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No reflexiono siguiendo un hilo conductor prefijado o esquema. Prefiero observar lo que surge en la mente al discurrir: se presenta ante nosotros una constelación de destellos que, por vía intelectiva, hay que comprender, o sea, organizar y transformar en algo capaz de ser entendido, ahora sí, según el hilo conductor de un trayecto consecutivo de palabras. Primera observación (crucial): “lenguaje” es lo que llega después. Siempre acaba adviniendo (en el mundo humano no hay mutismo que dure). Pero, también, llega sólo cuando toma forma después de que algo ha pasado, lo que Agamben y mil otros llaman experiencia. Decir lo cual no es ocioso para lo que sigue.
Feminismo. Es el primer vértice. Todo mi apoyo a quienes dicen que, de producirse, la revolución será feminista y ecologista o no será. Así será el forcejeo de los próximos decenios. Hablar de feminismo, segunda observación, no significa mentar un problema puntual (la igualdad) o un género en exclusiva (las mujeres), sino una marea expansiva repleta de capas y etapas, de giros y variantes en lo que hoy llamamos movimiento feminista. Se lo puede comparar con el movimiento hacia el socialismo en Europa, desde los levellers (o diggers) del siglo XVII, pasando por la Conspiración de los Iguales, Owen, Proudhon, Marx y sus muchísimas relecturas y secuelas. El socialismo llega exhausto a un siglo como el nuestro en el que, si queremos asegurar vida humana en el planeta, tendremos que empezar todo de nuevo. En cambio, el feminismo consiste en empezar todo de nuevo. Como en cada ciclo gestatorio, busca culminar en un nacimiento. Si tiene futuro es porque se asoma a hombros de gigantes, desde un pasado glorioso en pos de un futuro que le corresponde en buena medida estimular, y alumbrar. Ahora bien, considerado en detalle, el pasado del feminismo no se refiere solamente a luminarias de sexo femenino (de las heroínas griegas a Virginia Woolf, de Rosa Luxemburgo a Donna Haraway), sino al modo en que dichas féminas articularon su indispensable aportación a las luchas legítimas de los movimientos de cambio de épocas sucesivas en variedad de países. Hoy el feminismo está en plena configuración y ampliación. Nadie entendería que una sola postura intente apropiarse la marca. Como nadie concebiría que un sector del socialismo pueda creerse “auténtico” (aunque este esperpento, ay, ya ocurrió). El feminismo es una semilla que a todas y todos nos toca comprender y, antes que eso, defender y cuidar, para que crezca y dé frutos. La semilla del feminismo ha de ser criterio de organización social y a la vez sendero hacia las fuentes de cada individualidad, sea esta femenina o masculina.
Deseo. Desde hace siglo y medio se habla mucho de deseo (a veces como anhelo, Wunsch; a veces como lujuria, Begierde o lust). Tanto que a veces el barullo de los discursos explicativos impide escuchar el silencio de un misterio que nos constituye, pero cuya fuerza radica en su tozuda indecibilidad. Como los humanos somos bichos parlantes, siempre buscaremos decir algo para al menos calmar lo que, si no estamos muy dormidos, sabemos que nunca podremos colmar. Entonces, ¿por qué no invertir el procedimiento? En vez de hablar del deseo (¿quién dijo que las cosas sólo se resuelven cuando las verbalizamos?), mejor sería escucharlo y a partir de allí vincularlo (o no) a los discursos existentes (esta sería mi tercera observación). La escucha requiere silencio; y este, aprendizaje y entrenamiento. ¿Qué se escucha cuando cultivamos en nosotros el silencio? Que el deseo surge antes de cualquier definición biológica de sexo o de cualquier tipificación cultural de género. Además, percibimos que, si insistimos, nos orienta por caminos no balizados, propios de seres “únicos e insustituibles en el universo”, según afirma Sekkei Harada. Seguirle la pista al deseo exige dejar en suspenso las mochilas discursivas (el marco genital o los discursos dominantes en materia de repartición de funciones por género). Sólo cuando se suspende el mandato social de la dupla sexo-género surge una opción creíble y factible para reconstruir lo humano, desde sus actuales despojos. Podremos partir de una mejor percepción de la humanidad y, gracias a la aceptación de lo propio, tal vez nos hagamos capaces de percibir y aceptar la infinita variedad de versiones realmente existentes.
