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Sobre el año en que fuimos Paul McCartney por unos meses (parte 2)

DISCUSIÓN

¿Por qué entonces “Deep Deep Feeling” resulta tan trascendente dentro del catálogo de McCartney? Porque se cruzó un rato hacia el extremo Lennon, a ver qué pasa por ahí. Por empezar, decidió al fin deconstruir la canción de amor, género que viene perfeccionando desde mediados de los sesenta. Si les parece que exagero, qué dirían del crítico inglés Joseph Stannard, quien en The Wire no sólo destaca esta “meditación de ocho minutos sobre la turbulencia emocional” dentro de “uno de los mejores discos del ex Beatle”, sino que, por si fuera poco, subraya: “Es una de las más conmovedoras piezas de pop art que alguna vez haya producido”. La cosa va en serio.

En el McCartney de 1980, sucede algo rarísimo: el solista/solipsista se encierra para encontrar influencias más que para buscar su propia voz. Se libera de sí, mimetizándose con otros, a veces sólo mediante ósmosis de época (siempre da su versión, nunca cede al pastiche). “Coming Up” cita a los Talking Heads; “On The Way”, a Peter Green; “Temporary Secretary”, a Gary Numan; “Frozen Jap”, a la YMO (en la misma línea, Bowie fraguó su “Crystal Japan”); “Bogey Music”, al Iggy de The Idiot; “Darkroom”, a Residents… Ahora en III, se revela algo parecido cuando sentimos que “Women and Wives” no quedaría mal en manos de The Bad Seeds; con otro título pero el mismo riff, “Lavatory Lil” podría estar firmado por Queens of the Stone Age, o “Slidin’” podría figurar en la primera parte del AM (2013) de Arctic Monkeys. Sin embargo, las influencias fantasma no siempre corresponden al presente. Desde el arranque, “Deep Deep Feeling” despierta al Scott Walker de los noventa en modo espectro (o sea, destilado de esa grávida declamación con vuelo de Alcón). Paul quería dar con un “espacio vacío” adonde componer el tema, según dijo a NME, mientras que confirma su ingeniero, Steve Orchard, que echaron mano del Pro-Tools como si fuera “una tela en blanco sobre la cual ir tirando ideas”. Tabula rasa. Entre el caos y la creación ya en el patio trasero de su vida, se despoja de toda certeza y baja bien bien a fondo, hasta que el proyecto de estos discos solistas numerados alcanza su mínima expresión: silencio, percusiones (casi no definen pulso, son como manchas contra nada esos golpes de tambor) y voz. Nos encontramos ante un “McCartney para armar”. Una monodia que, conforme se conforma, parece llevar a cabo los pasos propuestos por Deleuze y Guattari para pasar del caos a la música, empezando por el niño que, al canturrear en la oscuridad, va definiendo un territorio siempre inestable (la metáfora es realmente muy mccartiana). ¿Cómo llegó a poner en crisis sus certezas el probado orfebre detrás de “Eleanor Rigby” y “Penny Lane”? Como si intentara romper su cristálida de creencias y axiomas, hasta tocar fondo: de algún modo, es su rip it up and start again tardío, lo más cerca de “God” que podría llegar. John nunca hubiera imaginado ver a su coequiper tan desnudo en público. Desde el vamos, desconcierta un poco el grano wabi sabi de su voz, al no disimular las marcas del tiempo. Dylan, Neil Young, ahora Paul: para analizar en serio el uso actual del autotune, también habría que considerar por qué decidieron exhibir su voz en su máximo desgaste estos íconos mayores.

Por eso, no exagero de nuevo si ahora me remito a ciertos experimentos que se practicaban en la transición hacia los ochenta, mientras el punk había logrado des-componer y des-orquestar lo que se daba por sentado como canción. Recorramos, a contrapelo de los algoritmos de Spotify (como debe ser), el inhóspito existencialismo de cámara que exponen “The Electrician” (Walker Brothers), “Ghosts” (Japan), “I Remember Nothing” (Joy Division), “Under The House” (PIL), “Cruel When Complete” (Dome), incluso “Lead A Normal Life” (Peter Gabriel) (y conste que no me atreví a incluir a los Einstürzende Neubauten, aunque me habría encantado verlos cerca de un Beatle, por más que la máxima voluntad de épater le bourgeois de Paul haya nacido y muerto en “Helter Skelter”). Por supuesto, siempre medido según la escala de intensidad mccartniana, este gesto deconstructivo equivale a haber llegado demasiado lejos, máxime cuando se anima a poner en crisis los modos de codificar los afectos en una canción, esos modos que desde los Beatles demostraron su eficacia popular y quedaron instituidos como canon (más aún: como definición de canción). O quizás sólo me asombre una forma de representar sentimientos sobre la cual Paul ya nos había dado pistas hace mucho.

