Otra Parte es un buscador de sorpresas de la cultura
más fiable que Google, Instagram, Youtube, Twitter o Spotify.
Lleva veinte años haciendo crítica, no quiere venderte nada y es gratis.
Apoyanos.
Theodor Adorno creía que la música sólo es capaz de comunicar lo que es propio y nada más: “esto significa que las palabras y los conceptos no pueden expresar el contenido de la música directamente, sino en forma mediada, como filosofía”. Federico Monjeau intentó tener presente ese mandato en todos los planos de la escritura. Ese esfuerzo transformó las preferencias y los modos de escucha de varias generaciones.
Monjeau ha muerto a los sesenta y tres años, el pasado sábado. Por casi cuatro décadas, apenas regresado del exilio brasileño, fue una figura central en el espacio público, ya sea en el periodismo, el ensayo o la academia. Comenzó a ejercer el periodismo en el diario La Razón cuando Jacobo Timerman trató de convertirlo en el portavoz del proyecto alfonsinista. De inmediato, se distinguió como una voz fresca, con un lenguaje fuertemente impregnado de conceptos y giros con reverberaciones adornianas. Federico, con el tiempo, intentó ir más lejos de esa “exterioridad” para adentrarse en el corazón de su pensamiento, en un camino que a veces se cruzaba, y a veces se separaba, de otros grandes musicólogos de un linaje parecido, como el alemán Carl Dahlhaus y la norteamericana Rose Subotnik. Como ellos, a su modo, consideró que la estética debía explicar desde un punto de vista hermenéutico y fenomenológico las dimensiones intencionales “reales” del arte. El problema de la verdad. “Explicarla”, repito, y ese esfuerzo lo describe con precisión Beatriz Sarlo en su artículo recordatorio publicado en Clarín. En uno de sus párrafos presenta a Monjeau diseccionando los cuartetos de Beethoven frente a los integrantes del Club de Cultura Socialista que funcionó tras la recuperación democrática. Si se salvan las distancias y las épocas, podría haber sido una situación descrita por Thomas Mann en el Doctor Faustus que, sabemos, se construyó bajo el tutelaje de Adorno. O un fragmento de En busca del tiempo perdido.
Federico se distinguió además desde esos años ochenta por su decidido apoyo a las vertientes del modernismo musical, ya sea las figuras establecidas (Gerardo Gandini, Francisco Kröpfl y Mariano Etkin) o las emergentes, por entonces representadas en la efímera agrupación Otras Músicas, que intentó pelear por sus espacios propios de difusión. Siempre fue un ensayista involucrado en la dinámica semanal de las redacciones periodísticas (Página 12, Tres Puntos, Clarín). Pero donde su firma quedó impresa en tonos épicos fue en Lulú. La revista-libro, que tuvo cuatro números, publicados entre 1991 y 1992, o sea, al inicio de la convertibilidad económica, definía, no sólo desde el nombre, con toda su carga simbólica, un modo de intervenir en el campo. Era, como se explicitaba, una revista de “teorías y técnicas musicales”. Fue el intento más serio y decidido de pensar la actualización de la música académica cuando aún se regía inercialmente por el canon que había fijado Juan Carlos Paz en Introducción a la música de nuestro tiempo.
En esos años en que la computadora personal era aún de uso minoritario, el CD importado comenzaba a proliferar como signo de la apertura económica y la fotocopia de las partituras esenciales circulaba en un mercado negro de la información, con contraseñas e interdicciones, Lulú rearmó casi por completo el mapa musical “culto”. Fue un espacio de intersección de escritores, compositores y periodistas. Figuras como Morton Feldman, Mauricio Kagel, Silvestre Revueltas, el último e institucionalizado John Cage, irrumpieron en sus páginas como una revelación para muchos de sus lectores. Ya en el primer número, Monjeau reseña la publicación en Editorial Ricordi de Eusebius (cuatro nocturnos para piano o un nocturno para cuatro pianos) y Eusebius (cinco nocturnos para orquesta). Hace, más bien, una descripción analítica y neutra de esas obras, pero sobre el final, está convencido de que ambas partituras “constituyen uno de los ensayos más audaces de Gandini; ensayo en su sentido más preciso, como puesta a prueba de unos procedimientos completamente originales”. Con el tiempo, la ubicará junto con “las grandes obras de nuestro tiempo, como el Concierto para violín de György Ligeti o Rothko Chapel de Morton Feldman; grandes no sólo por su originalidad y su belleza, sino por haber redescubierto una dimensión expresiva que en algún momento pareció erradicada de la música contemporánea”.
