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Como solución al problema del hambre en el mundo, un grupo de científicos propuso en la década de 1960 implantar en los pobres del Sur bacterias de los estómagos de rumiantes para que pudieran digerir la hierba. Esta fantasía eugenésica de seres humanos herbívoros, que no buscaba fomentar el vegetarianismo en los países del “Tercer Mundo”, podría haber tenido en la región pampeana su jardín del Edén, con dos ombúes en el centro. Nacida de una costilla vista al trasluz de Radiografía de la pampa, nuestra Madre pariría con dolor a los primeros argentinos que pastarían en campos libres de soja transgénica. Las doncellas serían ordeñadas en tambos, y al final todos irían a parar al matadero de donde el presidente Sarmiento hizo traer la sangre que se mezcló con la cal que le dio su color a la Casa de Gobierno.
¿Pero habría resultado de esto una forma de ganadería “sustentable”? Consideremos dos informes de la Organización para la Alimentación y la Agricultura de las Naciones Unidas (FAO), La larga sombra del ganado (2006) y Enfrentando el cambio climático a través de la ganadería (2013), en los que se pone de manifiesto el enorme impacto de la actividad ganadera sobre el ecosistema terrestre. Digamos, para empezar, que de los gases de efecto invernadero que producen los seres humanos, más del dieciocho por ciento proviene de la industria de la carne, un porcentaje mayor que el de todos los medios de transporte juntos. En parte a través de las flatulencias y los desperdicios del ganado, el sector agrega unos quinientos mil millones de litros de metano por día a la atmósfera (un gas que retiene veintitrés veces más el calor que el CO2), dos tercios del óxido nitroso antropogénico (en su mayor parte procedente del estiércol, con un potencial de calentamiento global trescientas veces superior al del CO2) y dos tercios de las emanaciones globales de amonio, uno de los causantes directos de la lluvia ácida. La expansión de la ganadería, según la FAO, es un factor primordial en la deforestación, especialmente en América Latina, donde bosques enteros han sido arrasados para emplazar campos de pastura y cultivos forrajeros, lo que a su vez la convierte en el principal motivo de la pérdida de biodiversidad en el planeta. Si a esto se suma la quema de combustibles fósiles en la producción agropecuaria, en el transporte de sus mercancías y en la elaboración de abonos y piensos; la contaminación por la quema de rastrojos y el desmonte, y la degradación del suelo por el sobrepastoreo, los monocultivos y el uso de pesticidas; el envenenamiento de los cursos de agua y de las napas subterráneas, y el gasto desproporcionado de recursos hídricos, sobre todo para la irrigación de los cultivos (para producir un kilo de carne se emplean, en potencia, unos quince mil litros de agua y entre ocho y diez litros de petróleo), resulta por demás sospechoso que en la discusión sobre el cambio climático casi no se hable de esta arista del problema.
Síntoma de este insólito silenciamiento es el libro de Naomi Klein Esto lo cambia todo (2015), donde no hay un solo párrafo en setecientas páginas que hable del rol del sector agropecuario en la crisis climática, y donde la palabra “ganadería” ni siquiera aparece en el índice analítico. Potente alegato contra el uso de combustibles fósiles y aguda crítica del sistema económico imperante, Esto lo cambia todo cae, sin embargo, en la trampa de los gobiernos que maquillan sus cifras de emisiones e incumplen sistemáticamente las metas asumidas en las cumbres climáticas, al hacerse eco de lo que las potencias han fijado como “prioridad” en la agenda: reducir a escala global la emisión de gases de efecto invernadero por la quema de hidrocarburos. Sólo así se explica que la mayor parte de las propuestas que articula Klein en relación con qué debería hacerse para mitigar la contaminación ambiental apunten a desalentar el uso de combustibles fósiles: coto al extractivismo de petróleo, carbón y gas; abandono progresivo de las subvenciones del Estado a las empresas del sector; imposición de impuestos al carbono a petroleras, automotrices, líneas aéreas y al transporte marítimo; combatir la adicción de los gobiernos a los “petrodólares fáciles”, etcétera.
