable en las extremas derechas. Es la negación lisa y llana. La Unión Europea no es negacionista en sí, pero lo que hizo es exacerbar su esquizofrenia. Su prioridad es responder a la seguridad energética como sea (“Winter is coming”, como dicen algunos), y mientras tanto sigue invirtiendo en la transición energética. Por último, el discurso del gas del fracking como “combustible puente” es una invención de las corporaciones y alimenta la ceguera epistémica de las elites económicas y políticas vernáculas, que además no tienen hoja de ruta para la transición.
PL: Que las cuentas no cierran en materia de emisiones de gases de efecto invernadero lo deja ver el hecho de que el sistema de contabilización no le compute a ningún país las emisiones del transporte transfronterizo de bienes, lo que implica que uno de los principales factores contaminantes de la globalización se desvanezca en el aire. Así las cosas, para lograr que el calentamiento global no supere los 1,5 °C con respecto al período preindustrial, según lo estipulado en el Acuerdo de París, se requiere que las emisiones de gases de efecto invernadero se reduzcan a la mitad en 2030 y sean cercanas a cero a mediados de este siglo. Sin embargo, según los planes nacionales de los países, para fines de esta década las emisiones, lejos de caer, seguirán en aumento. ¿Qué es lo que está fallando?
MS: Si pensamos en una lógica de sacrificios, esta debería estar inscripta en un marco de equidad tanto en términos de clases sociales como de relación Norte-Sur. No te olvides de que el 10% más rico emite el 50% del dióxido de carbono atmosférico, y el 50% más pobre, sólo el 10%. Y que además hay una fuerte concentración en el 1% más rico, que emite cuatro veces más per cápita que el 9% restante de los ricos. Ha habido una enorme concentración de la riqueza, que a su vez implica una gran desigualdad. Pero esto también tiene una traducción en términos de contaminación, que no es solamente algo que tenemos que adjudicar a los países más ricos, que históricamente han monopolizado el espacio atmosférico, sino también a los llamados “superricos”, individuos cuyo nivel de consumo y estilo de vida están generando cada vez más emisiones a escala global.
PL: Saber que cuando se ha emitido carbono a la atmósfera, este se queda ahí durante cientos de años, impidiendo que se marche el calor, me hace pensar que todavía debe estar flotando en algún lugar del cielo la primera partícula de dióxido de carbono que salió de la primera máquina de vapor con la que alguien inició, sin saberlo, la Primera Revolución Industrial a mediados del 1700. No en vano, Bruno Latour ha planteado que “los eventos con los que tenemos que lidiar no están en el futuro, sino en gran medida en el pasado”, y que “sea lo que fuere que hagamos, la amenaza permanecerá con nosotros por siglos, quizá milenios”. ¿No habría que prenderle entonces una vela a la geoingeniería?
MS: El último libro de Kim Stanley Robinson, El Ministerio del Futuro (2020), que para mí es un gran libro, no quizá en términos literarios pero sí como “novela de tesis”, comienza con la muerte de veinte millones de indios a causa de una ola de calor, motivo por el cual el gobierno de la India —país que no es responsable del calentamiento global como sí lo son Inglaterra, Estados Unidos, los países europeos y, cada vez más, Rusia y China— decide implementar un proyecto de geoingeniería para bajar la temperatura del planeta. Así arranca la novela, con un tema que es muy controvertido entre los científicos y expertos climatólogos. Yo pienso que es probable que se apliquen, más temprano que tarde, proyectos de geoingeniería para contrarrestar los efectos del calentamiento global, aun cuando esto pueda tener efectos colaterales negativos. Para empezar, en términos políticos, la pregunta es quién decidiría llevarlo a la práctica. ¿Serían las grandes potencias, que son las que tienen acceso a las técnicas de geoingeniería? Ahí emergería la figura del “Leviatán climático”, como dice el título del libro de Geoff Mann y Joel Wainrigth publicado en 2014. ¿O se realizaría un debate a escala global, para que todos los países tengan la oportunidad de intervenir y la población sea informada sobre los impactos potenciales? Hay una zona de gran incertidumbre en relación con los efectos colaterales que pueda tener la geoingeniería, cuyas metodologías son diversas y sobre las que la gente sabe muy poco. Yo hablo de esto en mi libro Chacra 51 (2018), donde hay un capítulo dedicado al tema. Hoy lo que se está manejando como hipótesis más plausible es la idea de simular erupciones volcánicas, inyectando sulfuro en las nubes para bajar la temperatura del planeta.
