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En medio del remolino de una época que ofrece razones más poderosas para el pesimismo de la acción, vale la pena recuperar un conocido fragmento de las Tesis sobre el concepto de historia de Walter Benjamin para ir al centro de un problema que se representa cada vez con mayor frecuencia en la música escénica: el cambio climático. Pero antes, vayamos al cuadro de Klee, según los ojos del filósofo. Allí, recordemos, el Ángel de la historia vuelve el rostro hacia el pasado y sólo ve, con “los ojos como platos, la boca, muy abierta, las alas, totalmente extendidas”, una catástrofe única que arroja a sus pies ruinas que se amontonan sin cesar. La criatura quisiera detenerse, despertar a los muertos y recomponer todo lo destruido. “Allí donde nosotros vemos un encadenamiento de hechos, él ve una única catástrofe que acumula incesantemente una ruina tras otra”. Un huracán (algunas traducciones prefieren “tempestad”) sopla desde el paraíso y se arremolina en sus alas. Ya no puede plegarlas. Es arrastrado hacia el futuro, al que da la espalda mientras las ruinas crecen y crecen ante su mirada atónita. “Este huracán es lo que nosotros llamamos progreso”. Sostiene Susan Buck-Morss que una construcción de la historia que mira hacia atrás más que hacia adelante, hacia la destrucción de la naturaleza material tal como esta realmente ocurrió, proporciona “un contraste dialéctico al mito futurista del progreso histórico”.
El fragmento reclama otras interpretaciones más modestas pero necesarias.
Un huracán o sus equivalencias de magnitud producen un estruendo de bajas frecuencias que puede ser similar al de un tren de carga por su combinación de vientos de hasta 250 kilómetros por hora, lluvias torrenciales y presión atmosférica. El fenómeno meteorológico puede alcanzar los 110 db, equivalente a las vibraciones de un martillo neumático a poca distancia, el fragor de una discoteca, el estallido cercano de petardos, un avión que despega o una carrera de Fórmula Uno. Exponerse repetidamente a sonidos de 85 db provoca la pérdida de la audición. Pobre ángel, entonces. Klee lo debió pintar con las alas en dirección a las orejas, como el homúnculo de Edvard Munch, que se las cubre desesperado. El ser alado no podía percibir la magnitud del desastre acústico llamado progreso. Nosotros, sí.
La parábola benjaminiana abre paso por lo tanto a una evidencia insoslayable: el huracán es más que una alegoría. Es un huracán, con toda la fuerza de la reincidencia destructora que manifiesta en el Capitaloceno.
Auksalaq es una palabra inupiat que significa “nieve o hielo derretido”, y es también el título de una ópera telemática e interactiva que explora los efectos del desastre ambiental en las regiones árticas de Alaska y Canadá. El compositor Matthew Burtner y el artista multimedia Scott Deal combinaron música en vivo, artes visuales, argumentos científicos y políticos y tecnología de distancia. La ópera se interpretó simultáneamente en varios lugares del mundo. Auksalaq incluye imágenes de voraces tifones. Se estrenó en 2012 la misma noche en que el huracán Sandy tocó tierra en la costa este de Estados Unidos. Mientras la representación telemática se desarrollaba en Noruega, Canadá, Alaska y el Medio Oeste de Estados Unidos, las salas de Nueva York, Washington D.C. y Virginia se vieron obligadas a cerrar.
Tres años más tarde, Giorgio Battistelli puso en escena CO2 (la fórmula química del dióxido de carbono) en La Scala de Milán. Giro interesante el del autor. En 1981, y quizá todavía bajo los vientos de cambio que había imaginado el autonomismo italiano en los setenta, Battistelli creó Experimentum Mundi, una suerte de intervención en escena de aristas culturales y sociológicas. La obra para narrador, voces femeninas, percusionista y dieciséis trabajadores de distintos oficios (entre ellos un pastelero, dos carpinteros, dos albañiles, dos zapateros, dos herreros, un cantero, dos afiladores) da vida sonora a los deseos de una casa común que se apoya en textos del iluminismo. Historia del trabajo, sí, pero también de un horizonte compartido más allá de la piedra, la madera y el hierro. Experimentum Mundi se cierra con las tareas concluidas sobre el escenario, una anhelante metáfora de la ciudad posible y acaso futura.