Se calcula que hay cerca de doscientas veinte veces más CO2 que metano en la atmósfera, por lo que la suma de la industria y el transporte contribuye considerablemente más al efecto invernadero que la ganadería. Pero un dato que nadie debería pasar por alto es que el metano, el segundo gas en importancia, tarda entre diez y quince años en disiparse, mientras que el CO2 puede persistir en la atmósfera durante siglos. Si es cierto, como dice Klein, que hemos alcanzado la “década cero” de la crisis climática y que “ya no nos queda ninguna opción gradual o gradualista”; y dado que una transición hacia tecnologías renovables, como ella misma señala, implicaría la construcción de nuevas e inmensas redes eléctricas y de transporte que, en muchos casos, tendrían que hacerse desde cero, lo que insumiría décadas de trabajo y grandes dosis de combustibles fósiles, ¿por qué se hace tanto hincapié en reducir las emisiones de dióxido de carbono cuando para ver los resultados tendríamos que esperar hasta el próximo siglo? ¿No sería más sensato canalizar la emergencia climática a través de una reducción de las emisiones de metano, lo que permitiría obtener resultados concretos en el mediano plazo, sin relegar por ello la lucha por la transición hacia fuentes de energía limpia?
En Esto lo cambia todo, Klein toma nota de que “el metano es un gas de efecto invernadero sumamente peligroso”, pero reduce su impacto a las fugas que suelen darse cuando se extrae gas natural por fracturación hidráulica (ni una palabra del peso infinitamente mayor de la ganadería); cuestiona la agricultura industrial haciendo foco en lo que contamina el transporte de sustancias alimentarias, olvidando que el crecimiento exponencial de la agricultura se debe en gran medida a la expansión del sector ganadero y a su incesante demanda de granos; circunscribe la tala masiva de bosques al avance de la actividad minera y se preocupa por cómo el cambio climático podría generar en el futuro pérdidas espectaculares en cultivos básicos para la alimentación (“en un momento en el que se dispararía su demanda debido al crecimiento de la población y al aumento de la demanda de carne”), sin percatarse de que más de la mitad de los granos que hoy se cultivan en el mundo van a parar a los fabriles estómagos poligástricos de los bovinos.
Algo sobre lo que insisten los dos informes de la FAO, la innegable incidencia del aumento de la población mundial, es otro tema que Klein casi pasa por alto. “El crecimiento demográfico y el aumento de los ingresos, así como la transformación de las preferencias alimentarias, están estimulando un acelerado incremento de la demanda de productos pecuarios, a la vez que la globalización impulsa el comercio de insumos y productos”, se lee en La larga sombra del ganado. No sin razón, Klein concluye que es más bien la multiplicación de personas con alto nivel de emanaciones lo que nos ha dejado frente a la crisis climática, basándose en una estadística que indica que la mitad de las emisiones globales de GEI la producen los quinientos millones de personas más ricas del mundo (entre las que se cuenta una importante porción de la clase media de Estados Unidos y la Unión Europea). “Ese es el motivo —escribe en una nota al pie— por el que la persistente propugnación del control demográfico como solución para el cambio climático no es más que una distracción (amén de un callejón sin salida desde el punto de vista moral)”. Una opinión que no se condice del todo con la virtual ausencia del control de la natalidad en los foros de discusión sobre el cambio climático, tal como lo deja ver la flexibilización que decretó China en 2013 de la política de hijo único, vigente desde fines de la década de 1970. Al cabo de cuatrocientas páginas, Klein retoma por primera y única vez la cuestión para expresar su idea de que reducir el impacto o “huella” de la humanidad “ha dejado de ser una opción viable en la actualidad, pues acarrearía consecuencias genocidas”.