PL: Para ese experimento el modelo es lo que ocurrió en Filipinas con el monte Pinatubo en 1991. La enorme columna de humo y cenizas que expulsó el volcán, una vez esparcida en la atmósfera, provocó un enfriamiento de 0,4 °C de la temperatura a escala global.
MS: En efecto. También la Pequeña Edad de Hielo que se dio en Europa, desde principios del siglo XIV hasta mediados del XIX, estuvo ligada a una sucesión de erupciones volcánicas. Pero algo así no sería gratuito. Un experimento de tamaña envergadura podría tener como consecuencia la generación de sequías, o que haya menos lluvias en los años siguientes en diferentes países, casi todos del Sur global. Este sería unos de los tantos problemas que podrían derivarse de la voluntad del ser humano de convertirse en una suerte de demiurgo capaz de regular el termostato del planeta. Porque además, insisto, estamos hablando de soluciones de corto plazo, que buscan salvar el capitalismo sin intervenir en las causas estructurales que nos han traído hasta aquí. Sólo podrían justificarse ensayos con estas tecnologías si se dieran en el marco de una transición socioecológica hacia formas de vida sostenibles.
PL: Convertir el planeta Tierra en una suerte de matraz de laboratorio no es algo que debería decidirse a la ligera. Estamos a un paso de lo que Susan Sontag llamó “la imaginación del desastre”. El punto es que hasta el apocalipsis hoy quieren verlo como un proceso de destrucción creativa. Y si es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo, se debe a que en el fondo siempre destruir es una actividad rentable. Yo le propongo ir más allá e imaginarnos el Antropoceno como un estrato geológico: el nuestro. ¿Cómo piensa que describirían los paleontólogos del futuro al Homo capitalisticus? ¿Los yacimientos petroleros serían vistos, con sus bombas de varilla, como tótems con forma de cigüeña o de guanaco?
MS: Hay otra ficción climática, aún no traducida al español, de Erik M. Conway y Naomi Oreskes, The Collapse of Western Civilization [El colapso de la civilización occidental], donde se realiza un ejercicio como el que estás proponiendo. En el siglo XXII, un historiador chino trata de encontrar las causas de por qué colapsó la civilización occidental. Y este paciente historiador chino concluye, entre otras cosas, que uno de los grandes problemas –y en esto coinciden casi todos los que analizan situaciones de colapso— fue la disociación entre el sistema natural y el sistema social, entre las ciencias de la naturaleza y las ciencias sociales y humanas. Amén de eso, aparece el fracking como uno de los elementos detonadores del colapso. Claro que ahí queda por preguntar: ¿por qué finalmente sobreviven los chinos?
PL: Sin haber leído la novela, y aun tratándose de una ficción, no me resulta del todo verosímil que los chinos sobrevivan. En un mundo globalizado como el nuestro no podría darse la caída de Occidente como si fuera un imperio de la Antigüedad. Hoy el colapso de Occidente traería aparejado el de Oriente, y el de Oriente el de Occidente. ¿O qué, acaso vamos a pensar que podría haber Internet en un hemisferio pero no en el otro? El punto es cómo caerá el viejo paradigma y qué arrastrará con él. ¿O alguien se ilusiona con que pueda decidirse en la ONU un cambio de paradigma civilizatorio?
MS: La hipótesis de Conway y Oreskes es que China sobrevive porque hay un Estado fuerte —y autoritario, agregaría yo— que controla el mercado. Y no la inversa. O sea, el colapso implica la pérdida de valores democráticos, pero pierden menos quienes apuestan por el Estado. Pero lo que se juega, en definitiva, con el colapso, que no es sólo ambiental sino sistémico, mucho más en el marco de esta policrisis, es el tipo de transición, el tipo de salida que estamos proponiendo. Y hay muchas narrativas en pugna. Está la narrativa distópica, catastrofista; está la narrativa capitalista tecnocrática, y hay una narrativa relacional y contrahegemónica, que es la que impulsamos desde abajo, desde los pueblos del Sur, y también desde algunas organizaciones del Norte. Entonces sí, efectivamente, lo que está en juego es el tipo de transición que vamos a llevar a cabo como humanidad. Yo tiendo a pensar en clave de paradigmas relacionales, que remiten a la experiencias de ciertos pueblos originarios en su relación de interdependencia con la naturaleza, o en los feminismos del Sur, los feminismos ecoterritoriales, que plantean ese vínculo afectivo, de interdependencia con la naturaleza, y la necesidad de prácticas de cuidado y sanación del cuerpo, de la tierra, del territorio, como base de la nueva sociedad. Para imaginar el futuro, tiendo a retomar más las experiencias de lucha ecoterritorial de los pueblos originarios, antes que pensarlo en clave de desarrollo ultratecnológico.
