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Si padeciste a Shakespeare en algún momento de la vida, es muy probable que hayas aprendido, entre muchas otras lecciones sobre la condición humana, lo tremendamente peligroso que puede ser escuchar lo que uno está ávido de escuchar. Y si no, pregúntenle a Macbeth. Esto fue lo que pensé al ver la muestra de Fran Stella en Moria Galería, que incluye una pintura de un señor revolviendo un guiso en una cacerola de hierro muy del estilo de la que usan las tres brujas con que abre la conocida tragedia de aquel rey escocés.
Si Macbeth, al cruzarse a estas enigmáticas señoras unas pocas escenas después, hubiese sido más como Banquo, el amigo que estaba a su lado, nos habríamos ahorrado la moraleja sobre la ambición desmedida. Aunque ambos estaban idénticamente fascinados por la escena, su compañero juicioso no se tomó muy en serio lo que estas brujas tenían para decir. Pero al protagonista se le subió la profecía a la cabeza, interpretó todo al revés y, daga mediante, entró en esa espiral conspiranoica repleta de sangre y locura hacia la corona. Slay en su peor versión imaginable. A Lady Macbeth dejémosla afuera porque como dijo una vez una prima: “En las familias todos siempre les terminan echando la culpa a las mujeres”.
Ahora, si en un ejercicio de empatía wokista intentamos desentrañar los traumas detrás de Macbeth, podríamos decir que quizás el pobre hombre era un narcisista esquizofrénico angurriento de poder, que sólo estaba esperando un empujoncito (conocemos bien el perfil, son siempre hombres, suelen ser más bien bajos, están mal peinados, el bigote es optativo y dicen todo gritando). Y si lo pensamos desde ese lugar, la realidad es que te nace hacer lo que se hace en toda familia: tirarles el fardo a las brujas y decirles “cuidado con lo que dicen porque después se va todo al diablo”. Lo que quiero decir es que de haber una puesta en escena criolla de este clásico inglés producida por el empresario Galperín, con los operadores de derecha Fantino, Viale y el pelado Trebucq haciendo de las tres chifladas, por el bien de todos, lo mejor habría sido que se quedaran calladas.
La muestra, un conjunto de esculturas, pinturas y pinturas/esculturas, no tiene texto. Pero sí tiene título, Traficante, acertijo que no dediqué ni un segundo en intentar resolver. Y tiene curador, el también artista Mariano Ullúa. ¿Han visto ese cartel que está por todos lados en la vía pública en el que el intendente Fernando Grey nos invita a los de a pie a invertir en Esteban Echeverría a cambio de beneficios fiscales? Cada vez que lo veo quedo tan perplejo como cuando leí “El Aleph” o el augurio de las brujas por primera vez. Si hubiese sido Ullúa, en vez del señor Grey, podría llegar a considerarlo. Lo cual me llama la atención, porque, y no lo digo con orgullo, como ya habrán inferido, soy de los que sólo creen en los horóscopos escritos en inglés. Sepan disculpar la digresión, pero además de anglófilo está muy en mi naturaleza dispersarme. Pero el punto al que quiero llegar es que no sorprende la elección del curador de Stella, ya que parecen ser muchos los que elegirían a Ullúa como compañero de fórmula.
La muestra está dividida en dos actos y un intermezzo. El primero nos recibe con un conjunto de dos pinturas escoltando a una obra de pared de argollas multicolores conectadas por largos tejidos de mostacillas. En el pasillo que lleva a la segunda sala cuelgan cuatro pinturas; la primera, en tonos purpúreos, tiene una espada como la de Excalibur esperando ser liberada de su piedra. La sala principal, acotada al blanco, negro, rojo y amarillo, combina dos grupos de esculturas. Unas de diversos tamaños acomodadas en cúmulos en el piso, apoyadas por aquí y por allá, contra la viga, pared o esquina del espacio, y otras de corte geométrico y modernista, hechas con cartón, papel maché y acrílico, prolijamente presentadas sobre un estante de madera. Sobre un pedestal blanco se apoya lo que pareciera ser la Piedra Rosetta de la muestra: una torre de retazos de cartón de maples de huevo pintados, huevos y una espiral que la recorre por fuera. En la pared cuelgan dos grupos de pinturas, unas pinturas/esculturas monocromas con relieve y otras que expanden la paleta de tonos saturados de la muestra aportando complejidad y tonos intermedios. Un montón.