Pero el futuro adquirió la fisonomía de CO2. Battistelli partió de Una verdad incómoda, el libro de Al Gore, para imaginar su ópera. Después fue en busca de otras fuentes para sus nueve escenas, con su prólogo y epílogo, entre ellas los escritos de George Adamson, un especialista en cambio climático. La línea temporal parte de la danza de Shiva y termina con la Convención de Kioto. Las filmaciones aportan su carácter documental. El tsunami y los huracanes son convocados entre escenas en un aeropuerto caótico en el que se han cancelado los vuelos y un supermercado donde se acumulan productos del mercado de la globalización. En un momento clave aparece Gaia, la Tierra, y le advierte al hombre que la está lacerando desde dentro: si la destruye, él también será destruido. “¿No tenemos cada uno de nosotros, en nuestra pequeña medida, alguna responsabilidad?”, se preguntó el compositor. “Mi esperanza es que a través de una obra de teatro musical sea posible tocar las conciencias de las personas y mirar este problema tan serio desde un ángulo estético, más que científico”. El realismo y el teatro épico brechtiano piden la palabra sin ruborizarse. Hablar de anacronismo puede ser a estas alturas anacrónico.
Otro tipo de réquiem plantearon las lituanas Lina Lapelytė, Rugilė Barzdžiukaitė y Vaiva Grainytė en Sun & Sea. La ópera le valió a Lituania el León de Oro en la Bienal de Venecia de 2019 y ha recorrido el mundo. Los espectadores son testigos de un simulacro de veraneo de unas veinte personas. La playa y el sol son artificiales. “Ni didáctica ni abstracta, es un mosaico insidiosamente agradable de consumo, globalización y crisis ecológica”, señaló The New York Times el 14 de septiembre de 2021. “Así es como terminará el mundo, no con una explosión, sino con lánguidos cantos de sirena tarareables que nos insensibilizan ante nuestro destino”, dijo The Guardian el 15 de junio de 2022. La puesta en Venecia de Sun & Sea coincidió con una inundación de la ciudad de los canales. La llegada de la obra a Brooklyn también estuvo precedida por fuertes tormentas que arrastraban los restos del huracán Ida que había matado a más de cuarenta personas en Nueva York y tres estados vecinos.
Todo acto de cultura puede ser también un acto de bestialidad meteorológica. Sobre eso versa también Anthropocene, algo así como un thriller psicológico que el compositor Stuart MacRae y la escritora Louise Welsh estrenaron en la Ópera de Escocia en 2019. Un equipo de científicos queda atrapado en el hielo del Ártico. Dentro de un bloque de hielo descubren algo que hace añicos sus creencias sobre la vida y la muerte.
Bajo impresiones similares del desastre se estrenó en abril de 2024 en el Baruch Performing Arts Center de Nueva York una ópera de setenta y cinco minutos llamada The Extinctionist. El compositor Daniel Schlosberg recurrió a una pieza teatral del mismo nombre de Amanda Quaid, a cargo del libreto. Una joven pareja está intentando tener un hijo. Abrumada por el colapso medioambiental, ella se pregunta si la mejor manera de proteger a un futuro hijo sería no tenerlo. “Lo bonito ya no significa mucho. El aire es malo. Es un poco más difícil conseguir comida. Lo leemos en las noticias. Los océanos no tienen peces… Estoy atravesando toda esta transición. Su cuerpo se convierte en un campo de batalla de angustia política, deseos contradictorios y temor existencial”. Dijo Schlosberg: “Ya no podemos dar por sentada nuestra realidad actual. Y tenemos que navegar por nuestras relaciones hacia una inevitabilidad que puede estar más allá de nuestro control inmediato”.
