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1. El Perico Alcasotro es un héroe lumpen libertario que protagoniza una canción épica de Higinio Mena, el cancionista y poeta sin par que en 1947 nació en Ranchos, provincia de Buenos Aires, como Néstor Julio Argüelles Bruzzo, y en 2010, exiliado de Uruguay, murió en Copenhague; un hombre, al decir de la crónica, tímido, anarquista, a quien los de su pueblo conocían como “el loco Argüelles”. Alcasotro podría figurar en alguno de los relatos de El diario de Lunacharski, el reciente libro de Martín Palacio Gamboa (Prueba de Galera, 2021). Las hazañas culminantes del Perico, aquel titán dionisíaco y fluvial, son haber dado, una vez, la vuelta al mundo y haber matado a cuatro gendarmes. Luego de señalar estas aventuras, el narrador de la canción de Mena comenta: “cosa triste de ver que cierta gente / no hable bien de quien hizo algo importante”. Este aserto melancólico me parece adecuado para subrayar las desmesuras del finado camarada Anatoli Lunacharski. Fue uno de aquellos bolches exorbitados que hicieron la Revolución soviética. Parece que era dramaturgo, y de ese oficio habrá adquirido un sentido espectacular y grandilocuente de la política. Luego de dedicarse a derrumbar monasterios y quemar imágenes de Benedicto XV, este pomposo régisseur del leninismo decidió llevar a juicio a dios. La instancia judicial tuvo lugar el 18 de enero de 1918. En el banquillo colocaron una biblia (que imagino enorme y gótica, como en una vieja película de vampiros) y el Estado soviético proporcionó al imputado abogados defensores que alegaron demencia. De nada les sirvió. La madrugada siguiente, luego de cinco horas de debate, se dispararon unas ráfagas de ametralladora hacia el cielo de Moscú: dios había sido fusilado. Nada de esto se cuenta en ninguna de las narraciones que componen el libro de Palacio Gamboa; Lunacharski no es mencionado más que en el título. Ahora bien, en cada uno de los cuentos de El diario… se da cuenta, como a través de una serie de viñetas, del mundo sin dios que sobrevino después de aquella performance deicida, o tal vez después del dicterio necrológico que Nietzsche había proferido algunas décadas antes.
2. Algunos eufóricos (tal vez el mismo camarada Lunacharski) habrán pensado que, ultimado dios, no quedaba más que el advenimiento de un mundo racional y libre, cuya materia plástica y amigable empezaríamos a moldear según nuestras necesidades y deseos, luego de apropiarnos definitivamente de él. Sin embargo, según sentenció Lezama, “todo puede llegar a la grandeza pero todo es una miseria, qué le vamos a hacer”. Lo que nos quedó fue una inercia de funcionamiento sin telos, el bucle del hiperconsumo, una totalización sin utopía aplicada a autoconsumarse. Los textos de Martín Palacio (“Tanatonarrativas del fin del mundo”, según el último título del libro) trazan, uno tras otro, la cartografía de ese antipaisaje póstumo. Sus personajes y sus peripecias hacen allí lo que puede —y debe— hacer la literatura: buscar hendijas, descubrir o inventar intersticios en el desierto. Por esas grietas, asoman sujetos mutantes o contrariados, entidades que viven con fastidio o con tenaz desasosiego su subjetividad híbrida de sobrevivientes. Todo esto se anticipa en el “Discurso de una molécula”, que abre el libro:
“La contradanza mía que describió Yoni de Mello en un rincón de Rivera juega siempre entre los bordes, y allí surgen las determinaciones a las que estamos habituados: estratos, plantas, animales, especies e individuos con el nivel de determinación que a cada uno le es propio. Molécula, sí, claro, pero también ratas y bagres y apereás. Mujeres y niños y hombres. Sin yaguatirica, benteveo, microorganismos, pulga, león y cangrejo, el devenir sería mera conexión entre heterogéneos indeterminados, y por tanto idéntico al rizoma, al decir del viejo Deleuze”.