 

Es momento de retrodecer hasta “Maybe I’m Amazed. El desafío de Macca en 1970 consistía en demostrar que él solo podía ser todos los Beatles. Esta canción icónica contiene un catálogo de orquestaciones que mira hacia atrás (la voz al límite de John, la guitarra elocuente de George, el beat de Ringo) y abre alas hacia Wings, ofreciendo una especie de cubismo de arreglos. Este cambio de vestuario en un mismo tema se suma con tal de transmitir esa saturación afectiva a la que se refiere la letra y que refleja la música. Se trata de la reacción emocional ante un sentimiento. Lo que complica todo es la reflexión en tercer grado, más racional pero igual de incierta, para definir lo que le está pasando, concentrada en ese “Maybe”.

Así tiene lugar una dimensión meta-: se cuenta que es imposible explicar una emoción reflexiva ante un afecto reflejo. Es decir, el asombro y el miedo ante las vicisitudes del enamoramiento. No es razonable lo que pasa, por eso no se puede explicar. Estacionamos en la sección “Comprender” de los barthesianos Fragmentos de un discurso amoroso (“Estoy en algo que no puedo entender”, canta), pero veremos que aquí estaríamos más bien entre fragmentos de una inefabilidad amorosa. ¿Paul pidiendo ayuda a Linda, como si estuviera enfermo de amor? El cubismo de arreglos busca multiplicar los puntos de vista con los que se observa lo que se siente. Es un intento de explicar lo inexplicable. “Silly Love Songs” resolverá el asunto asumiendo que la expresión de esos afectos es irresoluble. Van Morrison —miren quién— era afecto a estas duplicaciones emocionales que vuelven el amor sublime: mientras un sentimiento lo puede embrujar, un estado de ánimo lo mistifica, y todo cabe en su clásica “Come Here My Love” (1974). Pero es cuando el irlandés abre el corazón cuando estalla la caja de Pandora: el camino que va de “When the Heart is Open” (1980) a “Inarticulate Speech of the Heart” (1983). Bueno, “Deep Deep Feeling” sería el equivalente de “When the Heart is Open”.

 

Oímos: “Aquí en mi corazón / siento una profunda devoción / Casi me lastima / de tan profunda que es la emoción”. Por su parte, “pain” y “rain” vuelven a rimar (bueno, en “Too Much Rain” de 2005 llegaron a ser sinónimos homófonos) con tal de recordar que un buen sentimiento se puede transformar en uno malo por su intensidad. Otra vez, como en esa rapsodia en miniatura que era “Maybe I’m Amazed”, sólo las diferentes perspectivas musicales logran comunicar lo sublime de “esa emoción que hace arder el océano del amor”. ¿Qué hacer cuando una sensación nos inunda? El centro del tema se estanca en un dilema neurótico: “A veces desearía que se quedara / La emoción / A veces desearía que se fuera”. El placer de dar es tan intenso como inmenso es el estremecimiento que provoca vivir, eso canta, antes de preguntarse varias veces “¿Cómo es esa sensación?”. El resultado de ese enfrentamiento a cara descubierta con el núcleo duro del afecto (el “deep deep pain of feeling”) dura ocho minutos con veintiséis segundos que McCartney decidió no acortar. Al contrario, pulió cada una de sus secciones, combinando loops, multiplicando voces, agregando planos y espectros, montando frases, cambiando de arreglos. Antes y después de este intensivo lapsus compositivo, el resto del álbum ratificará las codificaciones pop que Paul ayudó a establecer como norma y buen gusto en Occidente.

Es la canción que abre el álbum, también extensa, la otra gran sorpresa. Lo que no nos sorprende es que se titule “Long Tailed Winter Bird, tratándose de este lector de libros ornitológicos y autor de clásicos como “Blackbird” y “Bluebird”. Oímos aquí las únicas referencias a la psicopatología cotidiana de la cuarentena, junto con las alusiones a la ansiedad y el insomnio provocados por el encierro, que ocupan el estribillo de “Find My Way”. Una trama mántrica de tres preguntas —¿Meeee sentís? ¿Meeee extrañás? ¿Meeee tocás?— son entonadas repetidamente, melodizando los tartamudeos/balidos para que rueden por los rasguidos-graznidos como semillas de roble por tejados. Casi susurradas, estas interpelaciones sobre tactos y contactos perdidos quiebran el tejido de agudos punteos acústicos, que vuelven a consagrar a Paul como virtuoso guitarrista, esta vez rubricando frases entre el folk y el ragga, acaso inspirado en John Fahey. Un Working Classical Guitar Hero, quien todavía se atreve a desarrollar el “folk bachiano” estrenado en “Blackbird”, bajo el influjo de Bernt Jansch vía Donovan.