The Extinctionist se detiene en el desmoronamiento de una subjetividad ante la inminencia de lo que el cine apocalíptico tipo Twister convirtió en género despreocupado. En cambio, The Shell Trial, de Ellen Reid y Roxie Perkins, recurre también a Brecht y su pedagogía política del teatro épico para discutir los factores corporativos e individuales que desembocan en el ecocidio. El 4 de abril de 2018, el grupo ambiental Milieudefensie llevó a la petrolera a los tribunales para exigir que ajuste sus operaciones comerciales al Acuerdo Climático. Miles de ciudadanos holandeses y un grupo de organizaciones no gubernamentales se unieron como codemandantes. El tribunal dictaminó que Shell, una de las grandes emisoras de dióxido de carbono en el mundo, debía haber reducido las emisiones en un 45% para 2030, en comparación con sus niveles de 2019. Ese fue el punto de partida primero de una obra de teatro de Rebekka de Wit y Anoek Nuyens que provocó revuelo en escenarios holandeses e internacionales. Reid y la libretista Roxie Perkins la pasaron por el tamiz del drama musical que se estrenó en la Ópera Nacional de los Países Bajos pocos años después del peor verano de la historia, con vientos de hasta 146 kilómetros por hora y tormentas en la costa del mar del Norte que derribaron árboles y anegaron las carreteras.
En The Shell Trial, cuyo video acaba de subirse a YouTube, convergen lo didáctico y sofisticado, tanto en el texto como en la partitura. El equilibrio entre esas polaridades atraviesa distintas pruebas de eficacia durante casi dos horas. La diversidad estilística no redunda necesariamente en un pastiche. Funciona como música de un anhelado green deal, pero también es una banda sonora del desconsuelo que se encarna en personajes alegóricos. El “artista” se encarga al inicio de contextualizar la obra. “Después del fallo, Shell guardó silencio. ¿Estaban conmocionados? ¿Aterrados? No. Llevaban veinte años preparándose para este veredicto. Además del equipo de marketing y el ejército mediático, tienen un departamento de escenarios que ensaya situaciones a las que podría enfrentarse más adelante. Y en 1998 este departamento predijo que por estas fechas el cambio climático empeoraría y se presentaría una demanda importante contra ellos. Por supuesto, sus predicciones eran correctas”. Es luego el turno de “la ley”. Cantar siempre entraña una dosis de absurdo. Es un habla que se deforma. “Sabían que los mares se elevarían, los incendios aumentarían y aun así no cambiaron nada”, enfatiza entre sobreagudos como si fuera la Reina de la Noche mozartiana salida de la novela de Dick. La ley no es una espada sino “un simple cristal fácil de romper”, y es lo que hace el CEO, un cínico trajeado de smoking. “¿Me echas la culpa de todos los pecados? ¿La pérdida de Shell te hizo volar menos? ¿Donar más? ¿O sentiste que el villano se había ido y dejaste de preocuparte?”. Su trabajo nunca fue salvar al mundo. “El gobierno” no puede estar a la altura de las circunstancias. “A menudo se dice que es incapaz de realizar cambios significativos. Yo valoro su lentitud, la lentitud crea comprensión. Antes lo odiaba, lo quería todo, ahora, rápido, ahora, aprendes que moverse rápido cuesta demasiado y siempre lo pagan los que no pueden permitírselo”. La ópera tiene un subtexto que nunca se muestra, salvo al final. Fuera del teatro, Shell ha apelado el dictamen y espera revertirlo. El “consumidor” encarna entre tanto su mala conciencia al borde de la caricatura: “Creo que mi casa está fría. Necesito comprar comida, mi impresora está rota, oh Dios, ¿soy una mala persona? ¿Por qué no tengo el pelo sedoso? ¿Por qué no tengo el estómago plano?”. Es cantado por la jerga publicitaria en medio de un ostinato maníaco que es la metáfora de la compulsión. “Anuncio tras anuncio tras anuncio, hay una solución”, alardea y deja en suspenso su posible salida de la dialéctica entre deseo y dinero hasta que se solaza con las bondades de una plancha vibratoria que ayuda a perder peso. “Hago clic, la compro”. Ve el reflejo de su rostro de adicto en las bolsas de los productos que compra. “¿Realmente depende de este idiota cómo acabará el mundo?”. La carrera de relevos sigue con “la activista”, una militante avant la lettre, vestida como tal, provista de un megáfono, dispuesta a ir al choque con el Estado. “El futuro pertenece a aquellos que sobreviven. Cada segundo cuenta, otro tic, boicotear, dejar de volar, detener los recortes de impuestos al petróleo, actuar como si te importara una mierda”. El paso de los segundos se subraya con la percusión y el pizzicato de las cuerdas. Es the doomsday clock. Y sobre eso quiere tomar la palabra cantada “la historiadora”, urgida por hacer entender a las nuevas generaciones que el desastre se remonta a más tiempo del que admite Shell. El piloto y el trabajador petrolero representan en cambio los daños colaterales y el temor a perder sus trabajos. Los refugiados climáticos lo han perdido todo, hasta la voz. Testimonian esa mudez de cuerpo presente (hablamos de millones de personas que todavía no se escuchan: diecisiete millones de latinoamericanos se encuentran bajo esa condición). Las secciones instrumentales funcionan apenas como un subrayado de los alegatos que se permiten ciertas indagaciones texturales.