Esta declaración, que funcionaría para caracterizar cualquiera de las fábulas de El diario de Lunacharski, es una buena sinopsis de la escritura de Palacio. En ella, recurre la voluntad contumaz de autodeterminación en sujetos pulverizados por el desastre o atravesados por legalidades complejísimas que los dispersan. También se repiten las fronteras (particularmente el Chuy, la ciudad del condado de Rocha, gemela de Chuí, con la que comparte una avenida que del lado uruguayo se llama “Avenida Brasil”, y del lado brasileño, “Avenida Uruguai”), y alguna vez Rivera, (también fronteriza, pero al noroeste del país), como en el párrafo citado o en “Hasta que la pandemia nos separe”. En esos confines es frecuente el contrabando entre la cultura popular, la cultura de masas y los saberes especializados (aquí comparecen la referencia a la canción “La contradanza molecular de los átomos de la piedra mora” —que es ella misma una provocación híbrida— con la obra de Gilles Deleuze). La enumeración caótica suele ser el mecanismo retórico apropiado para representar estas hibridaciones inauditas.
3. Mercedes Rosende es una escritora de formación y actividades polifacéticas (docencia, militancia gremial, periodismo, crítica), cuya obra narrativa ha evolucionado del thriller al policial negro y a la ruptura con las normas del género. Prologuista inesperada de El diario de Lunacharski, Rosende afirma: “Hay cierto aire morosoliano en ese pulso que describe con facilidad emociones difíciles y delinea en pocas pinceladas situaciones espinosas”. Es verdad. Pero, menos que en la textura de la prosa, creo que el parentesco está en una forma de relación entre los personajes y su ambiente. Hay, como en cualquier colección de cuentos del escritor minuano, un elenco de vivientes que se colocan, como bricoleurs o —mejor— cirujas, al margen de las cadenas de producción (y de producción de sentido) que los han hecho y deshecho. Como los de Juan José Morosoli, los personajes de Palacio son excrecencias de un medio o de una episteme que los genera, los determina y finalmente los excluye. Es cierto que los contextos que fabula Palacio suelen ser más delirantes y extremos. Lo que me resulta parecido, en uno y otro, es el modo asordinado o discreto en que los personajes viven el conflicto con el mundo. No hay, ni en Morosoli ni en Palacio, aspavientos trágicos (como en la “novela de la tierra” del siglo pasado) en la representación del vínculo del humano con la geografía o con las relaciones de producción. Quizás convendría aclarar, para algunos lectores no uruguayos, que minuano, el gentilicio que usé antes para nombrar a Morosoli, designa al nacido en Minas, la capital del departamento de Lavalleja. Juan José Morosoli era hijo de inmigrantes italianos, el padre albañil. Cursó solamente dos años de escuela primaria, trabajó en la librería de su tío materno y fue un autodidacta consecuente. A los veintidós años participaba de una tertulia literaria en el café Suizo de su ciudad, y a los veinticuatro compró un almacén y barraca donde trabajó toda su vida. Años después, en 1933, colaboró con la Revista Multicolor de los Sábados, del diario Crítica, dirigida por Borges y Ulyses Petit de Murat, y más tarde con artículos y cuentos en el semanario Marcha, la Revista Nacional y, desde 1948, en Mundo Uruguayo. En 1936, publicó Los albañiles de Los Tapes. Le siguieron Hombres y mujeres (1944), Perico(1947, cuentos para niños) Muchachos(1950, su única novela) y Vivientes (1953). Esos libros le valieron la estima del público, la crítica y otros escritores. Los responsables de la cooperativa editorial Asir (heredera de la revista homónima), que publicó entre otros a Onetti, Ángel Rama y Emir Rodríguez Monegal, lo tenían entre sus maestros. Suele oírse decir que fue uno de los más importantes cultores del cuento corto en Uruguay; que el cuento fue su forma de rescatar las vivencias de personajes anónimos de pueblos del interior y de zonas rurales. Digo todo esto porque cuentos de Palacio como “Jessica Moreno y los Cortafierros”, “La bombilla misántropa” o “Los dueños de la luna” parecerían escritos por un Morosoli enchufado a un dios centelleante y omnímodo (esto es: internet), o sometido a una transfusión de plasma vencido proveniente de Chernobyl.