 

También se destaca la tercera canción larga, “Deep Down”, donde Paul decide imprimir feeling forzando al máximo su debilitada voz. A juzgar por lo que grabó entre 1982 y 1983, su gusto por el swing del soul y el groove del funk dependió demasiado de su sociedad ad hoc con Stevie y Michael. Sin embargo, la exquisita “Tiny Bubble” de 2001 demostraba que estando solo también asomaba su alma negra. En esta línea, “Deep Down” es rarísima: parece un tema de Marvin Gaye orquestado para Al Green. Las ráfagas de vientos sintetizados son un detalle de lo más eficaz que, de haberlo conocido, Andrés Calamaro habría incluido en “Flaca”.

El arreglo de clavecín que pespuntea por “The Kiss of Venus” no alcanza para redimirlo de su destino de filler. El mismo touch barroco le queda mejor a “Pretty Boys”, que tampoco brilla demasiado, si no fuera porque se sospecha como homenaje a la primera fotógrafa de los Beatles, la alemana Astrid Kirchherr, quien murió en mayo del año pasado mientras III se cocinaba. Sobre meditabundos arpegios de acústica, con una voz que calificaremos de “cenicienta”, McCartney canta y cuenta cómo esos chicos lindos del título son cosificados por la cámara que los fotografía, transformándolos en “objetos de deseo”, cosas para alquilar como una hilera de bicicletas o de cabañas. “Se miran y no se tocan”, aclara. En I (1970), comienzan a aparecer las fotos de Linda McCartney en las tapas para Paul, como si de un Instagram analógico reflejando la cotidianidad familiar se tratara. Los álbumes de fotos convierten en cosas lo que vivimos, y a las personas también. Gracias a su fotogenia, los Beatles supieron ser esos pretty boys que se miran y no se tocan (si lo sabrán las beatlemaníacas). Podría decirse que es una versión masculinizada de “The Model” (Kraftwerk), donde un pop star septuagenario recuerda por qué lentes tuvo que pasar para ser ofrecido como mercadería en las vidrieras del mundo (esas que gritan “Compre, compre”, según “Junk”). Es finalmente un gesto pop art dedicarle una canción al objeto de deseo que alguna vez él fue, igual que pedirle la imagen para cubierta de III a Edward Ruscha, el mismo artista que participara en la colectiva New Painting of Common Objects en 1962, junto con Roy Lichtenstein y Andy Warhol, nada menos.

 

En 2007, Paul rockeaba con megalomanía sinfónica en “Nod Your Head”, como si en 1975, en vez de Venus and Mars, hubiera puesto un oído en Led Zeppelin y otro en Queen. Los momentos rock de III se reparten entre “Lavatory Lil” (cuyo eco de la “Polythene Pam” beatle no es inocente, aunque el Hendrix de “Up From the Skies” y el Pappo de “El brujo y el tiempo” aplaudirían tal impulso boogie blues a los setenta y ocho años) y “Slidin’”, ideograma rockero de un vértigo. Tras mascar un riff bien denso (que tendrá su distensión en solos freídos), Paul puede cantar como Alice Cooper, a condición de contar mejor otro de sus dilemas neuróticos, el yo como Ícaro: cómo sentirse libre volando, a riesgo de morir en el intento. Patinará al fin en el estribillo, para contagiarnos una sensación —“Puedo ver mi cuerpo a través de ventanas en mi pelo”—, que en una entrevista se la agradece al esquí, el skate o el surf. Slidin’ es un verbo-vértigo que ya fue conjugado excepcionalmente por Marc Bolan (“Cuando estoy triste, me deslizo”, decía “Slider”, la canción donde Bolan quiere encarnar la lógica del viento) y Oasis en “Slide Away” (1994). Dejarse llevar no sería la salida para quien alguna vez explicó que un resbalón sí es caída. Nos referimos otra vez a los consejos de “Waterfalls” (1980), es decir, a ese Paul en modo Yoda que asomó en “Hey Jude” o “Listen to What the Man Said” (1975), que ahora retorna sobre un piano medio chueco y con tenor de John Cale en “Women and Wives”, ¿hablándoles a los nietos?

