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Presentación. Desde un acercamiento solamente capilar y frente a ciertas dimensiones de Presentación de Rodolfo Fogwill, una fisonomía de rasgos múltiples que involucra desde la tipografía hasta el grosor del volumen, pasando por un formato atípico dentro de la escuadra tradicional de las publicaciones de la editorial Blatt & Ríos y el precio —medidas cuanto menos llamativas, de un lado o del otro de la escala—, cualquiera podría sentirse abrumado: fuente de cuerpo chico, quinientas y pico páginas y ciento sesenta y dos notas al pie en un 24 x 16. Ese roce superficial con el libro, tan elocuente en lo que comunica cuando se lo expone en algunas cifras, no alcanza a opacar, sin embargo, nada de su otra magnitud, una que se multiplica y expande en otras cantidades y calidades que se advierten apenas se lo hojea y mucho, muchísimo más si uno se abre a la lectura. Dedicado exclusivamente a la obra en prosa del autor, Presentación… inicia su recorrido desde el concurso con el que Fogwill —con o contra; hay un valor de oposición no necesariamente negativo que cruza toda su performance pública como escritor— irrumpió en la narrativa argentina y llega hasta el “Epílogo” que supone, precisa y fogwilleanamente, La introducción. Acompaña un trip narrativo y periodístico de casi cuarenta años e incluye, además de un suculento índice de bibliografía consultada, un originalísimo capítulo fotográfico en el que aparecen las portadas de todos los libros de Fogwill que Strafacce usó para su lectura.
Hito. Como bien se encarga de informar la contratapa, este Fogwill, el “Fogwill de Strafacce”, distinto de su Aira, “cartográfico”, y de su Lamborghini, una biografía, es un libro de lectura, una lectura crítica que se expande en una serie de astillas fractales filosas y de un brillo centellante cuyos resplandores pueden alumbrar sitios insospechados. Intertextualidades, vínculos históricos, impactos culturales, hipótesis idiosincráticas, discusiones incluso con una idea que se tuvo antes y se corrige después en torno a una pregunta que es en sí misma un desafío —¿por qué un escritor como Fogwill escribiría una novela “mala” como Vivir afuera?—, valorativas, contracanónicas o asertivas, las aristas de las lecturas críticas de Strafacce —¿es una o son muchas ?— conforman un fondo fogwilleano, un precipitado o un marco de apreciación tan sólido como la poética del autor que lo motiva.
¿Exageración? Por lo ocurrente de su título, el libro podría suscitar otra cuestión previa a la lectura: ¿hacía falta presentar a Fogwill? La respuesta es que, si iba a presentárselo así, entonces claro que hacía falta. Lo descomunal, la desmesura puesta en páginas por el trabajo de Strafacce —una desmesura cuyas ampulosidades pueden crecer con total frescura a la sombra y en el humus de su objeto—empuja e incita, además de a la admiración, a ciertas correrías: ¿sería muy aventurado arriesgar que la forma de este libro, el modo en que está hecho y editado recupera a su modo, y evoca en cierto punto, aquella consagración bibliográfica vía investigación, apertura y rigor crítico a las que solían ajustarse los de la Colección Archivos o los de la Biblioteca Ayacucho? Con mínimos toques académicos para sostener juicios sobre las operaciones narrativas de Fogwill —Genette o Kristeva, por caso—, la lectura de Strafacce es en cierto modo más plebeya, despojada del acartonamiento del paper —aunque se autoperciba “monografía”—, juguetona y muy, muy sugerente. Al abordaje cronológico de las publicaciones de Fogwill le sigue un breve agregado con el título “Se escribió [sobre…]” en el que se recuperan lecturas contemporáneas, o casi, a cada una de ellas, adendas que conformarían una suerte de aparato metacrítico anterior y aledaño al que se lee ahora. Los comentarios de Gudiño Kieffer, en 1985, y Ariel Schettini, en 1995, a la primera y segunda edición de Pájaros de la cabeza son como otro par de nuevas y diversas lentes para acercarse al que Strafacce considera el mejor libro de Fogwill. El rescate de una nota de 1983 en la que Norberto Soares escribe sobre Ejércitos imaginarios y discute si se estaba entonces ante un escritor de vanguardia no debería pasar desapercibido. A diferencia de los volúmenes de Ayacucho o de Archivos, Presentación… es una lectura en solitario, pero de algún modo también es un unipersonal con coro, dialogado no sólo con el propio Fogwill. A “lectura” Strafacce le antepone siempre el posesivo “nuestra”.