“Originalidad” es la palabra que une a la distancia temporal una y otra mirada sobre Eusebius. “Originalidad” fue, al lado de “complejidad” y “autonomía”, el concepto rector de “En torno del progreso”, el ensayo que Monjeau escribe a los treinta y cinco años, cuando esas categorías eran sometidas a un fuerte escrutinio en Europa y Estados Unidos. Estamos en 1992, y él, en Buenos Aires, se pregunta “qué queda” de la noción teleológica que Alemania en particular le imprimió a la música desde mediados del siglo XIX. Es un escrito que destila malestar por la “disponibilidad” de formas, materiales y tradiciones, una proliferación y descentramiento que, en definitiva, observa, hacen “muy complicada la perspectiva de un progreso” y, algo peor, la “posibilidad de una teoría estética”. La tecnología, por su propia carrera armamentista, es la única que, asociada a la música, pareciera ofrecer una idea de avance. En este ensayo, que su autor ampliará una década más tarde como parte de su libro La invención musical, se discute con gran lucidez, y siempre con ecos adornianos, el problema de la organicidad de las obras. Monjeau expresa también un vehemente rechazo al eclecticismo y a los minimalistas, que en rigor no sonaban ni se enseñaban en esa Buenos Aires.
“Revisar las convenciones significa comprender también lo que alguna vez fue necesario”, concluye ahí Federico, con una audacia estimulante. El horizonte crítico, previene igual, no debería ser fijado por la lógica posmodernista. Lulú fue el emprendimiento descabellado de un país donde las industrias discográfica y editorial se derrumbaban. Sus cuatro números tuvieron una fuerza irradiadora y, de alguna manera, legislativa. Las referencias no sólo se habían ampliado: invitaban a seguir ensanchándose, aunque con visado previo. En esos dos años, se suscitó una sola discusión, entre el director y los compositores Graciela Paraskevaídis y Coriún Aharonián, sobre la pertinencia de llamar Lulú a una revista argentina. Monjeau esgrimió la razón cosmopolita en defensa del nombre. En el intercambio de “cartas al director” y sus respuestas, abundaron las ironías punzantes y delimitaron, fuera de las páginas principales, el espacio de esa única abierta controversia. No he encontrado otro duelo que lo involucrara hasta un incidente menor en 2014 con una nueva camada de compositores y a raíz de un concierto.
El “programa” de Lulú se trasladó a las páginas de Clarín en un momento especial del diario, cuando, bajo la dirección de Roberto Guareschi, cambia al formato color, se contrata a los mejores periodistas y columnistas, y se establece una red de corresponsales en las principales ciudades del mundo. En ese contexto, todavía lejos del “periodismo de guerra”, que incluirá viajes por el mundo y encuentros con celebridades, Monjeau trató de preservar la forma solapada del microensayo y las ideas más fuertes que organizaron lo que entraba y quedaba afuera en términos de valoración estética. La matriz modernista, con su derivación feldmaniana, permanecerá imperturbable (durante los últimos años tuvo un especial interés en la figura de Ruth Crawford Seeger, una compositora norteamericana que puede escucharse como el doble femenino de Charles Ives). El espectralismo y sus herederos no le suscitaron demasiado entusiasmo. La palabra de Federico fue vital, junto con otros periodistas, para sostener el Festival de Música Contemporánea de la Ciudad de Buenos Aires que dirigió Martín Bauer. La influencia de Monjeau no sólo se hacía sentir en la aceptación de su público de la superioridad de la “escucha estructural” frente a otros modos de relacionarse con el objeto. Los educó en proezas como la audición concentrada del Cuarteto o For Philip Guston, obras de Feldman que duran más de cuatro horas. Les recomendó con entusiasmo las óperas de Oscar Strasnoy, un compositor ajeno al paradigma del modernismo.
