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Apenas me senté en el Estrella que salía de Retiro para Santa Fe, abrí el libro que me había llevado, La duda de Cézanne, de Merleau-Ponty, y leí: “Cézanne se habrá entregado al caos de las sensaciones. Y las sensaciones pueden hacer temblar a los objetos y suscitar sin cesar ilusiones como por ejemplo la ilusión de movimiento cuando movemos la cabeza —si el juicio no reordenara constantemente las apariencias—”.
Al girar la cabeza para mirar por la ventana, yo había tenido la sensación de que el libro era un plato de sopa y que las letras de las palabras eran de fideos y que una cuchara invisible las revolvía. Al moverme, ¿cambiaban de orden las letras? ¿Cambiaba el sentido de las oraciones y del libro? Volví a mirar. Todo igual.
A la 1:46 de la madrugada cerré los ojos. En algún lugar dentro de mí sonó la parte de una canción de los Pixies: “El día es como una noche cálida…”.
Me bajé al amanecer en la terminal de la ciudad de Santa Fe y caminé en el calor de diciembre hasta un lugar en el que me dijeron debía esperar la lancha. Cuando llegué, me senté, miré el agua del río hecho de ágiles espadachines de luces y sombras, mientras me llegaban desde las olitas las voces susurradas de los otros visitantes que esperaban para cruzar y mi mano —que no era mi mano— acariciaba las cabezas jadeantes de unos perros prehistóricos. Al llegar al otro lado del río, alcé a un niño con autismo para ayudarlo a bajar del barco, subí los caprichosos escalones de una escalera esculpida en la tierra arenosa y caminé por un senderito de serpiente que se abría paso a través del ralo paisaje de pastos y árboles desiguales hasta llegar al MOPI: Museo Ocasional de un Paisaje Increíble, una estructura de chapa brillante, de seis metros por nueve, techada, que tenía escritas sus siglas, con palos de la isla recortados contra el cielo sobre la puerta de entrada.
Bajo la sombra de los espinillos y los sauces, unas doscientas personas, grandes y chicxs, bailaban chamamé, comían empanadas de pescado, pintaban sobre papeles o hacían la cola para entrar al museo. Yo mismo hice lo que el paisaje me ofreció hacer: me senté a la sombra de un árbol, tomé algo fresco, me sequé la transpiración, piqué algo y conversé, y cuando me había repuesto, entré al museo. Recién ahí, en la oscuridad, rodeado de las obras que las artistas Ana Vogelfang y Julieta García Vázquez habían expuesto, supe que la entrada al museo había sucedido cuando la puerta del colectivo en Retiro se cerró a las 0:30 la noche anterior.
El MOPI duró lo que dura atravesar un paisaje, volverse parte de él: un par de horas. Meses antes, Julieta y Ana habían salido en busca de la obra de la primera pintora argentina que firmó sus cuadros, y que con ese gesto se sumó al modernismo reservado a los hombres de la época: Josefa Díaz y Clucellas, nacida en la ciudad de Santa Fe. El viaje las llevó al borde de un precipicio. Investigando, descubrieron que no quedaba casi obra de la artista. Los cuadros que repetían la impresión que a ella le había causado el mismo río que yo crucé con el niño que se mecía leve, casi ciento cincuenta y pico de años más tarde, ya no existían. Lo que se encontraron las dos Thelma y Louise de estas tierras fueron dos cosas: los relatos de la gente que los había mirado y una isla, que quedaba enfrente de la ciudad de Santa Fe, y que llevaba su nombre: la isla Clucellas. Entonces hicieron lo que había que hacer: saltar al vacío. Y yo, como los otros visitantes, éramos —ahora dentro del museo— parte de ese salto.
Alrededor de nosotros estaban las obras que las artistas se habían apropiado para exponer: una muñeca hiperrealista de Josefa balanceándose en una hamaca de raíces; una reproducción de la firma —“Josefa Díaz y Clucellas”— sobre una piedra; una oreja humana gigante en yeso y una oruga, también gigante y en yeso, ambas piezas diseccionables, hechas alrededor del 1800 para divulgar la manera europea de manipular y explicar el mundo, haciendo partes de un todo; un museo hogareño hecho de piezas creadas por lo que el visitante ingenuo le podía atribuir a la voluntad de mestizaje que tiene el tiempo que acumula sin saber, pero que yo, que venía acézanneado, leí como la exposición de otra forma de descifrar el paisaje: una cabeza de yacaré que sostenía entre los dientes una segunda cabeza de yacaré bebé, un cuadro de un caballo, un nido de hornero con sombrero, una cabeza de ciervo de los pantanos —de los cuernos caían nidos de cotorra— cubierta de peluche. Y había más. De todo. Lindo, feo, alto, bajo, chico, mediano y grande.
