Otra Parte es un buscador de sorpresas de la cultura
más fiable que Google, Instagram, Youtube, Twitter o Spotify.
Lleva veinte años haciendo crítica, no quiere venderte nada y es gratis.
Apoyanos.
Que alguien o algo logren que James Franco se detenga. Este fue el deseo de la crítica Roberta Smith cuando en 2014 se enfrentó a New Film Still, obra firmada por el actor más hipster del planeta. Se trataba de una remake de la legendaria serie Untitled Film Stills que la fotógrafa Cindy Sherman había perpetrado a fines de los setenta. Desde el New York Times, Smith vislumbraba que la apropiación cínica de gestos y técnicas provenientes del arte contemporáneo por parte de ciertas estrellas de la industria cultural ya había llegado demasiado lejos. No es la idea repetir la historia del “art into pop”, como la sintetizaron Simon Frith y Howard Horne a fines de los ochenta, ni recitar los nombres de Yoko Ono, Andy Warhol, Brian Eno, Malcolm McLaren, etcétera. Sí subrayar que lo que no advirtió Roberta es que los advenedizos del arte contemporáneo irrumpirían como troyanos desde la orilla del pop negro: de allí llegaron los aspirantes a Basquiat en la era de la posproductividad técnica, amparados por el gobierno de Obama.
Sin ir más lejos, cuando le damos play a Endless, el “álbum visual” —formato/género que instituyó Beyoncé en 2013— de Frank Ocean, descubrimos que ese montaje de parlantes que se ve es una conocida obra de Tom Sachs (Toyan’s, de 2002), mientras que la voz cantante no le pertenece a Ocean, sino al fotógrafo alemán Wolfgang Tillmans. Y eso que recién pasaron unos segundos nomás; ¿algo podrá detener a Frank en los cuarenta y cinco minutos restantes?
Si algo faltaba en el reality show basado en el ascenso social de las estrellas pop afroamericanas para demostrar que la cosa iba bien encaminada, era el hecho de que ahora podían comprar arte. En julio de 2013, la canción “Picasso Baby”, de Jay Z, marcó el hito que registra ese nuevo peldaño de los raperos que mejor rankean en Forbes. “I just want a Picasso, in my casa” (sic), comienza rapeando el marido de Beyoncé, antes de entrar en trance Mallarmé y mandar “Condos in my condos”, propagando la conveniencia de invertir en inmuebles y en la obra de George Condo. “Picasso Baby” festeja la posesión de arte como summum del consumismo lujoso y aristocrático. Aunque Jay Z no haya leído a nuestro César Aira, supo rápidamente que el fetiche del arte contemporáneo es el procedimiento, y ahí fue a comprarle a Marina Abramović el de su The Artist is Present, con el fin de reciclarlo en la presentación de la canción, que tuvo lugar en una galería por espacio de seis horitas. Al estilo de Roberta, el blog Hyperallergic promulgó que cuando se concretó la sociedad entre la serbia y el neoyorquino fue “el día en que la performance como arte murió”. Mejor ni hablemos de cómo Marina mostró la hilacha al culpar al rapero de haberla “usado” (sic) sin nada a cambio, y luego usó a sus asistentes para disculparse porque ya le había llegado el cheque, pero no se había dado cuenta. La voracidad del pop por el arte contemporáneo también sirvió para revelar la de este por los “valores” de aquel…
No nos sorprende que Drake llame a James Turrell por una escenografía, o que Kanye West le encargue una perfo a Vanessa Beecroft (las estrellas pop suelen funcionar como puente hacia la moda y sus mercado). De esos cruces del pop con artistas contemporáneos —que redundan en consecuencias mediáticas y económicas para estos— ha hecho Madonna una carrera. Insistimos: lo que marca cierto cambio es la impunidad de la apropiación, esta vez a cargo de artistas afroamericanos. 24 Hours of Happy, de Pharrell Williams, naturaliza el procedimiento de The Clock (Christian Marclay, 2011) como algo que puede ser usado por cualquiera. Kanye West es una máquina de citar (convocar e invocar) a artistas consagrados, pero, sobre todo, impresiona su aspiración: ser el “artista número uno más impactante de su generación”. “¡Soy Warhol!”, exclama, antes de enumerar a Shakespeare, Leonardo, Disney… ¡y Nike! Es decir, ¿por qué un afroamericano no puede encarnar ese arquetipo de artista neoyorquino camuflado en el pop, como David Byrne, Laurie Anderson o Kim Gordon? Los ejemplos de Saul Williams, Paul Miller o Jace Clayton no cuentan aquí, más bien “letrados” y/o “académicos”.