Sobre una pantalla gigante se proyectan incendios forestales. “Quemar, quemar”, gritan todos. “¿Es el fin del mundo?”, quiere saber una maestra de escuela. Vuelve “la activista” y cree que el futuro es incierto y por lo tanto esperanzador, en la medida en que no ofrece consuelo. La idea es retomada por el coro: “Inundaciones mortales arrasan barrios enteros en Libia, el ciclón Mocha devasta Myanmar, el futuro es incierto y eso es esperanzador… 800.000 litros de petróleo se derraman en Filipinas… el futuro es incierto y eso es esperanzador…. el ciclón Freddy asola Malawi, Mozambique y Zimbabue, un incendio mortal devasta Maui, Hawái… el futuro es incierto y eso es esperanzador”. Hasta cierto punto. El colectivo ve, como el ángel de Benjamin, escombros sobre escombros, cenizas sobre cenizas de la civilización. “Dios, piensas, ¿qué hemos hecho? ¿Qué vamos a decir cuando nuestros hijos nos pregunten qué hicimos?”. Los hijos no esperan y toman el escenario. Es la elegía de niños cantores que no bostezan. “Nos llaman esperanza pero nos ven morir, de un millón de formas, en un millón de lugares, dicen que somos el futuro pero somos el pasado, siempre fuimos, dicen que el clima es el futuro pero es el pasado, siempre lo es, quieren que nos olvidemos pero la tierra recuerda”. Decenas de adolescentes entienden que es tiempo de buscar cobijo a la vista del público y se esconden en bolsas de dormir. No hay suficientes para tantos nuevos refugiados. Tampoco conclusiones. Se apaga la luz.
Sobre el final del video se lee: “El 12 de noviembre de 2024, el Tribunal de Apelación de La Haya anuló una decisión histórica del Tribunal de Distrito que había ordenado a Shell reducir sus emisiones de CO2 en un 45% para 2030”. La sentencia deja un precedente para otros litigios climáticos. (Habría que incorporar a esta serie Geonnitus, una instalación audiovisual sobre el fracking que se realizó a fines de 2024 en la periferia bonaerense y fue coordinada por Marina Aizen, cofundadora de Periodistas por el Planeta, y Pablo Schanton. En lo que ha sido una fábrica, un equipo multidisciplinario propuso una dramaturgia de Vaca Muerta para que su amenaza entre por los ojos y los oídos: las bajas frecuencias que golpean el cuerpo son analogías aproximadas, simbólicas, de lo que padecen el suelo y la vida en el sur).
Un mes más tarde Donald Trump asumió la Presidencia de Estados Unidos. “Drill, baby, drill”, ha repetido musicalmente (hay remixes de su rítmica bestial). Spotify donó 150.000 dólares para la toma de posesión. La plataforma, una verdadera fuerza contaminante, como ha demostrado Kyle Devine en Decomposed: The Political Ecology of Music, no quiso quedarse afuera de la fiesta de la tecnodominación plutocrática a la que se han sumado Amazon, Facebook, Google y Tesla.
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