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El malentendido quizá comenzó en 1965 cuando George Martin y Paul McCartney —no fue culpa de ellos— decidieron prescindir del formato de un grupo de rock and roll para grabar “Yesterday", dejando su lugar a un cuarteto de cuerdas. La presencia en la música pop de las cuerdas —y de orquestas conformadas por sesionistas— ya estaba de antes: para dar ejemplos pertinentes de lo que a este texto más le interesa discutir, pensemos en las producciones señeras de Phil Spector o en el álbum navideño de los Beach Boys de 1964 realizado por Brian Wilson, el alumno que superaría al maestro.
Pero la sobria elegancia del arreglo de Martin para “Yesterday” le agregó al pop una capa extra de refinamiento, además de respetabilidad para el mundo adulto. A su pesar, de él parece provenir buena parte del equívoco que sostiene que la presencia de cuerdas —cuando no de toda una orquesta— hace la música más sofisticada o, para decirlo de una manera prosaica, “más mejor”.
Esto suele tener un correlato físico cuando entra en juego el recinto: en la Argentina, año tras año se sigue jugando con la idea de que el Teatro Colón confiere legitimidad a figuras de la música popular. El problema es que como fuera de la programación anual el Colón tiene una cantidad de fechas que alquila para otros espectáculos, llegar al Colón —y pagar una orquesta para que toque footballs, como llaman los sesionistas estadounidenses a las redondas que les llenan los compases y les facilitan el trabajo— es cada vez más una cuestión de presupuesto y no de mérito.
El malentendido entre el pop y el mundo de las orquestas ha producido una maravilla a pesar de sí misma, como Days of Future Passed de los Moody Blues, como el notorio desencuentro Concerto for Group and Orchestra de Deep Purple con la londinense Royal Philharmonic Orchestra, institución que al día de hoy continúa explotando esta veta, se supone con menos reticencia con la que originalmente encaró la composición de Jon Lord.
En los últimos años, la RPO ha sido el colchón de una serie de comercialmente exitosos proyectos con cantantes en los que no importa si estos están vivos (Aretha Franklin) o muertos (Elvis Presley, Roy Orbison). El procedimiento siempre es el mismo: tomar las voces del multitrack original y sumarle nuevos arreglos orquestales. En abril, el fantasma de Elvis se presentó en pantalla gigante y con orquesta local en el Luna Park. Orbison, sin orquesta: directamente revivió como holograma (no hace falta estar muerto para esto: el “regreso” de ABBA a los escenarios se dará de esta forma). Como sea, son nuevas viejas mañas de la industria, donde los conceptos de carrera, honestidad artística y hasta la muerte son maleables al compás de las nuevas tecnologías.
La entrega más reciente en disco de este exorcismo orquestal es particularmente molesta porque Brian Wilson es a la música pop lo que Mozart o Beethoven a la música clásica. Y no por la biografía torturada o los problemas auditivos: maestro supremo de la melodía y la armonía (tanto en acordes como en arreglos vocales), Brian nunca necesitó de una filarmónica para pensar el pop en términos orquestales. Teniendo a su disposición los mismos recursos de los que disponía Phil Spector, su cenit como arreglador y productor (1965-1967) está en el maridaje inusual entre instrumentos (una armónica bajo respaldada por un banjo, el unísono de una guitarra con un piano) y su conjunción con las voces de los Beach Boys, que Lindsay Buckingham (Fleetwood Mac) gusta definir como una sección de vientos en sí misma, además de un manejo de las dinámicas en el que usualmente menos es más.
Todo esto es obliterado por The Beach Boys with The Royal Philharmonic Orchestra. En verdad, es un término un poco fuerte porque canciones como “God Only Knows” o “Don’t Worry Baby” (ok, también está “Kokomo”, con la que Brian no tuvo nada que ver) son imposibles de arruinar, más si se conservan las voces y la mayoría de los instrumentos de las producciones originales (un extendido problema de los arreglos orquestales de música pop es la ausencia de un beat, como sucedió en nuestro país con los Once episodios sinfónicos de Gustavo Cerati). Las voces de los Beach Boys, remezcla y remaster mediante, suenan como si hubiesen sido grabadas ayer, algo bueno (la claridad y la definición son impresionantes) y a la vez malo (el aura original se vuelve más lejana).
Pero media docena de arregladores agregan poco y nada de valor a la música de Brian Wilson: algunas breves introducciones, muchas veces desconectadas de la canción que las sigue, doblaje de los contrapuntos del arreglo original y demasiado colchón. Para peor, una canción como “Heroes and Villains”, que casi volvió loco a su compositor cuando no paraba de grabar fragmentos y fragmentos de variaciones sobre el tema, lleva adosada un abandono que pretende ser coda: un fragmento de vientos escrito por David Campbell, el padre de Beck, que parece haber puesto más cuidado cuando arregló para Divididos. En rigor, “California Suite”, que abre el disco, es un agradable minuto y medio que sugiere que se podrían haber reorganizado las canciones como material musical a ser utilizado en una nueva y extensa composición, trabajada con temas recurrentes, modulaciones y enlaces. Un desafío difícil de llevar a buen puerto y demasiado trabajo para un proyecto que apela al menor denominador común, aun cuando intente mostrar exactamente lo contrario.
“Here Today” exhibe plenamente el malentendido originario: una sección de cuerdas toca una variación en semicorcheas como si más notas hiciesen a la música más compleja. La plegaria de cámara “You Still Believe in Me” es saturada, lo que mata toda comunión entre las voces y el clavicordio. Quizá lo más rescatable sea la orquesta de “Disney Girls” (otro tema sin Brian), porque parece realzar la intención original de su autor, Bruce Johnston (quien, comparado con los hermanos Wilson, ejemplifica dentro del grupo la dicotomía entre un músico talentoso y un verdadero artista), aún hoy ladero de Mike Love en la franquicia que gira con el nombre Beach Boys.
En rigor, estas reversiones orquestales están guidas por un principio similar a lo que en los noventa eran los discos de remixes. Lo más parecido a una remezcla electrónica del Brian Wilson 66/67 está en Hawaii y Cold and Bouncy de los High Llamas. Otro sería el cantar si se hubiesen grabado los arreglos para orquesta —por más que tampoco hicieran realmente falta— que Van Dyke Parks escribió para Brian Wilson cuando este sacó por primera vez de gira Pet Sounds. Es cierto, los Beach Boys supervivientes (Brian incluido) dieron su venia a esta boutade. Pero no deja de ser una versión high budget de lo que cualquier músico cualificado podría hacer desde su casa con un programa multipista y un sampler (y dado que varias de las grabaciones han caído en dominio público en algunos países, incluso legal). Pero, como también pasa con el reciente disco de dúos vía juego de la copa digital de Sandro, que algo pueda hacerse no significa que deba hacerse.
Ver a Brian Wilson en vivo, casi una presencia totémica mientras sus músicos reproducen sus arreglos originales nota por nota, es una de las experiencias más emotivas que se pueden tener a través de la música. El año pasado, mientras el público iba llenando las salas, sonaban los discos que The Hollyridge Strings (una orquesta fantasma hecha de sesionistas) había grabado con sus canciones en 1964 (pre-“Yesterday”) y 1967. Como parte de la corriente de “clásicos para las masas” (que acá tendría su mejor exponente en Alain Debray), simultáneamente llenos de pretensión y al mismo tiempo carentes de ella, esas producciones eran mucho más honestas que las de la Royal Philharmonic Orchestra. Y más pop a la vez.
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