PL: Ya se trate del litio, de los combustibles no convencionales de Vaca Muerta, o del neoextractivismo que sostiene el complejo agroindustrial, en El colapso ecológico ya llegó no sólo se cuestiona que la Argentina siga aceptando pasivamente el rol de proveedora global de materias primas, sino también la asociación entre deuda ecológica y el llamado “derecho al desarrollo”, con el argumento de que este último tiende a quitarles responsabilidades a los países periféricos en la tarea de cuidado del ambiente. Pero ¿cómo podría saldarse la deuda del Norte con el Sur en un mundo donde siempre el poder se acumula en una parte y se aplica en la otra?
MS: La deuda ecológica de los países del Norte con los países del Sur es incuestionable, aunque imposible de cuantificar. En el caso de América Latina, desde las minas de Potosí en la época colonial hasta el presente, se ha dado históricamente un mecanismo de saqueo y expoliación de los bienes naturales, como así también un desconocimiento de los impactos ambientales y territoriales. Por más que esto parezca un lugar común, hace falta repetirlo: el Norte basó su desarrollo industrial en el saqueo y expoliación de la naturaleza de los países del Sur. Pero la deuda no es sólo ecológica sino también climática, porque quienes son responsables de la emisión de gases de efecto invernadero son noventa empresas, casi todas ligadas a la explotación de combustibles fósiles, y las principales potencias globales. Todo esto está ligado, a su vez, al problema de la deuda externa. La presión para extraer recursos naturales que los centros capitalistas ejercen sobre la periferia se exacerba en un contexto de deuda externa. Lo vemos en la Argentina. El imperativo del crecimiento o del mantenimiento de los modelos de consumo en los países ricos tiene como contracara el mandato exportador del Sur. En el caso argentino, esto aparece asociado a la necesidad de pagar la deuda externa y sus intereses, que renueva la desigualdad como un círculo sin fin. En la COP que se hizo en Copenhague en 2009, la número 15, se puso en agenda la problemática del financiamiento Norte-Sur para la acción climática. Los países desarrollados se comprometieron a proveer a los países en desarrollo cien mil millones de dólares anuales a partir de 2020 para financiar las medidas de mitigación y adaptación. Nunca lo hicieron. Ojalá Petro, que ilustra un progresismo de nueva generación, un progresismo socioambiental, y Lula, que ha retomado algo de la agenda climática, e incluso Gabriel Boric, el presidente de Chile, impulsen en la agenda global el pago de la deuda ecológica ligada a la transferencia tecnológica necesaria para combatir los efectos del cambio climático. Pero no olvidemos que el reconocimiento de la deuda ecológica y climática no puede ser utilizado para absolver los modelos de mal desarrollo que se despliegan en los territorios del Sur, impidiendo cualquier crítica a ellos. No hay nada más colonial que aceptar pasivamente el rol que se le asigna a América Latina como proveedor global de materias primas, como si esto fuera un destino y no una decisión geopolítica mundial.
PL: A la vista de la cuantiosa deuda externa que acumula la Argentina, Vaca Muerta sería algo así como un enorme pagaré de 30.000 km2 y 2.500 metros de profundidad. Sin embargo, con Enrique Viale plantean que el megaproyecto de Vaca Muerta es inviable no sólo desde un punto de vista ambiental sino también económico y financiero. ¿Por qué algo que se presenta como la segunda reserva mundial de gas y la cuarta de petróleo no convencional sería “la mayor promesa eldoradista de la historia argentina”?