4. Algunos periodistas culturales insisten en indicar que unos cuantos escritores uruguayos no nacieron en Montevideo o no viven allí. (El Chuy está a 326 kilómetros de la capital; yo vivo y enseño en Treinta y Tres, que está a 290 kilómetros). Es probable (aunque cada vez menos, según pasan los años) que algunos escritores de origen aldeano estemos algo más cerca de aquellos saberes y prácticas premodernos, de la tradición oral. Sin embargo, el ambiente global que nos rodea, nos deforma o nos programa, es desde hace mucho la cultura de masas. Un registro de la banda de sonido o del tracklist de El diario de Lunacharski constata este fenómeno: Los Zucará, Marilyn Manson, Camarón de la Isla, Bauhaus, Carlos Molina, Gardel, Canaro, D’Arienzo, Julio Sosa, Santiago Chalar, Amalia de la Vega, Abel Soria, Osiris Rodríguez Castillos, xotes y milongas en portuñol, Abba, blues roñosos, rockabilly, Roberto Carlos, Los Iracundos, El Club del Clan, Charly García, Joy Division, Pinky Costa y su Grupo Mogambo, Cross, Yoni de Mello, Drexler. Como escribió Ray Bradbury hace más de setenta años, en una de sus anticipaciones políticas más certeras: “Hemos sido arrojados en esta civilización como un puñado de semillas en una mezcladora de cemento”. Lo que ocurre, de vez en cuando, es que un sujeto lúcido como Palacio, permeado y configurado por la cultura letrada, emerge en las periferias más excéntricas para testimoniar o fabular el modo en que las mutaciones triviales o monstruosas de la neo-oralidad electrónica inciden, refractan o se amalgaman en las particularidades de la región. Estos vínculos entreverados y explícitos son la clave o la poética de todos los relatos del libro y están presentes en cada uno de ellos. Cito casi al azar: “Tanto la programación como la voz de Derly Martínez parecen ser el ente de Parménides: no cambia, no se mueve, está ajeno a las contingencias del tiempo y del espacio. Los juzgo tan eternos como el agua y el aire. O como esta tormenta”. En este párrafo, se remite la quincalla vintage de una radio uruguaya al programa filosófico de un presocrático, que luego es comentado con un alejandrino de Borges. En este punto parece pertinente añadir o difundir que, más que practicante de una polilengua, Palacio Gamboa es un escritor extraterritorial. Durante unos buenos diez años fue escribiendo una serie de poemas en ladino, la variante del español medieval que hablaban los judíos sefardíes que vivieron en la península ibérica hasta que fueron expulsados (por la misma época en que Colón llegaba a América). “Aprendí a hablar en ladino por mi contacto con un par de familias sefaradíes en el Chuy, donde me crié”, ha contado. “Después lo recuperé durante mi residencia en Recife, allá por 2010, donde una comunidad de judíos negros la tienen como lengua comunitaria”. (El ladino, que se conformó con aportes del hebreo y otras lenguas mediterráneas, tiene su propia tradición poética, y muchos de esos textos fueron musicalizados por artistas uruguayos, como Eduardo Darnauchans, Washington Carrasco y Cristina Fernández).
5. Los reseñistas suelen llamar género a aquellas narrativas que replican, con más o menos apego o creatividad, unos formatos o contenidos temáticos que han sido consolidados por la industria del entretenimiento. Estas modalidades (las más conocidas son la narrativa policial y las diversas subespecies de la ciencia ficción), que aparecieron en los folletines o en los pulps o en la mera literatura, fueron metabolizadas con éxito por el cine, y desde allí vuelven a la escritura. En El diario de Lunacharski recurren las distopías, prospecciones hacia mundos destartalados por la catástrofe. Se insinúa también el terror gótico, el gore (“La bombilla misántropa”) y hay una sigilosa invasión zombi. Pero todos esos topoi del género se mudan a Rivera, a Pueblo Cebollatí, a Rocha, a Montevideo y —claro— al Chuy. En esas locaciones incorporan con naturalidad su propio lenguaje, su propia música, sus formas locales de la desesperación.
6. En más de un lugar de Madame Bovary, Flaubert nos comunica su inquina hacia Jean Pierre de Béranger, superstar de la música popular del siglo XIX. Martín Palacio Gamboa no se priva de un texto llamado “Hit”, especie de broma o dispositivo hiperbólico cuya función es expresar el desprecio del autor por la obra de Jorge Drexler. O, mejor dicho, por lo que representa la obra de Jorge Drexler. Yo no lo hubiese incluido. Sin embargo, hubiese dado mucho por ser el inventor de un bar llamado Mira cómo llora la infeliz (en “Declaración conjunta”), o de la banda Jessica Moreno y los Cortafierros, del cuento homónimo. Y hubiese dado mucho más por ser integrante, un prescindible guitarrista rítmico, de esa banda.
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