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Llego tarde para recomendar una visita a la exposición de Ryuho Hamano en Buenos Aires: la muestra de su bella caligrafía japonesa culminó hace poco en el Palais de Glace. En cambio importa evocar el problema, plástico y semántico, que suscita observar una escritura expuesta cuando los asistentes no entienden qué dice. De una escritura así se recubrió durante seis semanas el espacio circular de la muestra, sus repliegues, suelos y rincones.
Kaku es un verbo japonés muy antiguo. Significa a la vez escribir y pintar. La situación se capta de primera:
– Instrumentos de escritura nipona son pinceles de pintor de formas y tamaños muy diversos: el calígrafo los va sacando de una voluminosa caja de madera sin la que nunca se mueve.
– Lo que traza son caracteres simbólicos que (en vano) desearíamos fueran pictogramas, dibujos dotados de algún sentido mental, al modo de una información vial: por desgracia, casi no quedan pictogramas.
Ahora bien, cuando no se entiende la lengua en que están escritos los ideogramas, ¿acaso nuestra comunicación con lo expuesto se reduce al ámbito visual o, al contrario, puede alzarse a la altura de un sentido no necesitado de la presencia de especulación discursiva alguna? Planteada así, la pregunta provoca una partición de aguas previsible. En la vertiente de la comunicación únicamente mental (una que busca entender con la razón) se ubica casi unánime el criterio occidental (con la reseñable excepción de Jacques Lacan). En cambio, la caligrafía japonesa (en acuerdo argumental con, por ejemplo, el Zen) ante la incitación escrita ofrece una comprensión cuya fuente radica en lo sensorio, caja de resonancia de un sentido que acaba rescatando (desde otro punto) también lo mental: estrictamente hablando, quien comprende, entiende nada.
Una exposición de caligrafía ya hecha el público suele percibirla (en parte porque así la planteó el museo) como composiciones en dos dimensiones. Dejada a ella misma, la percepción visual nos conduce apenas al umbral del sentido lingüístico. Porque si bien lo que miramos dice algo, no lo dice para nosotros, ajenos a esa lengua. Como paliativo ante lo que consideró una discordancia, la curaduría agregó cartelitos con traducción (aproximada) de textos y poemas caligrafiados. Kaku se acantona entonces en el puro arte visual, como caligramas que igualmente podrían haber sido escritos en árabe, latín o persa. Tampoco resuelve este asunto recordar caligramas occidentales compuestos a comienzos del siglo XX por Apollinaire, Huidobro o Picabia: en ellos se percibe la grosera Anschluss (anexión) de una forma de diagramación por el (superficial) sentido racional de lo que se pretende comunicar. En todo caso podrían sernos útiles poemas visuales como los del catalán Joan Brossa, con amplísimo espacio libre para que el espectador recomponga el sentido de una somera incitación visual: ese guante, aquel alfiler, un sello postal, todos levemente intervenidos.
Un hecho es cierto: el no hablante japonés que visita la muestra caligráfica de Hamano reacciona a partir de materiales que tienen que sostenerse por estrictas cualidades plásticas. La no comprensión de los textos desnuda la contextura estética de lo mostrado, exigencia más que legítima y deseable. Procedemos con Hamano igual que con la obra de un Eduardo Stupía, de modo continuo interpelada, como sabemos, por la escritura simbólica.
Veamos ahora la otra cara de la moneda. El grueso de lo mostrado en el Palais de Glace fue producido por Hamano durante su estadía de dos meses en Buenos Aires. Se trata en este caso de una escritura haciéndose, pensada y plasmada con el fin de convertir el museo en espacio caligráfico total. La pared circular de la sala central se vio revestida por un lienzo gigantesco con los nombres de 1.360 japoneses censados en Buenos Aires en 1968, amén de otros 790 pioneros y, luego, en pliegue adicionado en un espacio de salida, otros nombres nipones. Nos envuelve la visión de una humanidad de inmigrantes, inscripta en las paredes del museo. La instalación escriturística se vuelve trama, bosque, erupción de vitalidades, murmullo de voces que, en su dicción, dejan de ser desconocidas.
El patio circular se torna envolvente comunidad nipona. El detalle del lienzo hace visible el intenso jugueteo visual de toda escritura que expresa lo vivo: aparecen toponímicos de Okinawa (de donde procede el setenta por ciento de emigrantes japoneses a la Argentina); se agregan borrones, tachaduras, garabatos, signos incomprensibles. Todo compuesto en un grafismo suelto, leve, a mano alzada, nada deseoso de hacer buena letra. Lo escrito va determinando los movimientos del espectador. El cuerpo gira desde el centro del recinto, casi en su perímetro, para no tropezar con misteriosos papeles de forma tubular apoyados en el suelo: cada uno designa el nombre de un desaparecido de origen japonés durante la dictadura militar de los años setenta.
Se restablece la comunicación entre público y material presentado. Es una comunicación que no pone como requisito entender de antemano lo que enuncia. Jacques Lacan (mencionado por Hamano) nos da una pista certera para comprender la situación. En su “Advertencia al lector japonés”, prólogo a la traducción de sus Escritos en lengua japonesa, advierte que “la comunicación hace resonar allí un sentido”: allí designa el cruce entre la imagen ignota y una mirada que es capaz de captar su sentido de todos modos. Estilo (remata Lacan, remata Hamano) sería precisamente aquello que no se traduce pero igualmente consigue recrear el presente de una comunicación. La escritura de Hamano tiene estilo. Como sin duda la de Lacan.
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