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Como activando un señuelo formal diseñado específicamente para esta época propensa a esquivar las claves políticas más complejas, el bucle geográfico-temporal en el que transcurre En tránsito, la película del alemán Christian Petzold, elige replegarla desde el principio dentro de esa caja de sorpresas que es el melodrama como género. Se suele hacer un cine político y melifluo anclado cronológicamente en la Historia (con la pretensión, casi siempre, de ganar algún Oscar políticamente correcto hacia fin de año), pero más difícil es que aparezca una película donde la ruptura del sentido histórico resulte en una poética política. Dicho de otra manera: En tránsito costea su propia pretensión cuestionadora de la actual coyuntura europea, renegando del prestigio de cartón y qualité con el que el cine bien intencionado acostumbra adornarse, al tiempo que puebla de marcas territoriales los traumas de un pasado culposo al que suele tomarse (con peligrosa frecuencia) por involuntario. Con sus perspectivas cambiadas, distorsionadas hasta un límite extremo de rarefacción, En tránsito parece devuelta a nuestro presente desde una dimensión anómala y subterránea, trayendo consigo el mandato para el espectador de una resincronización permanente con su propio Zeitgeist.
La tradición agridulce del melo, que se reconoce inmediatamente desde las primeras escenas, impone a ese mismo espectador un trabajo que gana en aridez e incomodidad situacional a medida que avanza el metraje. ¿Dónde transcurre el drama? ¿En qué “tiempo”? Ya no se trata sólo de penetrar los misterios indeterminados de la trama pasional, sino de horadar progresivamente esa otredad espacio-temporal servida como realidad para medirse, después, con una monstruosidad polifónica, multiforme, que la película de Petzold dibuja como horizonte de civilización posible.
El carácter artificial de ese entorno lo vuelve asimilable para el espectador de un modo material primero, mitológico después. La Marsella ocupada como un teatro de operaciones de la década del cuarenta, los “ilegales” alemanes, los “refugiados” magrebíes, palabras como “campos”, “fascistas” y “deportación”, todo remite en el film a un pasado siniestro que propone, hoy, una especificidad de tiempo y lugar tan incómoda como certera, aun cuando En tránsito se ocupe una y otra vez de obstaculizar y entorpecer la identificación inmediata. La contemporaneidad no digitalizada de la película parece al principio distópica, pero en la medida en que sus personajes reclaman el estatuto precario de los que no tienen patria, la coartada del futuro posible —aunque nunca acontecido— se diluye en un intenso malestar cronológico que está más cerca de la psicotopía, esa pesadilla del inconsciente deslocalizado en la que el paseante es creador y, a la vez, víctima del espacio. Por pedido de su amigo Paul, Georg se extravía una y otra vez en el escenario urbano buscando a Weidel, el escritor del que sólo encontrará un manuscrito que podría referir, justamente, a las circunstancias de la vida personal del propio Georg. La sinfonía de piezas desubicadas, de humanidades fuera de lugar, de identidades confundidas, se completa con un narrador en off que “habla” los temas del film con una neutralidad brechtiana. Pero ¿hasta qué punto la pasión por la artimaña de En tránsito conjuga el infinitivo de un sufrimiento universal sin ladearse (demasiado) hacia el agujero negro alegórico que podría tragarse todo? En su crítica para Cinema Scope, James Lattimer arriesga que la apuesta final de Petzold no es tanto la inmersión en un catálogo universal de situaciones críticas como el experimento puramente estético con los ritos de pasaje. En esa línea intencional, En tránsito sólo buscaría hacer visible el trabajo requerido por cualquier adaptación literaria (en este caso, la novela de Anna Seghers), esto es, fusionar perspectivas pasadas y presentes, aun cuando en el camino las imposiciones de la actualidad señalen insistentemente “el” gran tema: ¿salir de Europa? ¿entrar a Europa?
La forma contemporánea de cualquier tradición —en este caso, la esencia melosa del cine pasional— reclama necesariamente ciertas preferencias de elección sobre los recursos disponibles en el presente. La fascinación de Petzold —que parece obsesionado con dilemas morales en una era en que el nihilismo es casi exclusivamente el combustible inteligente preferido por las ficciones políticas— por los alcances del trauma nacional en la dimensión individual tiene más de un punto en común con la manía revisionista de Pawel Pawlikowski, director de Cold War. Pero ahí donde Petzold acude a latitudes casi oníricas para inducir la reflexión ética —un poco a la manera del Robbe-Grillet de Topología de una ciudad fantasma (1975), donde la investigación de un crimen coincidía con la reconstrucción arqueológica de un espacio urbano concreto—, el polaco Pawlikowski parece más cerca de las erupciones circenses del Emir Kusturica de Underground (1995), aun cuando las intenciones (y los resultados) sean en extremo diferentes. Pawlikowski luce tan recargado como Kusturica, pero es menos grotesco y más cabal. Y ahí donde Kusturica capturaba el momento preciso en el que la extinción de una nación pautaba el pase a la locura colectiva de toda su población (“Había una vez un país…que ya no existe más”, avisaba el afiche promocional de Underground, refiriendo a la por entonces recién desaparecida Yugoslavia), Pawlikovski captura poses, actitudes, sentimientos que, aunque exacerbados por la fiebre melodramática, no dejan de añorar la cordura en una época de reacciones ciegas. El lugar es Polonia y el año, 1949. Wiktor, pianista y director de orquesta, registra con su cámara a músicos y artistas callejeros en un muy precario “casting” destinado a nutrir de personal un futuro espectáculo teatral que ponga en valor la tradición cultural de un país recientemente convertido en satélite de la URSS. En el camino choca ideológicamente con los comisarios políticos del régimen, que bregan por agigantar la figura espectral y amenazante de Stalin en la trama del show por venir, pero también conoce a Zula, la rubia de cotillón y fantasía que descuella en las audiciones, silueta espectral e inalcanzable que Wiktor va a perseguir por años a través de la Europa dividida, enemistada y recalentada de la posguerra fría. Una vez más, como en En tránsito, el prisma genérico altera las formas y las trayectorias del drama observado. Los caprichos del deseo, la pasión contorsionada del amor, tratados con la sistematicidad —y la crueldad— propios del melo hacen de Cold War una condensación de cine en estado puro, una olla de fervores fuera de cálculo y medida capaz de destruirse hacia adentro y rearmarse hacia afuera siguiendo los saltos de época que le impone su argumento. El uso maestro de la elipsis al que Pawlikowski recurre como sublevación de las superficies cada vez que la intensidad de los acontecimientos parece a punto de saturarlas habla de una lección no sólo bien aprendida en la tradición de —por poner dos ejemplos preclaros— Fassbinder y Minelli, sino de un artista con un muy refinado sentido del pudor, en pleno dominio de sus recursos expresivos, capaz de jugar un juego de pasiones malogradas sin miedo al desborde y de redoblar la apuesta al jugarlo, precisamente, en contextos arrasados por torbellinos de crueldades y heroísmos varios y extremos.
En la doble aspiración de reconquistar ciertos espacios geopolíticos de conducta y, a la vez, preguntarse por la narración de esa reconquista, Christian Petzold y Pawel Pawlikovski han construido perfectas máquinas de inquietud cultural, necesarias en esta época de intolerancias varias, valiosas para este tiempo de corazones violentos.
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