Amén de que confunde lo que sería reducir el crecimiento de la población con reducirla lisa y llanamente (un temor para nada infundado, si imaginamos escenarios futuros donde el definitivo traspasamiento de los límites regenerativos de la biosfera pudiera dar lugar a guerras y formas inéditas de ecototalitarismo), Klein toma como base de su razonamiento el consumo desenfrenado de los países ricos, sin advertir que el crecimiento de la demanda de alimentos (y su huella ecológica) se ha visto potenciado en las últimas décadas, según datos de la FAO, por extensas zonas de Asia, América Latina y el Cercano Oriente, lo que ha desencadenado “un rápido aumento de la demanda de productos de origen animal y otros alimentos de alto valor como el pescado, los vegetales y el aceite”.
Hacer abstracción del consumo sin tener en cuenta lo que consumen las mayorías le impide a Klein ver cómo la sobreexplotación de recursos “renovables” como la fauna ictícola, los acuíferos y las tierras cultivables es un correlato de los esfuerzos por potenciar la producción a corto plazo, a fin de alimentar a una población cada vez más longeva y numerosa. El error de Klein (y el de tantos ecologistas) es medir el impacto del consumo por el peso de las emisiones de carbono, como si al norteamericano medio le gustase, más que el tocino y los huevos revueltos, mojar pedazos de carbón en un té de petróleo. Sin que la idea sea relativizar el impacto medioambiental del despilfarro de las clases más pudientes, ¿acaso puede un millonario comerse diez kilos de asado en una sola comida? ¿Es pertinente hablar de “consumismo” cuando se habla de alimentos? ¿No es el crecimiento económico, después de todo, el crecimiento demográfico multiplicado por el aumento del consumo por persona? Y los doscientos cincuenta litros de metano que eructa por día un novillo, ¿en qué balance contable de “externalidades” se asienta?
El filósofo y economista Amartya Sen tiene razón: “Una hambruna es el signo de que la gente no tiene lo suficiente para comer y no de que no haya suficiente comida”. No en vano la producción global de alimentos ha aumentado más rápido que la población en las últimas décadas, lo que en parte explica que en el mundo haya —según la FAO— más personas con sobrepeso que desnutridas. Lo que no se termina de sincerar es cuán verde sigue siendo la “revolución verde” con sus cosechas de alto rendimiento, sus organismos genéticamente modificados y sus pesticidas infalibles, cuando hasta los propios ecologistas hacen la vista gorda frente al daño que genera la sobreproducción de alimentos por la voraz demanda de carne, leche y huevos de una clase media emergente. Este silencio cómplice de los grupos ambientalistas queda expuesto en Cowspiracy (Estados Unidos, 2014), un documental producido y dirigido por Kip Andersen, quien no sólo saca de debajo de una alfombra que abarca millones de hectáreas la enorme huella del metano antropogénico, a la vez que cuestiona el doble estándar que prima a la hora de sopesar los gases de efecto invernadero, sino que logra hacernos comprender que “no es la población humana el problema, sino una población humana que come animales”.
Lo que se infiere de todo esto es que nuestra cadena de montaje alimentaria, tal como funciona hoy en día, es insostenible e insustentable. Y que el peligro de arremeter contra las multinacionales de la alimentación y el agronegocio, más allá de toda suspicacia sobre los intereses económicos de las asociaciones ecologistas, supone enfrentarse a quienes están en condiciones de manipular la escasez y especular con el valor de los activos que controlan. Al quedar expuestos a la contradicción de bregar por que se reduzca la huella ecológica del Norte para que los países del Sur puedan aumentarla (cuando lo último ya está ocurriendo sin que haya atisbos de lo primero), ¿nos lamentamos por el segundo puesto detrás de Brasil en el ranking de países más contaminantes por la actividad agrícola-ganadera, en una región —América Latina y el Caribe— que cuenta con el segundo mayor nivel de emisiones después de Asia? Mientras tanto, los argentinos seguimos contando los barriles de crudo que salen del yacimiento de Vaca Muerta, como quien cuenta novillos que saltan al brete disfrazados de ovejas.
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