Siendo concretos y auscultando a fondo, muchísimos adultos podríamos reconocer que en las incursiones genéricas se entrelazan rasgos, apetencias, fantasías, instintos, ocupaciones, que desafían la bipartición convencional de lo femenino y lo masculino. Cada cual hará su lista particular. Me limito a sostener que todo ejemplar humano, tenga pito o vagina, resulta una mostración peculiar de lo femenino y de lo masculino. Cada ejemplar es una versión. Lo que vemos en nosotros y en los demás no es más que combinación o mezcla: a veces por aleación, otras por amalgama y en no pocos casos por emulsión fugaz. No se trata simplemente (que también) de comprender la diversidad de significados atribuidos al hecho de ser hombre o mujer. Ni se trata sólo (aunque también) de asimilar los distintos contextos (trabajo, familia, política, etc.) en los que dichas categorías adquieren sentido. Aquí aparece la voz de Judith Butler en entrevista reciente: “Si bien es verdad que hay quienes se identifican como no binarios (es mi caso, por ejemplo), considerar el género como un espectro me parece más pertinente que la oposición binaria hombre/mujer”. Remata diciendo: “Siempre habrá diferencias en materia de género. Aunque sigo rechazando la idea de que sólo habría, en materia de género, una única diferencia, la que se da entre hombre y mujer”. El género como espectro, como distribución de la intensidad de las magnitudes complejas de lo humano. ¡Un programa que vale la pena suscribir!
Elfriede Jelinek. No existe un alma o naturaleza femenina, aunque siempre hubo quien la sostuviera (y a bastantes tienta en la actualidad). Con lo cual, si existe un enemigo, este no es una esencia masculina intrínsecamente mala. Lo que sí se produce es una construcción social de ambos géneros. Parece avanzar un acuerdo en este sentido, asentando en investigación y experiencia aquella afirmación fundante de Simone de Beauvoir: “On ne naît pas femme, on le devient”, sentencia de concisión lapidaria y veracidad fuera de dudas. Queda decir lo mismo de los varones. Es preciso que muchos de género masculino se aperciban de este asunto. En breves palabras: las mismas disposiciones que suscitan el alma rosa violáceo de lo femenino son las que enardecen la coloración azul ennegrecida de la actitud y el comportamiento masculinos. Esas disposiciones son los determinantes sociales. Todos los humanos somos cuerpos disciplinados, sujetos, dominados. En tales condiciones, para un hombre, “ser feminista” no es más que la decisión de partir de algún sitio fiable donde apoyarse en la lucha por su propia liberación, aceptando dejar libre a la mujer como condición para su des-sujeción; y aceptando el liderazgo femenino en terrenos de los que el hombre desertó por cansancio, ceguera o perezoso oportunismo. Y así como nos salvamos juntos o no se salva nadie, aquello que en las sociedades actuales (capitalistas, deberíamos poder decir sin temor) nos constituye genéricamente son unas condiciones de dominación de las que nadie queda exento.