Endless de Frank Ocean ha sido reducido a mero anticipo de Blonde, su “disco oficial” de 2016. Sin embargo, este es el álbum (visual) por el que deberíamos considerarlo un artista a la altura de Kanye Warhol. Por empezar, consideremos la fricción entre dos modos de atención: ¿cómo se ve lo que transcurre en los cuarenta y cinco minutos de video en relación con el flujo de “canciones”? ¿Cómo se sobrelleva la exasperación, qué “oídas transversales” habilita, cómo influye lo acusmático en la mirada, qué hacer con esa sensación de “esquizostesia”, etcétera? En el video en blanco y negro, tres Frank Ocean (entrenados como carpinteros, parece) construyen una escalera caracol ascendente: cuando la terminan, uno empieza a subir y, pum, se corta el ascenso para que todo vuelva a empezar (ok, esto se llama Endless). A su vez, cada track resulta un fluido montaje de digresiones. Escuchados sin las visuales, los temas dejan que se perciba mejor esta poética de la interrupción. Podría perseguirse el modo de hilvanarse ese clímax interruptus —una especie de despliegue luminoso, como de aurora boreal sinfónica y sintetizada— que arranca al comienzo del track 2, continúa cuando faltan treinta segundos de “Slide On Me” y se pincha, sube otra vez al minuto 52 de “Higgs” para cortarse en seco. Una meteorología afectiva que no responde a la narrativa de una canción. Rompecabezas emocional cuyo grito a los 2’ 47” de “Rushes To” disuelve su efecto residual de catarsis. Finalmente, la totalidad se vuelve tántrica y tabular (“Capas sobre capas de producción y emociones”, sintetiza el usuario ColeBrewer en el sitio Genius).
Deténganse en “Whiter” o “Hublots”: ¿cómo nos transmiten consonancia esas cosas tan desarmadas? Es que las canciones mutan como rapsodias bohemias, enhebrando excursos, pero siempre desde la “puesta en escena espiritual exacta”. Aunque aparenten obedecer la ley de “lo no acabado”, traicionan la estética/ética del “low fi”, los “demos”, los “lados B”: su informalidad es demasiado laboriosa. Y cara, porque esas corolas de coros (cita a Beach Boys incluida) no se graban y se editan así nomás, en un ratito. Finalmente, Ocean nos interna en un material emocional sin acabado, sin final, lejos de lo que Eno condenó como “el álbum entendido como una novela”, con cada capítulo bien definido, en beneficio de un disco donde cada pieza nada en un cardumen impresionista. Así, Endless termina emparentándose con las arenas movedizas que inauguraron Smiley Smile (1967) o McCartney (1970). Como la estética del mixtape infecta el todo y cada pieza, podría conformar una gran canción de cuarenta y cinco minutos. Un song cycle en sinfín. Acaso, cuando Tillmans canta “lifestream your life”, está contando lo que Ocean hace en este disco, vale decir, re-presentar un ritmo de vida, como lo sugieren los eslóganes de smartphones con los que el alemán compuso la letra.
Tras las idas y vueltas con que Ocean respondió a las expectativas que había creado con un disco de R&B XXI tan perfecto como su debut channel: ORANGE (2012), y luego de admitir un affaire con un hombre pero no definirse como gay, el teórico Steven Shaviro defendió su halo de misterio, sus ambigüedades, su histeria, proponiendo no buscar detrás de esos “velos” una verdad. “Deberíamos darnos cuenta de que esta forma oblicua de mostrarse es en sí misma la realidad interior que él está expresando”, concluye. De nuevo: ¿por qué un afroamericano no puede jugar a ser Morrissey o Michael Stipe? Incluso afirma su indefinición en un contexto que pareciera ser favorable a las minorías, o justamente por eso: cuando quedó instituido por la prensa el “queer rap” neoyorquino, compuesto por figuras tan extremas como Mykki Blanco, Zebra Katz y Le1f, dispuestas a encarnar un nuevo punk.
