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La ausencia casi total de salas de exhibición en las universidades, sean públicas o privadas, es cuanto menos llamativa. Descontando a la Universidad Nacional de Tres de Febrero, recuerdo ahora pocos casos: la Universidad de Buenos Aires tuvo una pequeñísima y precaria en la Facultad de Psicología, coordinada a pulmón por Fabiana Barreda, otra de dudosa programación y patetismo inaudito en un pasillo de la Facultad de Derecho. Podría esgrimirse que el Centro Cultural Rojas lo es, pero extramuros, funcionando como Secretaría de Extensión a espaldas del claustro (al margen, ¿quién recuerda algo en el Rojas de las últimas dos décadas y media que no fuera un período de la Fotogalería, alguna colectiva o la pieza Desencanto de Rosa Chancho?). Los motivos por los que la UBA no tiene un espacio de arte más o menos actualizado y dinámico sólo se explican por la negativa: no le interesó a nadie en sus 200 años. Como contrario, vale rescatar el caso de la Universidad Nacional de General Sarmiento, en Los Polvorines, Partido de Malvinas Argentinas, que junto con Gabriel Martín Rodríguez desde el área de Visuales logró llevar a cabo una decena de muestras de buen nivel, incluyendo la polémica performance rítmica Diarios del odio, de Roberto Jacoby y Syd Krochmalny, o individuales de Magdalena Jitrik y Iumi Kataoka, por mencionar algunas.
Este rodeo fue para mencionar que hace al menos siete años que el Departamento de Artes de la Universidad Torcuato Di Tella viene intentando posicionar una sala de exposiciones a la altura de su historia en el campo cultural local. De ese esfuerzo son hijas las ya memorables Antológica genética sobre la obra de Nicanor Aráoz, La percepción del violeta de Nicolás Gullota (sobre la que se escribió injustamente menos de lo que entregaba), o la videoinstalación Untitled (Human Mask) del parisino Pierre Huyghe, por tomar mojones realmente altos en sus ambiciones, ejemplos de momentos permitidos en los que se ofrecieron propuestas de curaduría, producción y montaje superadoras del estándar general. Dentro de la anterior lista podría incluirse la actual 5/10/20/40 (y uno) de Juane Odriozola, con curaduría de Alejandra Aguado, una muestra que a primera vista se presenta sencilla, de rápida absorción, y que incrementa su volverse incómoda y perturbadora a medida que se la habita. Como quien acostumbra el ojo a la oscuridad, con el paso de los minutos en la sala comienzan a aflorar sutilmente deshumanizadas las mil flores del detalle, lugares que terminan por cercar a la experiencia en un pequeño abismo ilustrativo.
Su drama, o sea lo que proyecta en el espectador, se resume en el hecho de no poder discernir si esa ilustración está relacionada con lo humano o con lo artificialmente humano (y de lo que hay en esa frontera de imposibilidad). Paradójicamente, la palabra latina “ars”, de la que derivan “arte”, “artificio”, “artefacto”, “artilugio”, “artesanía”, da cuenta de lo creado propiamente por la especie. La exposición en la Di Tella tensiona sobre un tipo posible de falsa humanidad generada por otro tipo de inteligencia creadora, y cómo podría representarse al punto de hacernos dudar de nuestras propias construcciones. En efecto, uno de los méritos curatoriales es que el artista parecería no existir. Sus ideas en conjunto no pretenden chocar contra nada; ni confortativas ni demostrativas, van como los pájaros evitando el rozamiento.
Aquí la sensación es que Odriozola logró cruzarse una vez con una IA superior, uno de esos humanoides al estilo Sophia que recorren el mundo dando conferencias y charlas, pudiendo hacerle solo una única pregunta intrascendente: “¿Cómo te imaginás una muestra de arte?”. De la respuesta el artista toma nota (pero la nota es mental), la máquina inteligente va revelando algo que no vemos. Después, en lugar de intentar montar lo traducido en el espacio, elige contárselo al oído a una curadora, para luego desaparecer, dejando la tarea prolijamente dibujada como un susurro chino en el aire. Aguado logra así dar con la mejor versión del pensamiento de un artista que hasta el día de hoy no había tenido la posibilidad de desplegar masivamente sus intereses en ningún lado.
