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Fuga y misterio: en torno al cine de Raúl Ruiz

DISCUSIÓN

Hay un montaje invisible y paradojal en la infancia de Raúl Ruiz, que conecta su naturaleza intemporal como creador con los secretos de una época popularmente ilustrada que se propuso conectar lo masivo con la vanguardia sobre la enorme página todavía en blanco de la modernidad. Pero Ruiz va a ser moderno con la conciencia de que las revoluciones estéticas y los cambios de paradigmas artísticos son todavía posibles en la época del pesimismo crítico y la crisis autoral, y eso lo vuelve único entre los mejores. Para entender esa posibilidad, primero es necesario vincular —como lo hace Alejandra Rojo en su documental Contra la ignorancia: la ficción (2016)— a maestras de escuela con marineros aventureros para definir el ADN de un director de cine con un sentido milagroso de la creación, que apunta siempre a la obra “por venir” y dotado, por ello mismo, del mérito casi siempre desdichado de lo inconcluso, lo inalcanzable, lo que se resiste al inventario. Fragmentos de vidas posibles, pedazos sueltos de memorias que son sólo probables, pasajes entre segmentos de una filmografía inabarcable hasta para su propio hacedor. Con esas evidencias sin embolsar ni precintar, el documental de Rojo se rinde ante el hecho simple aunque irrefutable de que la vida y la obra de Raúl Ruiz son, definitivamente, inaprehensibles, y se limita, por lo tanto, a tender una finísima red de celuloide que demore lo menos posible —su película dura poco más de sesenta minutos— algunos rumores, supersticiones y secretos. La recaída en Francia luego de la destitución de Allende marca para Ruiz el paréntesis que Rojo vincula al encuentro entre el culto por una libertad creativa absoluta —línea de meta ideológica frente a la crueldad de la dictadura—, acaso inédita en la historia del cine mundial, y la personalidad energética de un director que, a partir del exilio, es como si volviera a aprenderlo todo, aunque sin olvidarse de nada. De cómo distintos saberes (filosofía, ciencias duras, cinefilia y literatura) se combinan y colorean entre sí y a través de Ruiz dan cuenta las reuniones del “Círculo de Belleville”, especie de secta amorfa de agregación cultural donde cualquier cantera del saber podía profundizarse y expandirse a pura intuición suicida no exenta de fervor sibarita, en una práctica de grupo destinada a sacar de quicio el saber técnico y metafísico que emparenta directamente a Ruiz con precursores (al)químicos tan disímiles como Alexander Sokurov y José Val del Omar. En ese decurso filosofal, Misterios de Lisboa (2010) vendría a ser la síntesis descomunal, la búsqueda absorbente —por su deseo de abarcarlo todo, absolutamente todo a lo que el cine pueda referirse— de una estructura final que permita el traslado, la manipulación y el ensamblaje de grandes “cantidades” de tiempo, el laboratorio de un Dios de la utopía y la diferencia que no quiere ocupar el lugar de la vanguardia pero sí recargarlo de futuro. Misterios de Lisboa, film de reciente estreno en la Argentina, no es cine de época qualité porque su desmesura no es la del vestuario y la declamación escenográfica, sino la del intento por agotar las formas de explorar algo tan a fondo que el resultado final termina por exigir sometimiento y no fascinación; y tampoco es teatro filmado, porque la complejidad de su puesta —con algunos de los movimientos de cámara más flotantes e inventivos que Ruiz haya filmado jamás— articula una máquina de velocidades tan imprevisible como desconcertante. Prestar atención a los desplazamientos que reúnen por primera vez a Sabino Cabras y al Come-Cuchillos y al plano secuencia que narra su reencuentro años más tarde, o a la escena del baile en la que el conde de Santa Bárbara intenta quedarse (apropiarse, digamos) de Angela de Lima para tener una idea aproximada del intento de Ruiz por lograr que la propia textura de la película se vuelva “misteriosa”. La lógica de folletín que nos trae al niño Pedro da Silva y al Padre Dinis gira entre los siglos XVIII y XIX pero, por sobre todo, funciona como la excusa perfecta y ligeramente irónica para el muestreo de formas que el cine se negó a —o no supo cómo— explorar antes de que la cruel avanzada digital cortara nuestra realidad con la hirviente e instantánea eficacia de un bisturí eléctrico. Raúl Ruiz, en cambio, eligió mantenerse proustiano y primitivo, filmó la abstracción de un sentimiento narrativo que no resiste otra cronología que la bíblica, y nos dejó una película orgánica, molecular, extrañamente consciente de que las verdaderas obras de arte viven por lo que dejan en la memoria de los que pasan a través de ella, y rara vez por otra cosa.

11 Ago, 2016
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