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Emilio de Ípola fue presidente de la Federación Universitaria de Buenos Aires, cantante de tangos, alumno de Louis Althusser, amigo de Oscar Masotta, prisionero en Devoto y redactor de discursos presidenciales. Sigue siendo un polemista ocurrente. Sus textos, olvidados en los últimos años, mantienen vivas cuestiones indispensables para la política actual. Volvamos, literal y simbólicamente, a leerlo.
En los noventa ya sostenía que la democracia podía ser un espacio de radicalización social integral. Se esperanzaba: la solución al desmantelamiento moral era una democracia que no presentara límites por izquierda. En ese contexto –1997– escribe “Un legado trunco” en Punto de Vista. Cuenta que al ingresar al hall de la Facultad de Ciencias Sociales se había topado con una cuantiosa cantidad de afiches que enviaban a las “consignas de los sesenta y setenta”. En cambio, en los ochenta, los carteles “aludían a los tópicos políticos que el presente proponía” (democracia, derechos humanos, deuda externa, etc.). Los problemas “no anacrónicos” de aquellos noventa serían la apatía política, el privatismo y la “exasperante insensatez”. Para De Ípola, el no haber discutido lo necesario la derrota había gestado el resurgir de una cartelería anacrónica, distinta de los debates que su época requería. El sorprendente revival del interés por aquellos años trágicos había tenido su causa en la incapacidad crítica de su generación. La escena política y cultural no habría estado a la altura de dilucidar los diferentes planos de crisis que suscitó la derrota. Los derrotados eran los responsables de esas invocaciones. Una palabra nos interesa: anacronismo.
La política en estado de intensidad suele ser anacrónica; está condenada a hacerse cargo de pasados irresueltos. Pasados los noventa, la vida pública se compone de anacronismos mayores. Y en formato de interrogación: ¿se puede unir democracia a conflicto?; ¿existe algo más que proposiciones desarrollistas para los gobiernos populares?; ¿hay una vida por fuera de las perversidades del capital que merezca ser imaginada? Podemos preguntarnos esto porque se han enfrentado otros dolores. De Ípola no imaginaba que se iban a discutir a fondo los setenta y que la democracia se iba a consolidar enfatizando en que la política se nutre de una sociedad en pugna por redefinirse como solidaridad popular. Esos “anacronismos” de 1997 son ahora materia viva en la política argentina. Hoy somos vidas menos formateadas por lo que históricamente las ciñó.
Como la política siempre es una puja por las tradiciones, es una puja por imponer anacronismos. Y está bien que así sea. Hacemos política con el conjunto de memorias que la estremecieron: críticos sartreanos, militantes juveniles con el corazón en la boca, resistentes arrojándose a las rutas, y así siguiendo. Existen, por eso, anacronismos menos interesantes, como los de quienes creen que la democracia es una horma social armónica. Quieren unir con ingenuidad modos históricos de politicidad antitéticos y en esa acción olvidan que la política se funda en el desacuerdo. El dogma de la unión de los argentinos es un anacronismo actual. Nosotros defendemos otros.
Para continuar discusiones como estas releemos a De Ípola. Que no es de los más leídos. La escena disidente es dominada por Beatriz Sarlo. Ella sostiene que la democracia es gris, que se ve imposibilitada de toda épica y que toda transformación bajo su seno se desarrolla lentamente, por negociaciones aburridas. Hemos visto: la socialdemocracia tiene defensores más interesantes. Busquemos variantes, rescatemos a Emilio De Ípola de la inclusión injusta en las previsibilidades de quienes –como Sarlo– se quedaron con los laureles laicos del alfonsinismo insistiendo en un supuesto republicanismo aséptico y respetuoso del don liberal. Aunque en sus últimos textos De Ípola abreva irónicamente contra un gobierno que juzga demasiado “discurseador”, puede ofrecernos matices de donde hilar discusiones para una democracia que siga campeando por izquierda a buena parte de la sociedad argentina.
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