 

Y hablando de Yoda, no podemos eludir la “filosófica” “Seize the Day”, a traducirse como un carpe diem para este tiempo de pandemia, que tuvo mejor resolución pre-covid 19 en “Appreciate” de hace ocho años (en el video de la canción se lo ve más Carlitos Balá que nunca, bailando con un robot ex machina). Como efecto colateral, el aislamiento social, preventivo y obligatorio democratizó un modo de vida sobre el que los ricos y famosos hablaban bien y mal. Muchos conseguimos gozar de una cualidad kairós del tiempo que tenemos vetada por el cumplimiento de horarios laborales, así como también padecimos el lado más negativo del encierro e “il amaro far niente” que, según cantaba Charly García, aplasta de ennui yendo en loop de la cama al living, cuando no se graba ni se gira. Por eso Flaming Pie (1997) —el álbum que Macca reeditó remasterizado y con redundantes bonus tracks durante la cuarentena— resultó tan oportuno. Desde ya, algunas de las canciones fueron concebidas bajo circunstancias adversas muy parecidas: en 1991 la familia McCartney quedó varada en un caserón de Long Island, con el Huracán Bob afuera y sin electricidad adentro, por lo cual el ex Beatle recurrió a la guitarra acústica para sobrellevar el mal rato. Flaming Pie reivindica los cielos de domingo, algunos días con altibajos, las noches hermosas, esta noche, y en “Great Day”, “este día que no durará mucho” (una metáfora de los últimos “grandes días cortos” que le quedaban por vivir con Linda, ya consciente de su cáncer terminal). “Great Day” propone “sentarse a ver el día” como el Spinetta de “Para ir”: ya sabemos, eso de hacer un corte zen en nuestra cotidianeidad centrada en la productividad. ¿Cómo sacaremos provecho de esta experiencia inédita del tiempo para repensar nuestras vidas?

Hasta qué punto el estado de excepción que le impusieron millones de microscopías voraces a la humanidad funcionó como un extrañamiento brechtiano; eso es algo que ni siquiera una Rita Segato se atreve a pronosticar desde su ensayo en la antología La vida en suspenso. Ella se muestra cauta a la hora de vislumbrar las consecuencias de ese shock de finitud que instaló la pandemia, además de asumir que no sabemos si será definitiva la inclusión de la vida doméstica (ámbito acotado a la mujer según el patriarcado) en el ágora política. Escribe: “El mundo se ha transformado en el vasto laboratorio donde un experimento parece ser capaz de reinventar la realidad. Se revela, de repente, que el capital no es una maquinaria independiente de la voluntad política. Todo lo contrario”. ¿Fue la Experiencia Cuarentena un experimento social con efecto de distanciamiento, capaz de des-cubrir fisuras en el “realismo capitalista”?

Mientras la derecha trata de que la vivencia excepcional quede como forcluida lo antes posible (“La gente quiere volver a trabajar”) —reacción que Segato prevé habida cuenta del fracaso de las praxis locales y comunitarias de 2001—, la izquierda no se atreve a ratificar un futuro donde el capitalismo —o el poscapitalismo— indefectiblemente se haya automatizado todavía más, donde no abundará trabajo para todos y habrá que asumir la necesidad desde el vamos de una renta básica universal (me remito a la propuesta de los ex aceleracionistas Nick Srnicek y Alex Williams). ¿Qué aprendimos de las experiencias que cosechamos cuando fuimos Paul McCartney por unos meses? “Llegan las vacunas, se iría el covid. ¡Horror! ¿Vuelve la normalidad?”, bromea la revista Barcelona. ¿Acá no pasó nada?

 

Calico Skies” es el tema seis de Flaming Pie. Se trata de otra balada de cámara cien por ciento McCartney, el único responsable de que lloremos al escucharla, porque él mismo nos entrenó en tal sensibilidad desde “Yesterday” y “Michelle” (algunos dicen “sensiblería”; no es mi caso). Los siempres y los nuncas de las promesas de amor aquí ganan eternidad de destino: “Estaba escrito que iba a quererte / desde el momento en que abrí los ojos”. ¿Lo de “Te abrazaré el resto de mi vida” no será mucho? ¿Cómo escuchar estas canciones en un siglo que arrancó buscando deconstruir y destruir el llamado “amor romántico” (desde las recetas best seller de Coral Herrera hasta las propuestas más atendibles de Tamara Tenembaum) y poniendo en jaque a la monogamia (mientras escribo, irrumpen dos publicaciones sobre el asunto: una del argentino Abelardo Barra Ruatta y otra de la catalana Brigitte Vasallo)?