Endless no puede dejar de escucharse/verse compartiendo el mismo devenir político con el álbum visual Lemonade de Beyoncé y la película Moonlight (aquí, Luz de luna, con fecha de estreno en febrero), dirigida por Barry Jenkins. La mujer de Jay Z —la Madonna negra— lanza un manifiesto feminista y afrocéntrico a los Estados Unidos que van despidiendo a Obama, mientras Jenkins expone cómo la sexista masculinidad afroamericana es resultado de una construcción subcultural. Sirve comparar Moonlight con clásicos realistas y desafiantes de los noventa como Menace II Society o Boyz N the Hood, e incluso con la obra de Spike Lee. Igual que Endless, Moonlight apuesta al derecho a la vulnerabilidad y la ambigüedad del hombre negro. Ocean iba a llamar a su disco Boys don’t Cry (cita de The Cure), mientras que para tapa de Blonde, Tillmans lo fotografió llorando: en una escena memorable, Jenkins pone a lagrimear al protagonista ante su madre.
Pero no es sólo en el nivel del contenido donde Jenkins planta su statement. Su film quiere hacer suyos los derechos que tienen directores blancos como Terrence Malick o Gus Van Sant de filmar cine comercial con otro tempo, otro cuelgue, otra disposición a contemplar. Nuestro héroe queer-soul rapea “I’m still working while your dream pop” en “Slide on Me”, jugando con un género musical, el “dream pop”, que inventó el dúo británico AR Kane en 1987. Justamente, de existir un disco que sirva como precursor de la dupla Blonde/Endless sería i (1989) de los AR Kane: dos músicos negros reescriben el rock, el pop y el dance de los ochenta —provengan los géneros del origen racial que fuere— en un doble LP, con toda la voracidad y la omnipotencia del caso. El muchacho detrás de Blonde, que en el video usa una remera de Jesus & Mary Chain —la banda blanca que definió el rock indie británico de los ochenta—, busca mimetizarse con la sensibilidad blanca de Elliott Smith, Arthur Russell (gran influencia en el último de West: FML podría figurar en Endless), Bon Iver, Ariel Pink, James Blake o Radiohead (estos dos últimos colaboradores de Endless, donde los instrumentales son titulados “Ambience”, en referencia a la electrónica arty de Eno y Aphex Twin, claro). Lo cual no exime a Ocean de emparentarse con músicos negros que en los últimos años practicaron a su modo “dream pop”, o “dreamed pop” (esa sensación de estar recordando canciones como si se hubiesen soñado): Tricky, Divine Styler, Dean Blunt, Jeremih.
Jay Z asociado a Abramović; Beyoncé maquillada de diosa africana cantando en un micro que no admite hombres; Pharrell tomando una idea de Marclay; Kanye West gritando que es Warhol; Frank tomando prestados una obra de Sachs y un sample de Elliott Smith; Chiron llorando ante su madre: a todos los recordaremos congelados en un momento de la historia étnico-cultural de Estados Unidos. Da la sensación de que Trump asumió justo en la instancia en que la cultura negra demandaba sus derechos a identificarse con los grises de la cultura de los blancos. Un punto de refinamiento en los reclamos de inclusión, post-Black Pride. Por lo pronto, Endless es el mejor Kid A que el black pop supo conseguir. Y con el white trash heroe coronado, un video donde vemos a un afroamericano construir una escalera que nunca termina de subir —cual Sísifo de la carpintería— empieza a cobrar otra moraleja.
En abril de este año, la editorial argentina dedicada al arte sonoro Dobra Robota publicó Disonancia social, la edición en castellano de Social Dissonance de Mattin (Urbanomic,...
El DIA Art Center ha montado una doble exposición del cineasta y artista británico Steve McQueen. No he podido ver un espectáculo de música y luces...
En el último Borges —que había mutado de su conservadurismo hacia una especie de utopía ética de la belleza, unida a su experiencia del sintoísmo en el...
Send this to friend