Seguí. Desde atrás en la oscuridad me llegó la voz susurrada de una visita guiada. En el clásico claroscuro del museo adiviné la cabellera de una mujer guía que, de pie frente a los distintos objetos-esculturas-pinturas-fotografías-cosas, les preguntaba a los visitantes sin contorno si preferían “la explicación científica” o “la poética” de tal o cual pieza.
Su voz se mezclaba con la de otra charla, que entraba desde afuera por entre las chapas. Habían descolgado a Josefa Díaz de su lugar en el museo y la habían sentado en una sillita. Frente a una audiencia numerosa, una mujer le contaba a Josefa “La Muñeca” Díaz lo que habían hecho con su río, ahora convertido en ruta comercial para todo lo que se lograba hacer flotar y desagüe de tóxicos para todo lo que no. Lo gracioso era que cada tanto la muñeca le respondía algo al oído de la narradora, que ella repetía a la audiencia reidora. Y, como en un coro de voces sin ensayo, desde más lejos me llegaba una tercera voz. La de una mujer que ofrecía paseos poéticos durante los cuales se recorría la isla haciendo breves paradas aquí y allá, para dar lectura a algún poema especialmente seleccionado.
Seguí mi camino a través de la misteriosa oscuridad del museo. Mi mirada, más que “germinar dentro de un paisaje”, como le gustaba decir al pintor francés, germinaba dentro de múltiples miradas que germinan dentro de un paisaje en una suerte de impresionismo colectivo, brutalmente imposible. Pero, y al mismo tiempo, lo comisionado, lo tomado en préstamo de los museos de la zona, de las casas de los vecinos, lo casi tomado a la pasada de por ahí, constituía parte de un gesto: no se mostraba un conjunto de obras, ni había unas melancólicas activaciones a cielo abierto, sino que —como lo que quedaba de los cuadros de Josefa Díaz— se exponía una impresión. Pero “sólida y material”.
Y apenas el sol empezó a echarse panza arriba y se escucharon los primeros mosquitos afilando sus sables, el MOPI —como un animal que se deshuesa— empezó su desarme. Las chapas se descolgaron de los tirantes y se apilaron sobre un carro. Las obras que habían salido en préstamo eran cuidadosamente embaladas y puestas en cajas apoyadas en el pasto, y las de las casas de los vecinos y vecinas eran retiradas por pequeñas sombras que aparecían en sus bicicletas para volver a desaparecer con —por ejemplo— un gato montés embalsamado entre los árboles, aullando: “¡Mopi!”. El museo, esta vez sí, había cumplido su misión y los mosquitos venían a cumplir la suya.
Y mientras la última lancha nos devolvía a la ciudad por encima del —ahora oscuro y homogéneo— río Paraná, tuve que pensar en Josefa Díaz pintando ese mismo río.
Quizá ella no supo que había ese alguien —medio hosco y solitario, don Paul Cézanne— del otro lado del mar, que quiso pintar “el objeto ya no cubierto de reflejos, ya no perdido en sus relaciones con el aire y los demás objetos, sino que sordamente iluminado desde su interior para dar una impresión de solidez y materialidad”. Pero quizás veía, como el pintor francés, que giraba la cabeza y las cosas parecían moverse, y quiso no olvidarse de esa ilusión al pintar. Quizá también veía que esos barcos que pintaba se llevaban materias primas a Europa para devolver productos manufacturados, y que eso producía una forma desigual en el intercambio que condenaba a los de acá a una forma de la dependencia hasta vaya a saber cuándo. Entonces, sin conocerlo, ella y Don Paul y —agrego a la lista— el MOPI, hicieron ese intento al que algunos pocos se atreven: el de “suicidarse, aspirando a la realidad, negándose los medios para alcanzarla”.
Así, nacido para suicidarse, el MOPI y el paisaje que había quedado como congelado entre sus cuatro paredes de chapa volvía a desaparecer en su propio fluir, para ser él mismo, ocasional, increíble.
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