Además, la muestra en cuestión contiene una micromuestra que curó Stella, una finísima selección de algunas de las obras de la internacional “coleccióndm” con las que claramente comparte algún tipo de ADN. Como la calabacita de la artista japonesa Yayoi Kusama que pareciera citar su muestra anterior, Rayo! (2022), en la misma galería con distinta locación. La recuerdo como una rapsodia sobre praderas fantásticas repletas de huertas mágicas y orgánicas, en la que, si bien no estaba del todo libre de hechicerías, por lo menos no pareciera haber habido ningún tipo de tergiversación. Más bien todo lo contrario. No recuerdo si tenía texto, pero ahora que lo pienso, podría perfectamente haber estado acompañada de alguna explicación lírica y sesuda sobre cómo en realidad el problema de Macbeth era un asunto de macrobiota que se podría haber solucionado con un cambio de alimentación.
Con ojo de interiorista, más que de curador, mi primera reacción fue pensar que había demasiada obra. Con ojo clínico y ese hábito de pintor de tapar cosas con el pulgar removí de mi campo visual algunas de las nueve pinturas y sentí que la muestra funcionaba de maravillas. Que los vacíos de las paredes blancas le daban otro tipo de contundencia. Como Napoleón autocoronándose, el aire que me estaba imaginando le confería el aplomo de esas obras hechas en enormes talleres fabriles con formidables ventanales que dan a atardeceres suntuosos recortados contra un skyline. Y si bien mis papilas gustativas se activaron con la imagen, inmediatamente entendí que no está en la naturaleza de este artista hacer esa clase de muestra, porque su apetito está mucho más del lado de las tiaras que de los dorados laureles.
Stella se entrega absorto, pero nunca maníaco, a los misterios de la materia y de las formas. Dedicado con la misma generosidad con que comparte sus saberes sobre los enigmas de los astros, y con la amorosidad con que transita en la vida su vínculo con la comida —genética, naturaleza o macrobiota mediante, vaya uno a saber—, pero esta vez de otra manera, definitivamente más silenciosa. Sospecho que por una proclividad congénita hacia la búsqueda del equilibrio, pero también un poco por cautela, porque se lo percibe extremadamente cerca de su obra, sin la distancia necesaria para apresurar conclusiones pomposas ni teorías rimbombantes sobre lo que está haciendo. En el sosiego que dicen que existe dentro del ojo de una tormenta. Como si todo ese mundo hubiese salido de un cuartucho de dos por dos, y recién ahora, en la galería, más por olfato que por conclusión, hubiese empezado en su despliegue a cobrar algún tipo de sentido abierto y elusivo. Se lo percibe mucho más fascinado y sapiente al estilo de Banquo que derrapando como el legionario pleno de delirante convicción que dio el mal paso.
La muestra no sólo me teletransportó a las clases de literatura del secundario de una Glinda, la bruja buena del Norte de la película El mago de Oz. Sus formas helicoidales y el conjunto de esculturas de piso que parecen hisopos gigantes, hechas con cinta de embalar, eran de colores tan zarpados que asumí que se las tenía que haber traído de Europa, donde participó de una residencia. Pero también me hizo pensar en lo que corre por nuestra sangre. Sobre todo, en esas moléculas que transmiten la información genética que nos determina. Y en la puja entre la manera en que intentamos habitar y cómo nos sale existir en este mundo sin entender nunca muy bien a quién o a qué echarle la culpa.