MS: En la Argentina, el petróleo que se descubrió tempranamente en Comodoro Rivadavia fue la oportunidad para crear una empresa energética pública, que fue modelo en América Latina. Poseer o no poseer recursos fósiles es una cuestión de azar, pero durante más de un siglo ha sido muy importante para sostener una política de soberanía energética y, por ende, para la soberanía nacional de un país. Un ejemplo que siempre se me viene a la mente es el de Ecuador, que recién en la década de 1970 se convirtió en un país petrolero, cuando pasó de ser una “economía de postre”, como se decía en ese entonces, basada en la exportación de banana y otros alimentos, a centrarse en la explotación de hidrocarburos. En un documental vi cómo el presidente José María Velasco Ibarra organizó un desfile con el Ejército, en el que el gran protagonista fue el primer barril de petróleo que se exportaba desde Ecuador, y en el que también estaba presente la corporación petrolera al frente del trabajo, que era Texaco en ese momento (luego Chevron, empresa responsable del mayor hecho de contaminación en la selva ecuatoriana). Este modelo energético fósil y barato premió históricamente a los países que poseen este tipo de recursos no renovables, pero hoy sabemos que es necesario encaminarnos hacia una transición energética basada en recursos renovables. En 2007 la Argentina se encontró en un escenario de desabastecimiento energético ligado al proceso de saqueo y privatización de YPF, por entonces en manos de Repsol. Nuestro país, que era exportador de energía, se vio obligado a importar gas desde Bolivia. Eso cambió el panorama por completo. La Argentina colocó en la agenda pública el tema de la soberanía energética, cortó la exportación de gas a Chile, y tres años después se dieron a conocer las reservas de recursos no convencionales. Esto nos ubicó en el segundo o tercer lugar en la lista de países con petróleo y gas no convencionales a escala global. Sin solución de continuidad pasamos de un escenario de soberanía energética a un escenario de desabastecimiento, y de ahí al descubrimiento de los no convencionales. Entonces se apeló a lo más clásico, que es la memoria energética fósil que predomina en la Argentina, y se hizo una apuesta por la continuidad y la profundización de ese modelo. Esta memoria, creo yo, obtura la posibilidad de pensar una transición energética basada en los renovables. A esto se suma esa “visión eldoradista” que, como dice el pensador boliviano René Zabaleta, anida en todo lo latinoamericano. La idea de que América Latina es poseedora de los grandes recursos naturales, los cuales son demandados por el mercado global al calor de los sucesivos ciclos de acumulación, primero el oro y la plata, después el guano, el caucho y el café, el petróleo y el gas, y ahora la soja y el litio. Todo ello va incorporándose a ese imaginario que sostiene, además de esa mirada productivista, fósil y antropocéntrica, la creencia eldoradista de que la posesión de esos recursos naturales haría posible sortear todos los obstáculos del desarrollo y enriquecerse de manera acelerada, cuando no súbita. Vaca Muerta, en el caso de la Argentina, es sin duda el símbolo hiperbólico de ese imaginario, de esa visión mágica del desarrollo.
PL: En el epílogo de La transición energética en la Argentina, con Pablo Bertinat citan un informe de 2018 del Comité de Derechos Económicos, Sociales y Culturales de la ONU que advierte que, de avanzar Vaca Muerta, “la explotación total, con la fracturación hidráulica, de todas las reservas de gas de esquisto consumiría un porcentaje significativo del presupuesto mundial de carbono [el destacado es mío] para alcanzar el objetivo de un calentamiento (no mayor) de 1,5 °C, estipulado en el Acuerdo de París”. Entonces, por un lado tenemos una potencial bomba de carbono, y por el otro una potencial lluvia de petrodólares. No es difícil decidirse…
MS: Esto forma parte de una construcción ideológica que no sólo se empecina en negar la gravedad de la crisis ecológica y del impacto que puede tener la explotación de Vaca Muerta en su totalidad, sino que incluso quiere mostrar la explotación offshore en las costas de Mar del Plata como una suerte de nueva Vaca Muerta. Hace un par de años me tocó debatir con un ex ministro de Energía, de paso efímero en el cargo, que fue parte del gobierno de Fernando de la Rúa, y recuerdo que en un momento me contestó que era cierto que la crisis climática exigía una transición, que esa era la dirección que tomaba el mundo, y que justamente por eso, con más razón, teníamos que explotar de manera más rápida los recursos de Vaca Muerta. Esa visión mercantilista y cortoplacista es la que prima en la Argentina. Detrás están las exigencias del pago de la deuda externa, la necesidad de contar con dólares, lo que le da una nueva capa de sustento a ese discurso. Pero tengamos en cuenta que la Argentina es un país que tiene un modelo energético muy desigual, muy concentrado —más allá del rol de YPF, que es una empresa mixta, no una empresa 100% pública—, en el que las regalías petroleras son una de las más bajas del continente y que además cuenta con fuertes subsidios del Estado. Para el offshore, las regalías serían apenas del 6%. Eso es saqueo en estado puro, pero desde el gobierno hablan de “soberanía”.
