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I. El cansancio se ha vuelto vertiente decisiva de nuestra experiencia de lo cotidiano. La filosofía que lo trate como “tema menor” revela ser un pensar que se agota al laminar la conexión entre “circunstancias” y “cuerpo vivido”. Hace bien el autor historiando el cansancio. Sin embargo, el recorte que ofrece es discutible. Ignora a los preplatónicos, cuyo pensar, cimentado en la “háiresis” (estilo de vida), ata la realización mental y emocional a la tonicidad de un cuerpo que, si aspira al bienestar, ha de ejercitarse. Chrétien pasa de puntillas por quienes, de Nietzsche a Slöterdijk, devolvieron podio y honor a cínicos, estoicos, epicúreos y escépticos, cultores de un cambio radical que comienza en el cuerpo (descansado). Así, el tema de la lasitud no es infrecuente, salvo en los parajes que frecuenta Chrétien. Apenas un caso: en 1978, Roland Barthes dedicaba a “la fatigue” sesión y media de su curso del Colegio de Francia.
Otro problema de Chrétien es el tosco dualismo que siembra en su texto: humano-divino, opacidad-luz, incluso cansancio-descanso. En agudo contraste, Barthes se mostró más atento al escoger otras “figuras de reflexión”, porque “resistir al paradigma” (zafar del pensamiento de la contradicción) era su proyecto intelectual, compartido con otros grandes de la época: Foucault o Lacan, tan distintos por otros conceptos. Sobre el tema del cansancio, Barthes escribió esta perla, digna de Dôgen o Lin-chi: “descansar es habitar un espacio sin quedar fijo en un lugar”.
II. El caso de Chrétien no es único. Menudean autores (extranjeros y locales) “exitosos” entre nosotros que practican un “pensar cansado”: prefieren la navegación de cabotaje sin perder de vista la playa acogedora de grandes autores clásicos (son “especialistas”); no se atreven al viaje sin retorno de una reflexión oceánica. Es ese el convencionalismo que practican los pensadores cansados: no les queda resto para bracear profundidades. Epígonos, se limitan a revolver la marmita de lo ya cocinado, arriesgan justo lo necesario. Por limitarme a los que llegan por avión, detrás de Chrétien por ejemplo está Paul Ricoeur, quien luchó por devolver a Freud al paradigma racionalista biempensante, y de paso, neutralizar a Lacan.
Después del empujón de los renovadores de la “háiresis” francesa de posguerra, detrás de ciertos pensadores (locales o visitantes) percibo, de los noventa en adelante, la extenuada sombra de Montaigne. Ofrecen un tipo de reflexión en apariencia novedosa, que atrae a público incauto de la ciudad. Son buenos profes de filó, conocen a sus autores, saben sazonarlos con la salsa del momento: progre, posmo, new age, populista latinó, nihilista chic, etcétera.
Como alimentos perennemente frescos, me siguen gustando Tomás o Aristóteles, Agustín y Pascal, Confucio o Descartes (de Montaigne me aparta el pesimismo). Pero si me ajusto a lo que más o menos sigo o conozco, la “nouvelle cuisine” que en avión o en libro “arriba” a Buenos Aires de la mano de chefs como Luc Ferry, Gilles Lipovetsky, François Jullien, Jean-Claude Marion o Chrétien no pierde el dejo agrio de un plato recalentado en microondas.
Ni puede ocultar el feble mecanismo de algunos ciclos lectivos con profes en visita de médico, desgrabada, traducida y encabezada luego por mail con ampulosos prólogos.
Ni consigue calmar la desazón de ver editados textos sin peso específico, destinados a un público cautivo de conferencias. Visto con la perspectiva de los últimos diez o quince años, ¿qué queda del “nuevo pensar” de algunos de ellos?: ¿poco, nada?
Marcel Proust dijo alguna vez: “Los libros que amamos son los que parecen escritos en una lengua extranjera”. En sintonía con el escritor francés, Guillermo Kuitca declaró:...
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