Más que épocas hay regiones, señala Rulfo, otra manera de decir que vivimos en varias épocas simultáneamente. Compartir una época (ser contemporáneo) es compartir un modo de fragmentar el tiempo, y quizás por eso la música lo representa históricamente tan bien. Este es uno de los axiomas de 5/10/20/40 (y uno), que con su oscilación ociosa entre ironía y sinceridad, su corrimiento temporal y su nostalgia ambigua, cita inevitablemente al Vaporwave justo a diez años de Floral Shoppe, epítome del género, obra definitiva creada por Vektroid, aka Macintosh Plus, deformando y ralentizando vía glitches y reverberancia cientos de samples de música pop de los ochenta, soundtracks de videojuegos y el ambient de Dancing Fantasy. Al respecto escribe Mateo Mórtola en el blog de Caja Negra: “El crítico estadounidense Grafton Tanner, que publicó en Zer0 Books el libro Babbling Corpse: Vaporwave and the Commodification of Ghosts, explica que los glitches, loops y chop and screws construyen una idea de mal funcionamiento de la tecnología, y que eso mismo genera la sensación inquietante y perturbadora: cuando la tecnología se rompe —o parece rota— y nos volvemos conscientes de su construcción y su diseño, se vuelve desconocida y deja de ser una extensión incuestionable de nosotros mismos”.
El punto de unión es infranqueable. Pero si el Vaporwave, al que suele relacionarse con toda la corriente de pensamiento crítico promovida por Nick Srnicek y Alex Williams, procesa su lectura desde el aceleracionismo, la muestra de Odriozola parece ofrecer una veta estética para lo contrario, una puesta desaceleracionista, si algo así es posible. Dicho de otro modo, la filiación estético-filosófica con el Vaporwave existe, y a cierto nivel lo cubre casi todo, salvo por el corrimiento en el sonido que atraviesa la exposición hilvanando otra lectura: en piso hay un órgano doméstico, analógico, con dos metales que pulsan constantemente las mismas dos teclas haciendo que una nota suene eterna. El tono y el clima recuerdan a “Órgano 2 / Tan lento y suave como sea posible”, la pieza musical que John Cage compuso para la iglesia alemana de Sankt Burchardi en Halberstadt, y que al principio se especuló había sido diseñada para un robot. Cage la terminó sin nunca especificar a cuánto tiempo debía prolongarse la lentitud de su interpretación final, delegando esa tarea en la humanidad. Se decidió que fueran 639 los años que tomase la ejecución completa; cada acorde cambiaría cada siete.
Esta suspensión del tiempo en el sonido, que se replica en la sala, tiene su eco discursivo en una obra que al voleo parece moderna como todas las demás. Adentro de una cápsula, sobre una tarima blanca, tres bolitas negras sucesivas conforman una escultura. Según el texto, la componen un balín encontrado, la esfera interior de un antiquísimo mouse y un amasijo de piel muerta del artista. Así dispuestas, son tres puntos suspensivos que narran y no narran, tres semillas que siembran la duda sobre cualquiera de las piezas del conjunto y no la siembran. Esta unión simbiótica tramita sentido sobre lo indelimitable, ese tercer paisaje donde es posible ampliar la biodiversidad, tal como lo definió Gilles Clément, aunque no sin conflicto. La suspensión lingüística de esos tres puntos apuntala en el título; 5/10/20/40 es una progresión por duplicación que se presenta por lo demás incomprensible, cercana a un modo mecánico, formas de procesar la información al igual que lo hace una fecha. El 5 del 10 del 20 era el día originalmente pautado para la inauguración, cumpleaños 40 del artista. Por pandemia, la muestra tuvo finalmente su apertura el mismo día, pero un año más tarde, para el cumpleaños 41. Ese misterioso +1 adosado entre paréntesis es tanto el año globalmente entregado en sacrificio como la certeza de una falla a la luz de lo imprevisto, y esto incluye lo excepcional en la regla del cosmos que sugiere la humanidad.
El primer principio de la termodinámica dictamina que la guerra no concluye nunca, que sólo se transforma estableciendo el sentido en el que se produce esa transformación. ¿Cuál es esa guerra hoy y cuáles sus traumas? Es famoso el consabido vacío sobre el que Benjamin teoriza en “Experiencia y pobreza”: los soldados regresan mudos de las trincheras de la Gran Guerra, y lo que antes era el principal reservorio de experiencias personales y colectivas ahora está signado por la ausencia. Domina lo indecible, no hay relatos. Uno siente que algo parecido sucede en la actualidad, cierta imposibilidad de narrar y procesar los traumas personales y colectivos inmersos en una no-experiencia sin freno. La guerra existe, el bombardeo es constante pero no lo vemos. Tiene su correlato en la velocidad inconducente, la verborragia vacía. La pandemia solidificó en la pantalla un campo minado que acelera nuestra relación con el tiempo, su pulsión ansiosa junto al mandato del no aburrimiento. La concentración es un bien de lujo y la contemplación en este nuevo contexto es más que nada una trinchera. Si sirven para algo, eso es lo pueden entregarnos las muestras de arte. Desarmar una máquina para construir un reloj de arena. Y quizás sólo por eso cabe promoverlas en lugares apenas más alejados de los intereses comerciales, como son las universidades.
Imagen: vista de 5/10/20/40 (y uno), de Juane Odriozola, fotografía: Santiago Orti.
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