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Parece que nunca se agotarán la lucidez, la sensibilidad y la fuerza de las tan citadas líneas de El narrador y Experiencia y pobreza en las que Walter Benjamin postula el arrasamiento subjetivo producido por la guerra y advierte que los sobrevivientes volvían de la Primera Guerra Mundial mudos, devastados, sin experiencias para comunicar. Urdida por seis ex combatientes de la Guerra de Malvinas —tres del lado británico y tres del argentino—, Campo minado es mucho más que un testimonio de ese arrasamiento. La obra teatral de Lola Arias configura un dispositivo complejo en el que los intérpretes dan forma artística a las marcas, cicatrices y desgarros que la guerra dejó en sus cuerpos, en sus memorias, en sus familias.
En la estela del biodrama (¿ya puede ser considerado un género o subgénero?), concepto que en la Argentina planteó e impulsó Vivi Tellas, Campo minado tiene como primer y enorme mérito haber logrado reunir a estos seis veteranos que desde 2016 viajan con la obra por festivales y teatros del mundo. Esa proeza fundacional es parte del espectáculo, que da cuenta de su propia construcción, incluso del proceso de búsqueda de sus protagonistas. El espacio está diseñado como un set de filmación en el que los intérpretes van revisando y narrando sus memorias de la guerra, la vuelta a sus países, su presente, sus trabajos actuales, también su participación en la obra. Por caso, uno de ellos, Lou Armour, británico, fue tapa de los diarios cuando lo tomaron prisionero el 2 de abril, en el desembarco de las Fuerzas Armadas argentinas en las islas. Se ve un documental de la BBC, filmado poco tiempo después de la guerra, en el que se quiebra al contar que un teniente argentino baleado agonizó en sus brazos. Profesional de la guerra, sintió vergüenza por su emoción incontenible y pidió interrumpir aquella filmación. Otro, argentino, Rubén Otero, se salvó en el hundimiento del Crucero General Belgrano, estuvo más de un día sobre una balsa en el Atlántico Sur, apilado con otros sobrevivientes, y en el presente tiene una banda tributo a los Beatles. Toda esta información sobre cada uno de los intérpretes puede leerse en el programa de la obra o en las notas periodísticas, pero se convierte en otra cosa cuando son ellos los que narran, reconstruyen escenas y situaciones, las actúan con distancia y forma, muestran documentos y fotos.
La obra no sólo pone en juego, con su propio espesor político, el impacto subjetivo de la guerra, sino que precisa, mediante el juego teatral, la relevancia geopolítica del conflicto que marcó el fin de la dictadura argentina y el fortalecimiento del thatcherismo como bastión ideológico del capitalismo tardío. Con máscaras de Thatcher y Galtieri, dos veteranos hacen gestos mínimos, mientras se escuchan escalofriantes grabaciones de los discursos de la Dama de Hierro y del dictador ebrio; sin necesidad de énfasis actorales de ningún tipo, el tono vira hacia la sátira y aquellos personajes históricos se tornan grotescos agentes de la violencia bélica, económica y política. El montaje contrastivo (o “de atracciones”, como lo llamaba Eisenstein) de estos discursos con la irreductible singularidad de las vivencias, las creencias y el dolor silenciado de cada uno de estos ex combatientes hace lo suyo en el espectador.
La propia obra tiene un largo recorrido, se convierte en experiencia vital de los intérpretes: empezó como una videoinstalación con ex combatientes argentinos, luego hubo audiciones, viajes, un largo periodo de ensayos. Estos hombres son héroes, pero no en el sentido bélico, épico o nacionalista del término; podría decirse que son “héroes de la experiencia” que consiguen que el trauma, lo inenarrable, se convierta en algo, al menos parcialmente, transmisible. Solamente los ensayos de la obra tomaron más tiempo que la propia guerra; elaborar un acontecimiento que convierta aquello en obra necesariamente implicó más tiempo que el propio episodio traumático. Estos hombres logran, en el dispositivo al que dan forma con Arias, convertirse en testimonio de la devastación padecida por todos los que no pudieron alcanzar una instancia así, los que fueron destruidos, asolados, durante y después de la guerra (la cantidad de suicidios de ex combatientes es enorme y no cesa de crecer). Esta pequeña comunidad temporaria de ex enemigos reelabora su trayectoria vital con procedimientos artísticos: ficcionalización de escenas (por ejemplo, una sesión de terapia entre Marcelo Vallejo y David Jackson, psicólogo en la actualidad), momentos musicales (“Get Back”, de los Beatles, o un tema original, punk, que interpela al público con preguntas perturbadoras), montajes, reconstrucciones del campo de batalla, interacción entre escena y filmación.
En esos textos que vislumbran en el capitalismo de las primeras décadas del siglo XX cuestiones clave de nuestro tiempo, Benjamin señala que, además de la guerra, hay otros fenómenos que obturan la posibilidad de la experiencia; en el orden económico, la inflación genera un efecto arrasador o el hambre hace lo propio en la dimensión corporal (en Latinoamérica, asuntos de furiosa contemporaneidad). En la era de la precariedad, de la hegemonía digital y de los procesos algorítmicos, los factores de asolamiento subjetivo se multiplican. En Fenomenología del fin, un ensayo publicado en 2016, el filósofo italiano Franco “Bifo” Berardi sostiene que Google es una corporación colonizadora que ha sentado las bases para “la destrucción definitiva de la experiencia individual” y para “la eliminación de los procesos singularizados de vida en el mundo”. Lo sombrío y apocalíptico del diagnóstico no va en detrimento de su certeza y su potencia argumentativa. Campo minado es un dispositivo que, con recursos artísticos, genera un espacio de posibilidad para que estos veteranos narren y conceptualicen fragmentos de su biografía. En ese acto poético que es la obra, los ex combatientes devienen actores, músicos, cantantes; si bien, como ellos dicen, nunca dejarán de ser también veteranos, exorcizan sus fantasmas, y el público con ellos, en un ritual extraordinario. En este sentido, Campo minado es también una muestra contundente de lo que puede lograr el teatro cuando se constituye en laboratorio conceptual de la experiencia y de la singularidad, lo que puede el arte ante fenómenos que resultan arrasadores para la subjetividad.
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