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En Los Ángeles, en el año 1974, el artista conceptual Michael Asher derribó el muro separador entre la sala de exposición de la galería Claire Copley y su oficina. Por medio de este mínimo gesto destructivo, Asher, uno de los más claros exponentes del género artístico denominado “crítica institucional”, señalaba la complicidad del mundo del arte con el fango de las finanzas y el vil metal. En general no nos resulta placentero ver la connivencia con la que se saludan, en nuestra sociedad, el mundo de las ideas y su contracara, el ruin mercantilismo. Sin embargo, no escatimamos en desaprobar por blando o complaciente lo que sea que ponga esa discusión sobre la mesa, precisamente cuando certificamos la obviedad de que los escaparates no volarán por los aires como nos gustaría. Claro está, nunca el Palacio de Invierno se tomó desde la mesa de un café, que es el hábitat por antonomasia de quienes, con disparidad de orgullos y credenciales, pertenecemos a este ámbito.
Por definición, la crítica institucional no se propone la destrucción de su objeto de análisis u ocupación, sino el señalamiento de sus contradicciones, la visibilización de su absurdo y los desequilibrios que este genera. Por mi parte, no me atrevería a comparar la Fundación Vairoletto con ninguna de las intervenciones de Asher u otro de los popes de la crítica institucional, salvo por decir que la FV fue concebida, o a posteriori categorizada, como una obra de este género.
Detractores de las más variadas consistencias y respetabilidades esperaban de la FV una obra diferente. Nos acusaron de no haber manchado de sangre el sombrero blanco, de no haber destruido la exposición, de no haber demolido el templo de mármol con su creador dentro y hasta impugnaron la dignidad revolucionaria de nuestros atuendos de cotillón, de nuestras pistolas de juguete. Incluso hubo quienes nos atribuyeron banalizar el anarquismo, aun cuando uno de sus principales estudiosos dio una conferencia sobre Severino Di Giovanni en el marco por nosotros propiciado. En suma, nos imputaron, por diferentes motivos, el haber resultado funcionales a la ostentación inicialmente repudiada. ¡Cuántas y tan previsibles diatribas!
Pero estos detractores no sólo omitieron una multitud de aspectos que tensionan a la FV con su entorno en esa dirección, sino que principalmenteg olvidaron que el símbolo no es lo representado, que la flecha no es el camino, que no se debe confundir la luna con el dedo que la señala.
La FV se erigió ante todo como una obra reivindicativa y ficcional. Así lo indica el archivo pdf que recompensó el jurado del Premio Faena. Así también lo evidencia el conjunto de artilugios comunicativos a los que echó mano este proyecto. Lo único que la FV tiene de real, además de las obras producidas con el dinero repartido, es el ideario enarbolado por medio de un simulacro farsesco que no fue, desde un principio, otra cosa que el calco de lo que planeó para sí misma.
La FV no es sino un puente transitado por vagones que intentaron, y seguirán intentando, problematizar el unidimensional arte posvanguardista y su endogámico medio. Esos furgones ambicionaron pecaminosamente poblar ese vacío con cosmovisiones tan antiguas, tan actuales, que resultan vigentes, amén de su invisibilidad, en nuestro tiempo y contexto. Pero esa problematización no hace ni hará jamás algo distinto que generar una discusión y, en el mejor de los casos, habilitar el surgimiento de una conciencia alternativa. Respecto al primer punto, la FV puede considerarse exitosa, en vista de la tinta dilapidada. En cuanto al segundo, sólo el tiempo le subirá o bajará el pulgar definitivamente.
No obstante, en algo estamos de acuerdo: ninguna kermesse u obra de arte hará volar los escaparates en mil pedazos ni alumbrará un mundo mejor. Si así fuera, por empezar no sería premiada, pero finalmente, tampoco pertenecería al universo del arte. Cancelar las estructuras de la sinrazón y edificar un mundo más justo es un trabajo que no atañe únicamente a los artistas, sino a cada ser humano armado de esa conciencia que las obras de arte, quizás y entre muchas otras cosas, ayudan a promover gracias al triunfo de sus pretensiones.
Al día de hoy, la galería Claire Copley ya no existe. Su local, en el 918 al norte de La Cienega Boulevard, está ocupado por un almacén de objetos de diseño, pero no fue Michael Asher el culpable de su desaparición.
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