Aquí es donde entra la austriaca Elfriede Jelinek, fina escritora, feminista en activo y combatiente social. Reflexiono sobre algunos aspectos de una novela suya de 1989, anterior al Premio Nobel de 2004. Llegó en castellano como Deseo y se refiere a los movimientos de concupiscencia (apetito de placeres deshonestos) y codicia (ansia vehemente de poseer) inscriptos en la palabra alemana original: Lust. El texto cuenta el grave trastorno que sufre en el hombre (y sólo como consecuencia, si bien huracanada, en la mujer) el libre flujo del deseo cuando aparecen incontenibles ansias de dominación que deshumanizan poco a poco el placer. La novela describe con paciencia de cirujano y notable pericia lingüística el carácter enfermizo de una sociedad que proclama la liberación sexual para mejor ocultar el aherrojamiento de las mujeres a un capricho masculino animalizado, así como la progresiva perversión del deseo femenino, desencajado en la prosecución de su desesperado (aunque sumiso) afán. Se ha comparado Deseo con otros textos: Historia del ojo, de Georges Bataille, o Justine del marqués de Sade. Pero (y esta será mi cuarta observación) la peculiaridad del texto de Jelinek y su aportación al actual debate feminista las veo en la descripción detallada del paralelismo de mecanismos del poder, se ejerzan del hombre hacia la mujer o desde el socialmente dominante al dominado. Una especie de teorema de Thales de la sujeción, en el marco idílico y aséptico de una sociedad alpina todavía algo rural pero muy desarrollada, situada en el centro germano de la Europa de posguerra. Así se resume a mi entender la tesis de Jelinek: la construcción del género constituye un modelo para comprender las relaciones de dominación. Late en su texto la idea de inter-seccionalidad, cultivada en Estados Unidos por Kimberlé Crenshaw y desarrollada en Europa por pensadoras como la belga Isabelle Stengers o la francesa Elsa Dörlin. Todas ellas, contemporáneas de Jelinek. No señalo fuentes, menciono afinidades.
Referido al dibujo de geometría variable propuesto en el título, el libro de Jelinek es digno de mi desafío. Constituye en sí mismo un experimento exitoso por su lenguaje poético y unos recursos retóricos complejos que ambientan la simple trama de lo presente, así como por la inter-seccionalidad que mencionaba. Hace justicia al adagio que sirve de bandera a tantos novelistas que hemos leído y en algún caso visto trabajar: la narrativa se nutre de poesía. En el caso de Jelinek, el tratamiento del texto como música y como metáfora hace viable descender al abismo del sojuzgamiento sexual y degradación moral, sin que la novela se vuelva pornográfica: exhibe la dureza casi insoportable de la mostración de unas vejaciones asquerosas, sin mengua de una piedad teñida de ternura. A medida que avanza, la novela desarrolla una técnica narrativa que especifica la continuidad-contigüidad de todo lo que capta su mirada: el cuerpo de “esta mujer” (Gerti) con la naturaleza por la que se desliza esquiando, por la cocina, la masa de cocción o el alimento en general, su individualidad con la corporeidad de las demás mujeres, su carácter indisociable de la figura del “director” (también llamado marido, dueño, señor, papa, dios, y sólo en dos ocasiones por su nombre, Hermann), el cual trae por arrastre al resto de hombres, que lo admiran y temen. Y finalmente la música y otros sonidos, que operan en el relato al modo como, según Antonio Gramsci (alusión no gratuita), actúa la ideología en el todo social: aglutinante discursivo, sólo que en este caso inmaterial, sin la bastedad del cemento gramsciano. La retórica de Jelinek es tan arriesgada como su relato. Intervienen un constante flujo de conciencia, narración en la narración y la atención flotante o duermevela. Coronando este retablo de la fluidez, practica el cambio constante de personas del verbo y de modos de conjugación, en ausencia de todo diálogo.
“Deseo” es aquello que se frustra en el personaje de “esta mujer”, por su complicidad y oportunismo, y por las condiciones estructurales, económicas, sociales, simbólicas. ¿Dónde ubica Jelinek su feminismo? En la búsqueda de un nuevo vacío capaz de contener el deseo femenino y masculino. Eso la lleva a la crítica (feroz) de los impedimentos mencionados. A la víctima principal (“esta mujer” y el resto de sus congéneres) la trata de manera, si se quiere, compasiva. Al victimario (“el director”, figura de todos los hombres) le dedica una comprensión simplemente sociológica. Se trata de un relato que parte del dolor y que, escritura mediante, lo transforma en sufrimiento. Pero no incluye redención, happy end o alguna mágica disolución de la injusticia. Se queda en una brega desolada no exenta de esperanza (¿esperanza política?). Esta novela invita a las personas que se toman el feminismo en serio a quedarse inmóviles, en silencio, ejercitando la atención a la respiración. Así podrán dejarse inundar, atravesar, absorber, iluminar por la escritura penetrante, difícil pero humanizadora de Jelinek.
Imagen: detalle de “Nature Girls (Jumping Janes)”, de la serie Body Beautiful, or Beauty Knows No Pain, de Martha Rosler, 1965-1974.
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