Velocidad. A Fogwill lo vi por primera vez a mediados de los noventa en las oficinas de una empresa argentina con presencia mundial, un piso alto de la torre Pirelli en Juncal y Maipú. Yo trabajaba como cartero, y mientras esperaba que una aburridísima secretaria sellara los casilleros de la planilla para certificar la recepción de las piezas que estaba dejando, entró. Se quedó a un lado esperando para anunciarse y yo, pudorosamente, me le acerqué. “¿Usted es Fogwill?”, le pregunté. Me tomó fuerte de un brazo y me corrió hacia un rincón. “Shhh, callate”, conspiró. “Sí, soy yo”, agregó, “¿por?”. Un poco asustado saqué de mi bolso de reparto el ejemplar de Pájaros de la cabeza en la edición de Catálogos que venía leyendo y se lo mostré. “Ah”, dijo. “¿Y? ¿te gusta?”. “Mucho”, le contesté, “no lo puedo parar de leer”. Me respondió con un insulto y cerró: “Yo no lo pude parar de escribir”.
Una de las características que Strafacce le atribuye a la mejor prosa de Fogwill, la de los cuentos casi nouvelles de los ochenta y noventa —“Camino, campo, lo que sucede, gente” o “Restos diurnos”, entre otros—, es la velocidad. No es apuro ni atropellamiento, es un ritmo, una respiración —y con lo artificial de la respiración habrá otros jugosos emparejamientos cuando se trate del duelo entre “Quique Fog y Ricky Pig”, Vivir afuera o de La introducción—, una cadencia propia que viene y es efecto del dictado de una voz, aquella que Fogwill reconoce en el “Prólogo” a los Cuentos [falazmente] completos, como una especie de virtud hallada y perdida con el tiempo. Velocidad, fluidez, recursividad y despliegue de frases en incesante proliferación son las “notas centrales” de la mejor prosa de Fogwill, dice Strafacce, un flow de la escritura que se contagia a la lectura como si una y otra fueran pasajeras a bordo del Porsche de Alberto Marzó en “Sobre el arte de la novela”, o como si fueran una música que acompaña ese viaje.
Realismos. De vuelta, en eterno retorno no habiéndose ido nunca, sumando capas y complejidades en su re o desrealización, la categoría realismo revive una y otra vez. Strafacce lo asume en el “Prólogo” y declara que los cuentos de Fogwill son cuentos realistas. De inmediato se pregunta “¿qué clase de realismo es el de Fogwill?”; y la respuesta seguida es excepcional: “desviado, nunca mimético, jamás televisivo, never cocoliche”. Lejos de clausurarse con ese adjetivado, la cuestión será un músculo que ejercite a lo largo de todo su trabajo. Por exceso, por la hipersensorialidad, el estado de exaltación y las lucidísimas alucinaciones —intelectualmente agudas y poéticamente lujosas— que provoca “la droga”—que muchas veces es nada más que la prosa—, por la acumulación de objetos comunes en series o por su irrelevancia hecha de cameos narrativos, temas candentes y su modo visceral o descarnado de tratarlos —algunos de los déficits estéticos de Vivir afuera que enumera Strafacce—, el realismo “de Fogwill” tiene algo así como una magia, opera como un encantamiento, seduce como lo harían algunos de sus personajes en acto de levante. Velocidad y peripecia, dirá Strafacce, aunque a veces no pase nada.
Ser escrito. En la entrevista para el libro de Graciela Speranza Primera persona, que Strafacce cita a menudo —el reportaje de su célebre autobiografía—, Fogwill dijo aquello de que escribía para no ser escrito, algo de lo que a continuación se desmarcó. Lo hacía —también— “para operar sobre el comportamiento, la imaginación, la revelación, el conocimiento de los otros. Quizás sobre el comportamiento literario de los otros”. No obstante, si uno quisiera detenerse en aquel ser escrito del comienzo, podría abrir todo un abanico de acercamientos e interpretaciones alrededor de los significantes que componen el sintagma, sus connotaciones y sus significados recargados una vez que fuesen puestos en contexto de uso, uno que involucra específicamente a un hablante escritor llamado Fogwill. Afortunadamente para nosotros, una estación de sentido de ese ser escrito que acaso temía Fogwill es este espléndido trabajo de Strafacce. Otro tanto lo harán las “operaciones”, ese inacabable eco Fogwill del que nos complace volvernos una animada reverberación.
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