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Artaud planteaba en 1973 algo más que un problema al melómano: el diseño irregular de su envase no coincidía con la lógica del acopio de los discos. Ni vertical ni horizontal. Aquella no circularidad de la portada postulaba una resistencia al encuadre, también musical, podría decirse. Al menos esa era la aspiración de su autor, quien había acompañado la presentación del disco con un manifiesto que cifraba en el rock una dureza capaz de cambiar por “instinto de transformación”.
Medio siglo después, la figura del propio Luis Alberto Spinetta ha sido objeto de un curioso proceso estatizador (hasta el Día del Músico se celebra en consonancia con su nacimiento). De un lado, en boca del presidente Alberto Fernández, quien suele citar el final de la “Cantata de puentes amarillos”, esa ansia de futuro cifrada en la frase “mañana es mejor”, como consuelo frente a la penosa actualidad. Mañana es mejor se llamó también el homenaje a Artaud que el pianista y gestor cultural Adrián Iaies realizó en el Teatro Colón de la ciudad de Buenos Aires días atrás.
Iaies es un pianista refinado cuyo trabajo con el cancionero popular argentino, atravesado por la paleta armónica y discursiva del jazz, merece ser atendido. Esta vez intentó honrar un disco que, dijo, supo disfrutar durante su educación sentimental. No es tarea sencilla meterse con Artaud y sus representaciones. Lo hizo con pudorosa reverencia.
La imagen de la portada se proyectó sobre el fondo del escenario. Al verla sobre un fondo negro —advocación y, a la vez, adorno—, me vino a la memoria la deriva de una de las obras capitales de Kazimir Malévich, “Blanco sobre blanco”. Pasar del suprematismo al rock puede parecer un salto osado (aunque no tanto, si pensamos en The White Album). Pero no (tanto). Digamos antes algo que retomaremos: la obra databa de 1918, cuando se ponía en la escena rusa el carácter no sincrónico de los tiempos de la vanguardia cultural (avant-garde) y el de la vanguardia política (vanguard). Unos intentaban interrumpir la continuidad de percepciones y romper la tradición histórica a través de la fuerza de su fantasía. Los otros, los bolcheviques en este caso, construir el socialismo en un país atrasado.
Susan Buck-Morss nos recuerda en su gran ensayo Mundo soñado y catástrofe (2000) que, a partir de los años treinta, ser formalista era una condena en la URSS y, a la vez, ese rótulo podía significar lo contrario en Occidente. El crítico norteamericano Clement Greenberg postuló, en su famoso artículo de 1939 “Avant-Garde and Kitsch”, que los pintores que seguían las leyes del desarrollo intrínseco del arte eran políticamente más radicales que aquellos que aceptaban trabajar para fines instrumentales, bien fueran estos políticos o comerciales. Década y media más tarde, el formalismo fue un instrumento de la Guerra Fría. El arte no figurativo “llegó a ser identificado con las sociedades democráticas a diferencia del realismo figurativo de los regímenes totalitarios”. Lo mismo podría decirse de la música serial.
Buck-Morss considera revelador el rastro que va dejando a su paso “Blanco sobre blanco” al compás de las disputas mundiales. La obra cruzó el Atlántico y llegó al MoMA. “El cuadrado se convirtió en prototipo del arte puro y verdadero que, como algo experimental y avanzado, solamente podía florecer en una democracia política”. Sin embargo, con el correr de los años, comenzó a perder su efectividad revolucionaria. “El gesto original de ruptura del continuum histórico se convirtió en un continuum histórico en sí mismo”. Se produjeron una plétora de lienzos como variantes monocromáticas, hasta transformarse en un cliché.
La historia de la música moderna es, también, la de la erosión del poder corrosivo de ciertos materiales alguna vez irritantes, desde la disonancia al cluster. El rock experimentó a su vez la pérdida de la fuerza en la que creía el joven Spinetta cuando la tensión entre las vanguardias políticas y las radicalidades estéticas era también recurrente. El ideario modernista de un “mañana mejor”, que incluía una voluntad de superación permanente, se ha transformado no sólo en consigna institucional, sino en un tiempo de repetición y sin querellas.
