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El poder del desierto aún no ha sido descubierto, utilizado y desplegado. La civilización occidental, cultura de los bosques, de la espesura, de la centralización feudal de la tierra cultivada, no conoce la desenfrenada planitud del desierto, sus convulsivas circulaciones de aire, sus demonios de polvo y viento. Incluso los libros a través de los cuales la cultura letrada de Occidente exploró el desierto están hechos de árboles. Esa es la premisa política que subyace a Duna, la extraordinaria obra literaria de Frank Herbert, y que se vuelve crucial en esta fase histórica de transición energética.
Denis Villeneuve estrenó la segunda parte de su versión cinematográfica de Duna, que carga con la expectativa de reponer una larga deuda que el cine ha tenido con la novela de Herbert. La propuesta de Villeneuve parece ser el intento de apartarse de ciertas convenciones audiovisuales vinculadas al género épico, como si sobre la más rígida de las estructuras narrativas, el mitema del héroe, quisiera aplicar modalidades estéticas y ritmos de despliegue propios de un cine ‘’menos comercial’’. Expande así algo que ya intentó previamente en La llegada (2016), donde, basándose en el brillante relato de Ted Chiang (Story of Your Life), aplicó un montaje de duraciones dilatadas y plasticidad crónica a un clásico planteo de invasión extraterrestre sobre territorio americano.
¿De qué trata Duna? El vector axial, tanto del film como de la novela, es la historia de la caída y el resurgimiento de una Casa feudal, en el marco de un conflicto político en torno a fuentes de energía y con la amenaza subyacente de una guerra religiosa. Paul, el último líder de la traicionada Casa Atreides, se introduce en la cultura del desértico y hostil planeta Arrakis y se convierte en el líder-profeta de una rebelión contra el Imperio. Arrakis es el eje de una disputa entre las Grandes Casas, porque de allí se extrae la especia, una sustancia invaluable que ostenta la rara cualidad de ser un potenciador psicoactivo indispensable para la trazabilidad de las rutas del Imperio.
Los conocimientos y el rigor marcial propios de los Fremen, habitantes profundos de Arrakis, se contraponen a la estructura feudal de las Grandes Casas, articuladas en torno a planificaciones genealógicas; en la segunda parte del film de Villenueve el trasfondo político se amplía al introducir a la familia imperial, caracterizada con curiosos rasgos culturales de la Antigua Mesopotamia. Paul, devenido un poderoso estratega del desierto integrado entre los Fremen, desplegará una ambigua máquina de guerra contra la infraestructura imperial. Los Fremen son diestros en usar a su favor aquello que Deleuze y Guattari, al analizar las culturas del desierto, llamaron haecceidades, formas de individualidad que no son sujetos ni objetos: graduaciones lumínicas, corrientes y direcciones de aire, mutaciones térmicas, fuerzas y velocidades del polvo.
Duna revisita un antiguo dilema narrativo acerca de la performatividad de las profecías: si acaso los hechos están escritos de antemano y son inexorablemente confirmados por nuestras acciones, o si, por el contrario, realizamos libremente ciertas acciones porque las consideramos preestablecidas. La profecía es un soporte clásico de las narraciones porque garantiza la adecuación de las acciones a un Plan que las trasciende. Las Bene Gesserit, que entienden esto muy bien, se dan a la tarea de difundir e inocular profecías en múltiples planetas, como condición propiciatoria de sus planes. El film tiene escenas en las que se enredan el destino y la voluntad: tanto Paul como su madre, lady Jessica, fuerzan los hechos para que coincidan con el relato profético, a la vez que actúan condicionados y guiados por él. Es su manera de obedecer y ser obedecidos. Al igual que la mayoría de las narraciones épicas, en una remota tradición que inicia con la Ilíada, Duna acata la profecía como esqueleto narrativo; pero pocas narraciones explicitan de tal manera la pasmosa efectividad política del relato profético.
Tengo la impresión de que la segunda parte del film de Villenueve atenúa la tonalidad mística que estuvo algo más presente en su precuela. Se centra en la movilización riesgosa de la guerra santa y en la tensión entre los incrédulos Fremen del norte y los fieles del sur. Prolongando ciertas líneas de pensamiento que exploran la topología de los conflictos bélicos contemporáneos, Duna, tanto en su versión literaria como en la cinematográfica, es un ensayo sobre las mutaciones de la guerra en épocas de expansión de las tecnologías de vigilancia y mapeo satelital. Frente a la maquinaria cenital, drónica y estadística del Imperio, los Fremen se especializan en el sigilo y la evanescencia: desarrollan una articulación subterránea hecha de cuevas y campamentos desmontables, y se desplazan en túneles abiertos por los grandes gusanos de la especia.
Integro la minoría de quienes consideran que Duna, si bien cumple con numerosos rasgos del género, no es una obra de ciencia ficción. Es una novela que pertenece a la antigua tradición de la literatura mística. Trata sobre la escrutabilidad del tiempo y del espacio, sobre la efectividad motórica de las profecías, sobre el direccionamiento de las fuerzas numinosas. Sin embargo, el film de Villenueve tiene cierto carácter especulativo por las inquietudes epocales que transversalmente roza. El uso intencionado del populismo religioso en el que incurre Paul Atreides, la dependencia estructural de los gobiernos respecto a las fuentes de energía, las operaciones financieras que hacen colapsar religaciones sociales en segundos, son todos fantasmas latentes de esta era de transiciones energéticas.
En Arrakis los Fremen atesoran la humedad y desarrollan una cosmovisión religiosa y técnica basada en su escasez. Como un desierto implantado en el volumen de la imaginación occidental, Duna nos hace sentir de manera tangible una de las pesadillas de la imaginación política contemporánea: la opresión de un mundo sin agua. Una de las virtudes de la propuesta fílmica de Villenueve consiste en no obliterar el esfuerzo geopolítico y la conflictividad táctica que subyacen a cualquier disputa de transformación ecosistémica. A contracorriente de los discursos catastrofistas, los Fremen consideran la sostenibilidad de una biósfera fértil no como un edén perdido sino como una utopía a construir, con secular paciencia y obstinación. De la misma forma que las narrativas milenaristas, donde el futuro actúa como un irrefrenable atractor, exigiendo una justicia inminente y moldeando la integridad del pasado. Quizás esta sea, también, una fuerza ilocutiva cuyo poder aún desconocemos.
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