Una pintura de un teléfono fijo me recordó a la abuela de una amiga que, cuando llamaba al 114 para saber la hora, le daba las gracias a la voz automática antes de cortar. Y cómo ahora, treinta y largos años después, discuto con la IA mientras intento escribir este texto porque no me puede dar las respuestas que sé que tengo en alguna carpeta perdida del colegio. Es un hecho que con los años uno tiene la imperiosa necesidad de pelearse con las tecnologías, una de las muchas verdades sobre los dolores de crecimiento que, aunque la ciencia diga que se padecen de los tres a los catorce años, la realidad es que no nos abandonan nunca. Esto, pero sobre todo la textura arrugada del papel maché con el que trabaja el artista, parecía decirme que indefectiblemente ya estoy grande y que no importa cuánto insista en hidratarme ni por mucho que trate de erradicar el Mantecol o el tabaco de mi vida, sólo voy a seguir perdiendo colágeno.
Pero lo de haber atravesado el páramo de la andropausia sí lo puedo decir con orgullo porque las esculturas/pinturas de Stella también me trajeron a la mente a la espléndida Louise Nevelson, la artista norteamericana nacida en Ucrania, de quien hay una obra muy buena en el Museo Nacional de Bellas Artes. Me recordó más el maquillaje negro y espeso con que camuflaba el destino inevitable de sus párpados caídos que su trabajo. Pero también a Eduardo Costa y su manera brillante de usar la pintura para otra cosa.
Tres días después, sin poder sacarme la muestra de la cabeza, comprando pluribol en una tienda de materiales de embalaje en el cruce de Salta y ahora no recuerdo si Venezuela o Estados Unidos, me topé frente al mostrador con la paleta del artista. Cientos de rollos de cintas azules, rojos, verdes, amarillos, plateados y tonos de piel en varias gamas apilados uno encima de otro. “Pero claro que acá también se consiguen maravillas del mundo”, pensé. Tiene que haber sido la calle Venezuela porque se me vino la arepa a la cabeza.
Y con el natural talento que tengo para el autoflagelo, un segundo después reflexioné: “¿Por qué yo siempre tan cipayo?”. Y acto seguido, me cuestioné: “¿Y si hubiese estudiado administración de empresas en vez de arte? ¿Habría estado ciegamente convencido de que el capitalismo furioso autorregula y lleva al pleno empleo? ¿Habría desenfundado una motosierra en pos de esta cruzada sanguinaria? ¿Me habría convertido en un exitoso ejecutivo? ¿En un caballero de la corte del libre mercado? ¿Habría terminado coronado con un cargo diplomático de alto rango en algún lado?”.
Y debo confesar que el pensamiento despertó al Macbeth en mí, porque me brillaron los ojitos relamiéndome con el palacete que debe venir con el cargo. Detuvo el descarrilamiento la voz de mi vieja que, aunque fascinada por la idea, me habría apaciguado como solía hacerlo cuando me veía entrar en este tipo de espirales, dándome Rivotril o diciendo: “Ay Juane, no vale la pena llorar por la leche derramada”. Pero de inmediato, con la cara desfigurada y los ojos desorbitados frente al vendedor en ese boliche entre Montserrat y Constitución, me pregunté: “¿Será que cuando cumpla ochenta me convertiré en una señora de derecha como mi madre?”.
Aunque el asunto no está para reírse, vuelvo a encontrar sosiego a mis delirios fatídicos en esa pintura de la segunda sala que desborda de carcajadas. Siempre es bueno que las muestras dejen el espacio para encontrarse a uno mismo. Es una falacia decir que un texto obtura esta posibilidad, pero en lo personal siento que el pensamiento se astilla de otra manera cuando no está. Celebro el trabajo de Stella, pero sobre todo lo que no tenía para decir, que me dio la posibilidad de escuchar y entender lo que tenía ganas. En esta tormenta que tiene a la mitad del país, en la que me incluyo, angustiada y erizada me dio tranquilidad salir con la sensación de que si bien este conjunto de trabajos me llevó a pensar en déspotas, hambre, brujas y ese tejido líquido y espeso que es la sangre, no hay chance alguna de que por lo menos esta historia de profecías mal entendidas, que se puede visitar en Moria hasta el 25 de enero de 2025, termine en una desgracia.
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