Si cambiamos el cuadrado de Malévich por la forma octogonal irregular de cuatro puntas de la tapa del disco de Spinetta, podemos acercarnos al homenaje en el Colón acompañados de algunas preguntas. ¿De qué manera una interpretación combina la diferencia del pasado con la apertura del presente? ¿Cómo se le extrae a un objeto la potencia que supo irradiar e incomodar para que circule en otros contextos y frente a otros problemas? ¿Es posible sortear la condena museística que conllevan las exhumaciones consensuadas?
“A Starosta, el idiota” puede responder por gran parte del concierto. Se trata de una de las canciones más poderosas de Artaud. “Vámonos de aquí”, canta Spinetta y las notas graves de un piano se transforman en un cluster (recordemos, entonces sinécdoque de la agresividad acústica). Una guitarra en reverse (a lo George Harrison) añade una textura más inquietante de cuyo interior surge el “she loves you, yeah, yeah”. Los Beatles cantan a la distancia, como si se tratara de fantasmas. Esa cita es, claramente, una reunión pactada, que se corta con un llanto. “No llores más / ya no tengas frío / no creas que ya no hay más tinieblas / sólo debes comprenderla”. Estamos en 1973 y se respiraba la violencia. Medio siglo más tarde, Iaies convoca al ex Almendra Emilio del Guercio, partícipe del disco, para revivir esa canción. Nada mejor que un testigo y protagonista de esos años de furia (cómo olvidar a Aquelarre), podría suponerse. Un octeto de cuerdas y maderas sostiene la voz con esa delicadeza que conocemos tanto por ciertas bandas sonoras. La transición “experimental” ha sido sustituida por trémolos en las cuerdas y una melodía recurrente que, de inmediato, da paso a un popurrí de los sesenta que incluye “El twist del Mono Liso”, de María Elena Walsh, y “Come Together”, de Los Beatles, entre otros rescates. Victoria del cine y su pedagogía escolar sobre la cinética hiriente de la canción de medio siglo atrás.
En octubre pasado, Hernán Jacinto y un cuarteto ad hoc llevaron a cabo la misma empresa en el CCK y pasaron revista por completo a Artaud. En esa oportunidad, “A Starosta, el idiota” contó con la participación de Fernando Cabrera. El pianista y arreglador intentó entablar una austera conversación con el referente, ayudado por un breve subrayado electrónico en la transición entre los dos momentos del canto. El intento se aproximó más a su esencia. Jacinto ha quedado más cerca de la intensidad del mismo disco que se revivió en el Colón (es interesante comparar cada lectura de la “Cantata de puentes amarillos”, “Bajan” o “Las habladurías del mundo”). Por intensidad entiendo un coeficiente de amplitud y, también, un volumen de hondura.
Si el Artaud original dejaba reverberar un gasto, un derroche pulsional, la evocación en el Gran Teatro estuvo atravesada por el cálculo. Dicho de otra manera: la espera de un resultado de acotados riesgos. Su concepción se acercó más a la elegancia de los arreglos de Gil Evans o Nelson Riddle que al desparpajo de un joven de veintidós años que se veía reflejado en el dolor de un dramaturgo maldito. La distorsión devino una superficie lisa (eso es palpable especialmente en “Superchería”). El desgarro, tersura. La excepción a esa regla de la prudencia la ofreció el bandoneonista Santiago Arias con su hermosa apropiación de “Por”.
¿Podríamos decir entonces que la tapa del disco funcionó en el Colón como una analogía de los murales que se pintan en la ciudad con el patrocinio de su gobierno (hay sobre las paredes un predominio de naturalezas muertas y abstracciones, e incluso un rostro pintado de Gustavo Cerati en el túnel de la avenida Beiró: todo un manifiesto acerca de la experiencia urbana)? Si aceptamos esa premisa, la música que allí sonó el pasado 22 de mayo, ¿estableció también su propia relación especular con esas fachadas?
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