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Las vueltas de Kuitca

DISCUSIÓN

Marcel Proust dijo alguna vez: “Los libros que amamos son los que parecen escritos en una lengua extranjera”. En sintonía con el escritor francés, Guillermo Kuitca declaró: “Quiero transmitir en mis cuadros la atmósfera de una canción. No se trata de contar una historia, sino de crear en la pintura la experiencia que deja una canción en otro idioma”. Literatura, música, pintura (cine, teatro), lenguajes disímiles aunados por un ritmo heterogéneo, una cadencia distinta, una sonoridad alejada de lo familiar. De todas maneras, sabemos que lo extranjero nunca es completamente extranjero, como lo propio jamás es estrictamente propio: se impone siempre la contaminación, la porosidad, la pureza del contagio.

Las citas resaltan la extranjería —lo que no se entiende, o mejor dicho, lo que no se termina de entender— como parte esencial de la práctica artística. El camino es adentrarse en lo extraño y forzar un diálogo. “Los cuadros”, dice también Kuitca, “son personas que hablan muy raro, a las que se les entiende poco, con las que hay que aprender a convivir”. Justamente, conversando con un extranjero inventamos una nueva lengua hecha de muecas, mohínes, mímicas, señas, medias palabras; lengua ambigua y conspiradora que siembra en la comunicación humana la semilla del malentendido.

Pero el malentendido, mal que les pese a los monarcas de la pedagogía, puede devenir una potencia exquisita del arte a la hora de desmontar convicciones y certezas: extrañar, y Kuitca extraña, moviliza, interrumpe la percepción normalizada, aquella que aprendimos naturalmente. Desde luego, en sus obras impera un clima desolador, pero hay algo más que desolación; se aprecia el sufrimiento, pero hay algo más que sufrimiento; se siente angustia, pero hay algo más que angustia. Y ese plus, ese exceso desbordante, permanece intocado, incognoscible, como si hubiese un tercer término sin nombre, un tercero excluido del cuadro o, más bien, incluido y excluido a la vez. Por eso, las pinturas de Kuitca propician un estado de indefinición, de desasosiego feliz. El artista, más que a transmitir sentimientos, se aboca a desentrañar el secreto de la materia pictórica, motivo innegable de felicidad.

Lo cierto es que conocemos casi de memoria muchas de las pinturas de Kuitca y sin embargo cada vez que las enfrentamos nos fundimos en una doble interioridad, la nuestra, a la cual nos reenvía la obra y la de la trama de la obra, que parece no tener afuera: todo sucede dentro, en una representación teatral que atenúa el drama, o lo robustece, gracias a la apuesta por lo ambiguo. Perspectivas, gestos, encuadres, reflectores, escenarios, referencias cruzadas: la escena se profana a sí misma hasta alcanzar el estatus de puesta en escena.

La primera obra que verá el espectador en esta nueva muestra de Kuitca en Malba, visible incluso antes de ingresar a la sala, es Del 1 al 30000, de 1980. Son trazos en tinta de una serie de números consecutivos hasta alcanzar la tristemente célebre cifra de desaparecidos durante la dictadura militar. Kuitca trabaja por acumulación, insiste en la minuciosidad del trazo, en el gesto, fuerza el espacio pictórico (la secuencia continua impide discernir un número de otro) y, sobre todo, se aplica con paciencia a una labor artística que busca darle forma a la impaciencia de la libertad.

De ahí en más, Kuitca 86 reúne pinturas de la década del ochenta, de Nadie olvida nada a Siete últimas canciones, salvo una maqueta, al final del recorrido, que le da título a la exposición. En esta pieza —literalmente: una habitación, un cuarto— lo grande se contrae y lo bidimensional se expande a la tridimensión (un problema que atraviesa la obra completa de Kuitca). Es un microespacio donde la pintura lo embadurna todo (cama, televisor, guitarra, inodoro, sofá), como una mancha voraz, fuera de quicio. La maqueta, por su condición anómala, permite trastocar la narrativa curatorial desde adentro hacia afuera, desde el final hacia el principio. La meta es el origen.

Y es que en el corpus de Kuitca reconocemos una huella temporal, desde los títulos de sus obras hasta el título de la muestra, pasando por algunos motes bien conocidos: niño prodigio, artista precoz, pintor del tiempo, del pasado. El tiempo ocupa un espacio central, o tal vez sea el paso del tiempo el ocupante privilegiado. En ese sentido avanza su obsesión por la vuelta. ¿Vuelve porque se va o porque nunca se fue? Kuitca vuelve a Buenos Aires en 1981, tras su viaje a Europa, y vuelve a la pintura en 1982 después de un abandono que no duró más de unas semanas; vuelve casi sin haberse ido, sin haberlas abandonado nunca.

En 2003 Kuitca expone en Malba, luego de diecisiete años sin mostrar su obra en el país, ya que su última exposición había sido en 1986. Y en 2025 vuelve Kuitca, tras veintidós años de ausencia en las salas argentinas, con pinturas de los ochenta, algunas de las cuales había mostrado en 2003, aunque en un movimiento singular restringe (allí había mostrado obra de 1982-2002), y amplía, al exhibir piezas no expuestas antes.

En el extenso capítulo dedicado a Kuitca en Fuera de campo, Graciela Speranza sienta las bases para postularlo como un artista del tiempo. Veinte años después, como si las magias del destino hubiesen hecho realidad ese deseo (Le dur désir de durer), escribe en “Kuitca, pintor del tiempo”: “Y aunque se ha dicho con razón que Kuitca es un pintor del espacio, en la magdalena de Proust de su pintura temprana queda claro que es antes más bien un pintor del tiempo”. El tiempo es la sustancia inmaterial de la que está hecha su pintura.

Según los datos biográficos, Kuitca desconoce la fecha de su nacimiento como artista, es decir, sólo puede tantear un origen, sin ningún lugar efectivo a donde volverpara el catálofo dicho con razón que Kuitca es un pintor del espacio, en la magdalena de Proust de su pintura temprana queda cl, de ahí su aire imperturbable de sutil extranjería. Ahora bien, si Kuitca reconoce en las pinturas de los ochenta el “comienzo de algo”, significa que con Kuitca 86 se produce la vuelta final (vuelve a mostrar en el país, después de veintidós años, casi como extranjero: o sea, muestra —y se muestra— como el mismo otro que es), vuelta completa, definitiva, la última vuelta, o tal vez, quién sabe, la penúltima.

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