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La primera idea que dispara el fervor argentino —con las obvias restricciones de gusto y clase— por Patti Smith versión 2018 está contaminada por el sentido de la paradoja: ¿el punk traicionó su lema de no future? Luego, alguien podría objetar el locus de la bella felonía: una sala de conciertos perfecta, aséptica, capaz de convertir en sonoridad de cámara cualquier aspereza callejera, con cientos de personas que ven frustrados sus locos deseos de estar ahí, frente a ella. Algunos se conformarán con la pantalla led que fisgonea lo que acontece en la sala sinfónica, como si los exteriores del viejo correo porteño fueran los arrabales de un centro íntimo. No se trata del afuera de la exclusión capitalista —ella jamás lo permitiría—, sino el de la limitación espacial (qué ironía, en la era de la inconmensurable web) que sólo puede vencerse mediante un examen de paciencia devota y lealtad en un mundo en el que tantas confianzas han caducado. Dar una porción considerable de nuestro tiempo cronometrado y finito a cambio de una representación musical: eso lo saben los fans de cualquier especie, los que, obsesionados por sus trueques temporales, suelen ser motivo de mofa o recensión sociológica. Pero, caramba, esta vez hay fans en vigilia por una no star.
Una situación sin duda extraña; nada de esto sucedió cuando Patti Smith se presentó en el BUE de 2012, telonera de los Beastie Boys (un sacrilegio). ¿Qué cambió en todos estos años? Imposible saberlo con certeza. Por supuesto, relacionar esta locura por Patti —hubo jóvenes que acamparon más de diez horas para ver si podían ligar un remanente de tickets sin dueños seguros— con los avatares nacionales sería un tanto absurdo, un exceso de ciencia política mal aplicada. Por otra parte, el argumento de que la gratuidad mueve a las masas es tan insostenible como la teoría del choripán, no explica casi nada. Podrá alegarse, en cambio, que el capital simbólico de la vieja amiga de William Burroughs se indexó a partir de un perfil literario más definido (de hecho, en la función del miércoles interactuó con el director de la Biblioteca Nacional). Algunos de sus libros, como Just Kids y M Train, ya fueron traducidos al español, mientras sus polaroids entraron en los museos/instalaciones (en el Centro Cultural Kirchner, curadas por Guillermo Kuitca, se alistaron al lado de la muy institucional colección de la Fondation Cartier pour l’Art Contemporain). Otro elemento para tener en cuenta es la aceleración, no exenta de tintes trágicos, que ha cobrado la problemática de género en la Argentina. Sabedora de esto, Patti brindó sus dos recitales con pañuelo verde entre las manos. Su condición femenina en un mundo, el de la cultura rock, hegemonizado por varones, es una invitación a una suerte de revisionismo de las minorías actuantes, ¿quién sabe? Finalmente, cabe resaltar que ella canta mejor a los 71 años que a los 30. Ayer, su canto aceleraba los tiempos; hoy los retiene poéticamente.
Patti Smith entiende perfectamente dónde está, qué se espera de ella —aunque es posible que la algarabía la supere en algún punto— y cómo debe enfrentar su celebrado paso por la Argentina del modo más natural posible. A tono con una época en la que se desprecia la historia pero al mismo tiempo se la desvalija en busca de vestigios de eras doradas, Patti Smith emerge como un relato viviente y sobreviviente. Antes que Greil Marcus escribiera Rastros de carmín, ella supo inventarse genealogías malditas de cierto linaje cultural, iluminar los pasajes secretos entre Blake y Rimbaud y el escándalo de Sex Pistols. En definitiva, terminó convirtiéndose en figura clásica de un movimiento iconoclasta, madre rejuvenecida, quizá intemporal, testigo participante de toda una época. Cuando muchos de sus amigos y compañeros ya han partido —Robert Mapplethorpe, Lou Reed y Sam Shepard, por citar artistas de un mismo tramado—, sus interpretaciones devienen relatos entrañables de aquellas agitadas horas de la contracultura neoyorquina.
Pero cuidado: su sonrisa un tanto enigmática, más de tristeza por el ubi sunt de la gente y las cosas perdidas que de sapiencia arrogante, puede ser un anzuelo insospechadamente feroz. Por ejemplo, sonríe al presentar un epitafio de amor por su muerto marido Fred “Sonic” Smith, y al minuto no vuela una mosca y las gargantas se atoran. O sonríe al anunciar que cantará “For what it’s worth” de Buffalo Springfield por primera vez (la canción data de 1967), y se emociona y equivoca a poco de comenzar: el error como prueba de vida sobre un escenario.
Tal vez no se haya dicho suficientemente que se trata de una intérprete fantástica, dueña de un fino sentido de progresión dramática. En sus canciones, varias de las cuales no son estrictamente suyas, las palabras le van marcando la senda a la música. Clavada en el re mayor de inocultable rusticidad de “Beneath The Southern Cross”, recorriendo la melodía un tanto ñoña de “End of the World” o acariciando “A Hard Rain’s A-Gonna Fall” de Bob Dylan, ella logra relativizar la importancia de la densidad armónica —la apuesta minimalista—, pero al mismo tiempo pone en valor la sutileza sincrónica que tan idóneamente cumplen los guitarristas Tony Shanahan y Jimmy Rip. A ellos se sumarán los argentinos Patricio Villarejo (cello) y Matías Sagreras (órgano) tras un intento de espesor sonoro no del todo logrado, quizá porque la desolación es el estado ideal de Patti Smith.
Su voz grave, como de contralto que aprendió las lecciones espiando clases de conservatorio ajenas, suele quebrarse agudamente pero nunca abandona la claridad de tono y emisión, acaso por su fidelidad a las letras. Es una voz límpida atravesando turbios repertorios. En sus mejores interpretaciones se vuelve un poco evangelista, empodera a la gente y le transmite una fe y una confianza que, al menos en principio, no pertenecen a la filosofía del desencanto del punk. Eso sucede sin reticencias en “People Have the Power”, pero también en las siempre vivas “Because the Night”, “Ghost Dance”, “Pissing in a River” y ese primor de vida y muerte de Lou Reed titulado “Perfect Day”.
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