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Roma, es innegable, tiene una serie de méritos técnicos y plásticos, así como una banda sonora de un virtuosismo por demás evidente —cualidades ya muy señaladas por los críticos—. No me interesa discutir aquí esas virtudes. Corruptio optimi pessima —la corrupción de lo mejor es lo peor—. Tres elementos, entiendo, impugnan la película. El primero, esencial, es de índole estética: todo plano se prolonga en exceso, no sólo en función de la belleza del plano, de su carácter muralista —la conjunción en el cuadro de diversas acciones e imágenes de diferente naturaleza—, de un tiempo que da espesor a la narración —esa forma directa del tiempo que aparece con el cine moderno, tal como lo percibió con agudeza André Bazin—. La duración excesiva funciona, además, como un subrayado, un cartel de advertencia para que todos los espectadores, hasta el más ingenuo, perciban la belleza del plano, su carácter mural, las diferentes acciones, etcétera. Netflix: el medio es el mensaje. Todo está subrayado en Roma. Y Alfonso Cuarón, su director, cual un Carlos Argentino Daneri redivivo, nos indica las virtudes de sus versos. En esos énfasis formales de los movimientos de cámara, los encuadres, la duración de los planos, las referencias externas e internas del film (la evocación de Umberto D. en el comienzo del film, el cierre de la película que retoma el comienzo), la conexión de la historia íntima con la Historia (la masacre de Corpus Christi) —¡todo eso en blanco y negro HD!—, la película termina por generar un empalago impar.
El segundo es de carácter estético-político. En la historia de la sirvienta de la casa, el film toma el punto de vista de la criada y, por lo tanto, enuncia en su nombre —y le roba no sólo la voz, también la lengua y el nombre—. En este relato presuntamente biográfico, Libo (Liboria Rodríguez), la niñera de Cuarón, la persona a quien Cuarón dice homenajear, es invisibilizada, disuelta en el seno de la familia burguesa, a pesar de que Cuarón ha repetido en entrevistas que su película “habla de gente invisible”. Desde el propio título, de claras y prestigiosas resonancias cinematográficas, la película coloca en el centro, no a la criada “invisible”, sino a la colonia de la capital mexicana, donde las criadas se vuelven invisibles. Con una sutileza y una sensibilidad social y política infinitamente mayores, en sus historias de señores y sirvientes, Lucrecia Martel se abstiene con perfecto rigor de expropiar a los sirvientes su punto de vista: “China carnavalera”, “se roban las toallas”. Roma es una Ciénaga bastarda y mexicana —en absoluto mixteca, como han dicho algunos críticos—, con la soberbia propia de la élite mexicana y ese abismo entre clases imposible de superar que caracteriza la estructura social del país. Como señala con acierto Alan Pauls, “es un gesto de apropiador, no de agradecido”.
El tercer y último elemento: la película nos ofrece un feminismo por demás espurio. No es la primera vez que el director aborda un tema dilecto de los diversos feminismos. Y tu mamá también (2001) trata la libertad sexual de la mujer en el marco de la sociedad mexicana, famosamente machista. En Hijo de hombre (2006), el centro estaba en la facultad de procrear y su importancia para toda la humanidad. En Roma, visitamos de nuevo el tema de la maternidad, además del tratamiento del trabajo doméstico, casi exclusivamente femenino, y el maltrato de las mujeres por parte de sus parejas o exparejas masculinas. La película promueve así una sororidad capaz de llevar a cabo una reconciliación —sin disolución— de las clases: patrona y criada dejan de lado sus diferencias sociales y se van juntas de vacaciones —“y Cleo”, dice la señora, “no va a trabajar”—. Luego de haber perdido a su hijita recién nacida, Cleo salva a los hijos de la señora y todos son felices y están reconciliados en una sola familia sin diferencias. El afiche de la película funciona como epítome de la perspectiva narrativa. En la playa, Cleo es el centro de ese grupo. Rodeada por la familia que la abraza luego de que ha salvado la vida de dos de ellos, su imagen casi no se ve, pues la familia que la emplea se interpone entre ella y la cámara. Invisibilizada una vez más en su función, en su dolor y en su figura, se muestra con toda claridad la perspectiva narrativa, la de los niños detrás de la cámara —Cuarón— y, a la vez, entre la cámara y su figura.
Dos horas y media en blanco y negro estetizando pobres que trabajan en la colonia Roma. Dos horas y media naturalizando y celebrando el trabajo (casi) esclavizado.
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