En tal dinámica del presente, el “duro deseo de durar” en una relación, el goce doméstico de la convivencia, la reivindicación del matrimonio (“We Got Married” de 1989 empalaga) y la heterorreproductividad hasta dónde dé, en suma, el Universo afectivo de Macca, es todo lo que está mal.

Sólo en un excepcional divulgador del lacanismo como Massimo Recalcati —específicamente, en un libro suyo como Ya no es como antes. Elogio del perdón en la vida amorosa (2014)— podríamos encontrar alguna consonancia actual con las apuestas tradicionales de Paul, alentando una que otra polémica, al contrario del Beatle.

Leemos a Recalcati: “la búsqueda compulsiva de lo Nuevo (en las relaciones) no es en absoluto una expresión de libertad, sino una nueva esclavitud, el resultado de un mandamiento social e ideológico (“¡Gozad!”) al que el sujeto está drásticamente sometido”. El diagnóstico de Recalcati es fácilmente comprobable en el uso de aplicaciones de citas como Tinder/Happn (o con geolocalizador y todo, como Grindr), que responden a un ideal de época, el de un “vinculeo” sin dolor, sin espera, sin “rollos”, sin personas, sin psicopatologías, sin “historias”, sin Barthes. Los cuerpos o las cuerpas o lo que sea donde estemos encarnados, todo termina reducido a fetiche prêt-à-porter y a una serie de data (sobre todo numeral: edad, altura, tamaños) que puede matchear o no con otra. Nos esforzamos por ceder a los algoritmos del goce, liberados de las aguas sucias del romanticismo (que desapareció con el bebé del amor adentro). Ahora da vergüenza confesar un enamoramiento: ya no se reprime ninguna pulsión como en tiempos de Freud, lo que se debe reprimir son las vicisitudes afectivas de un encuentro erótico. O padecerlas a solas y en silencio. Sin dudas, el contexto tecnológico y pandémico no ayuda para nada.

Seguro que el neura de Paul no representa el mejor ejemplo a seguir, si de encontrar propuestas para revolucionar nuestros vínculos sexoafectivos se trata. Sin embargo, también leída desde Recalcati, la lírica a favor del amor que dura y madura del ex Beatle se opondría a la lógica consumista del “úselo y tírelo” que expone explícitamente en “Junk”. En 2005, “Promise To You Girl” terminó por confirmar la metáfora de un patio trasero donde se acumula la basura de nuestras vidas —incluso allí archivamos testimonios y documentos: “recuerdos”, instantáneas, souvenirs, basura sentimental—coincidiendo finalmente la melancolía de “Yesterday” con la de “Junk”. El “duro deseo de durar” que se le insufla a una relación con otra persona se define como una reacción a la “obsolescencia programada” de todo lo que nos rodea (sea natural o sea industrial: todo se vuelve basura). Incluso, del amor (“Yesterday” testimonia el precoz descubrimiento de que “No es fácil jugar el juego del amor”).

Puede suceder que a algune —de la generación que sea— se le escape una lagrimita mientras escucha “Great Day” o “Someday” este año. ¿Entonces se quedó varade en una sensibilidad y sensualidad ya superadas? ¿O será que el sentimentalismo de Paul es tan eficaz que neutraliza su historicidad? No faltará quien se seque los ojos enseguida, decretando que hay que consumirlo irónicamente, como lo merece un producto del pop art. Así y todo, una pieza excepcional como “Deep Deep Feeling” nos recuerda que la cancionística de laboratorio desarrollada por McCartney también cuenta entre sus objetivos con el de desnaturalizar la expresión de afectos en un tema (cosa que no hubiera aceptado el más catártico Lennon), incluso mediante la adopción de estereotipos.

Pero más allá de la empatía o el distanciamiento que provoquen, estas canciones todavía nos interpelan desde emociones y valores que el pop mainstream actual descarta, en favor de la venganza neofeminista, el narcisismo machirulo, la obsolencia programada del sexo, la manía depresiva teen y el autotune. Vigencia a contrapelo, la de McCartney: nada más subversivo en 2021 que una verdadera canción de amor.

 

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