PL: El cortoplacismo también lo habilita la obsesión de los gobiernos por ser reelectos. El motor de la democracia sólo cuenta elecciones ganadas y elecciones perdidas. Tampoco es muy difícil para un Estado negar la gravedad de la crisis ecológica. Al tratarse de un fenómeno que ocurre todo el tiempo y en todas partes, pero sin un gran evento apocalíptico de fondo, el colapso se ve disimulado en el reparto geográfico de las catástrofes. El carácter sistemático del sistema nos impide ver lo sistémico de su crisis. Ahora bien, en el activismo ambiental se habla mucho del capitalismo de manera anticapitalista. Pero ¿y la democracia?
MS: No se puede sostener un discurso sobre la gravedad de la crisis climática y de su carácter sistémico si no lo ligamos a los modelos de mal desarrollo que se implementan en nuestros países. Hay que arraigar local y territorialmente la crítica a la crisis climática. Y en cuanto a la democracia, está más presente que nunca. Los movimientos y activistas socioambientales utilizan todas las herramientas democráticas, todos los dispositivos institucionales existentes para proteger los territorios y los bienes comunes, desde el referéndum —que las provincias obturan sistemáticamente—, las iniciativas ciudadanas —como en Chubut—, los proyectos de leyes de protección, como la Ley de Glaciares y ahora la Ley de Humedales, hasta las audiencias públicas. En su búsqueda por democratizar las decisiones, los movimientos socioambientales ponen en evidencia que estos megaproyectos extractivistas son profundamente antidemocráticos, porque no tienen licencia social y se imponen verticalmente, muchas veces con represión y con corrupción, a puro poder de lobby. Prueban que a más extractivismo, menos democracia, como vengo sosteniendo hace años. Vean si no lo que ocurre con el proyecto de Ley de Humedales, que hace diez años que se está tratando en el Congreso y nunca es aprobado.
PL: En 2022 un grupo de científicos holandeses encontró por primera vez microplásticos en la sangre humana. Si a esto le sumamos la ya demostrada acumulación de micro y nanoplásticos en órganos y tejidos, y el hecho de que el glifosato tenga entre sus componentes, como casi todo químico industrial, derivados del petróleo, es posible llegar a la siguiente conclusión: el petróleo ha colonizado nuestros cuerpos. Y con él, ¿qué? ¿El gen del capitalismo? ¿El virus del capitalismo? ¿Qué?
MS: Resulta difícil familiarizarnos y al mismo tiempo desnaturalizar esto que tenemos y que somos, nuestros cuerpos tóxicos del Antropoceno… Todo esto tiene que ver con el modelo metabólico insustentable que hemos construido, con la dinámica mercantilizadora del capital, que coloniza cuerpos, territorios, subjetividades. El capitalismo y el modelo energético actual atentan contra la vida, contra la reproducción de la vida, y están generando condiciones de habitabilidad del planeta que harán la vida muy hostil. No es que lo verán las próximas generaciones; lo estamos viendo nosotros. Por eso hace falta una transformación radical urgente y con una mirada de largo plazo. Necesitamos construir una transición justa y sustentable para nuestros pueblos. Por eso tenemos que debatir qué entendemos por transición, porque no da lo mismo cualquier transición ecológica y energética. Necesitamos dejar de ser hablados por el Norte y elaborar una hoja de ruta desde el Sur, que es necesariamente una apuesta política de transformación. En estos días estamos haciendo circular un Manifiesto de los pueblos del Sur. Los invito a que lo lean.
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