Lo que me devuelve a Gandini. ¿Fue él modernista? Desde ya que no. Se ubicó en las antípodas de la tradición germana y de la misma idea de “material” de Adorno. Se destacó por sus vínculos singulares con la intertextualidad y los usos del pasado. Esos rasgos no fueron un obstáculo para que Monjeau lo convirtiera en un nombre propio vectorial. A lo largo de los años, y hasta su muerte, el compositor y extraordinario pianista mantuvo el lugar del interlocutor privilegiado y voz autorizada. En una entrevista del 2 de marzo de 2011, Monjeau lo consulta sobre los “rasgos comunes” de las nuevas generaciones de compositores. Parte de ellos participaron de los cursos que impartía con Marcelo Delgado. Y dice Gandini: “en principio, te diría que hay algo que no me gusta de esta generación, o digamos de los tipos que tienen treinta o cuarenta años menos que yo, que es su pasión por las técnicas extendidas”. El ensayista quiere saber a qué le atribuye esa preferencia. Gandini dice que no lo sabe, pero arriesga una hipótesis: “Es la ideología de [Helmut] Lachenman, de hace más de veinte años, y no creo que Lachenman siga escribiendo así. Creo que de alguna forma es más fácil pensar en el ruido, en el efecto, que en la nota. Los tipos no piensan en notas, en sonidos. Es algo que yo no termino de entender… Tal vez estoy viejo para estas cosas, o tal vez ellos se equivocan en algo. No puede ser que haya diez tipos y los diez usen lo mismo”. Aunque en boca de Gandini aparece de manera vaga, quizá más como alusivo a una moda, una impostura, para Monjeau el concepto de ideología debió remitir siempre a su acepción más contundente: la de falsa conciencia que borra las contradicciones de la vida.
El Adorno de Monjeau ha sido por lo general el menos dogmático. Theodor Ludwig Wiesengrund insistía en la necesidad de considerar una estructura musical en su autonomía formal, así como en su relación con diversas estructuras y contextos ideológicos. Adorno creía además que las tendencias sociohistóricas pueden “leerse” de la estructura misma de una obra de arte y que es precisamente el contenido social así incrustado en la forma artística lo que constituye el significado último del arte. Federico se abstuvo en buena parte de sus trabajos de seguir el camino de la hermenéutica de lo social. Evitó elucidar los vínculos entre música y política a través del análisis técnico de una obra, como recomendaba su gran influencia intelectual, así como lo estrictamente político. Eso lo llevó a tener una valoración menor de La casa sin sosiego, la ópera sobre los desaparecidos que Gandini escribió junto con Griselda Gambaro en 1992.
Se ha nombrado a Mann. Debería agregarse a Proust, acaso otro nombre propio de vital referencia en la construcción del estilo Monjeau. Me atrevo a añadir a George Steiner. Quizá me equivoque (esta despedida se escribe con el ritmo de la urgencia y quizá los olvidos). Federico amaba la música brasileña, cierto tango y a Keith Jarret (me quedo corto con sus predilecciones, sólo algunas se nombran al pasar, pero son indicio de sus aperturas). Razones que escapaban a su propio corpus lo llevaron a una tal vez excesiva ponderación de Prince (a veces sus juicios se teñían de un inescrutable trasfondo sentimental que nunca disfrazó de objetividad: sólo de una gran prosa). Estaba escribiendo un ensayo sobre Martha Argerich. En febrero se publicará Viaje al centro de la música moderna, las conversaciones que mantuvo con Francisco Kröpfl y que editará Gourmet Musical. Parte de sus últimas crónicas irradiaron una luz diferencial en el mar amarillista del gran diario argentino. Anomalías en medio de un lenguaje rústico. Se lo leía para aprender y (tratar de) discutir. Se lo buscaba para comprender sus subrayados y silencios. Se lo mapeaba en el juego de los posicionamientos de coyuntura (qué tan cerca o lejos podíamos estar de él y sus afinidades, de sus apologías y berrinches). La lectura de los postadornianos (Tia DeNora, Antoine Hennion, Lawrence Kramer) lo encontraron, en mi caso, como un fantasma permanente. Fantasma querido. Monjeau, el intelectual, nunca aspiró a funcionar como un mandarín de la escena musical. Ha sido generoso, incluso en su visible cansancio. Con su partida se cierra una praxis única y sin herederos. Parábola excepcional que lo encontró en sus inicios disertando sobre Beethoven en el Club de Cultura Socialista, frente a un auditorio “mayor”, y que ha concluido en medio del retroceso de la escucha y el predominio del algoritmo en la formación de los gustos. Lo que se dice, un drama de los sentidos.
Imagen: Sin título (tríptico del ábside, pared norte), de Mark Rothko, Capilla Rothko, 1965.
En abril de este año, la editorial argentina dedicada al arte sonoro Dobra Robota publicó Disonancia social, la edición en castellano de Social Dissonance de Mattin (Urbanomic,...
El DIA Art Center ha montado una doble exposición del cineasta y artista británico Steve McQueen. No he podido ver un espectáculo de música y luces...
En el último Borges —que había mutado de su conservadurismo hacia una especie de utopía ética de la belleza, unida a su experiencia del sintoísmo en el...
Send this to friend