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Sobre Glass y el cine angustiante de M. Night Shyamalan

DISCUSIÓN

Aunque casi nadie lo recuerde, Manoj Nelliyatu Shyamalan ya tenía una carrera antes de Sexto sentido (1999), y lo que se puso de moda criticarle o reprocharle a partir de sus películas menos logradas —digamos, desde La aldea (2004) en adelante— no era sino una serie de variaciones más o menos logradas sobre una obsesión autoral tan temprana como —en términos de apreciación— problemática. En Los primeros amigos (que antecede en un año al megaéxito comercial con Bruce Willis que puso sobre Shyamalan toda la atención del mundo), Joshua, un chico de diez años melancólico y taciturno, profundamente abatido por la reciente muerte de su abuelo, se proponía encontrar a Dios para preguntarle si aquel se encontraba bien allí adonde hubiera ido a parar al cerrar los ojos por última vez. En su derrotero, Joshua se cruzaba con una serie de personajes oscuros, grises, deprimidos, casi siempre al borde del desclasamiento o la sociopatía, hasta que, sobre el final, un ángel le confirmaba que, efectivamente, su abuelo se encontraba bien, lo que clausuraba el relato metafórico con la impronta de cuento moral que, a partir de entonces, cohesiona toda la filmografía de Shyamalan. Volver a ver hoy Los primeros amigos confirma que su galería de personajes taciturnos y cabizbajos era una suerte de borrador de los torturados espíritus, héroes y mártires por venir en el cine de Shyamalan, y que las formas oblicuas de la angustia que acongojan a casi todos sus personajes son una confirmación existencial —“sartreana” arriesgaríamos, si la filosofía y el psicoanálisis no le hubieran hecho, durante los últimos treinta o cuarenta años, tanto daño a la crítica de cine— de que Shyamalan filma películas sobre un único tema, y de que ese tema es la muerte.

Junto con Steven Spielberg, M. Night Shyamalan es uno de los pocos humanistas que le quedan al cine norteamericano contemporáneo. Él es un admirador confeso de Spielberg (también de Hitchcock), pero la trama moral de sus mundos, sus ideas sobre la solidaridad, el amor y la trascendencia tienen una explícita impronta sagrada que en el creador de Tiburón y Minority Report es más difícil de detectar. Valga la aclaración: no es que Shyamalan sea más tosco o “grosero” que Spielberg; simplemente, su afán moralizante es el requisito indispensable, la herramienta necesaria para narrar lo fantástico, y no sólo una consecuencia de su irrupción en la realidad. En Spielberg, la lección moral alivia frente a lo incomprensible de lo extraordinario, lo terrorífico, aquello que nos sobrepasa en su inmensidad de alcances o posibles significados. En Shyamalan, es una forma figurativa diseñada para el pensamiento. Para él, lo fantástico es una coyuntura de lo real, la excusa dramática que guía y conduce (pírricamente) la construcción de un silencio atroz y respetuoso frente al enigma de la existencia. En la historia del cine fantástico, hay poquísimas filmografías tan “quietas”, calladas o silenciosas como las de Shyamalan, tan renuentes a la estridencia que contamina gran parte del cine de género que se filma hoy en día, demasiado atormentado por la técnica como para prestarle atención a la “pobre” realidad. Es precisamente esa realidad cuarteada, anodina, mustia, donde posa su atención Shyamalan, quien apuesta siempre a un nivel de fantasía legitimado por la desesperación de la mente frente a un mundo de categorías no tan oscuras como opacas, no tan efímeras como invisibles. Las tres mejores películas que filmó hasta hoy son correcciones fúnebres al tema central de Los primeros amigos: la permanencia de lo muerto entre lo vivo, la insistente reverberación de lo que no termina de extinguirse entre aquello que permanece y sobrevive. Esa perseverancia es sufriente (Sexto sentido), mítica (El protegido, 2000) o penitente (Señales, 2002), y siempre tiene que ver con una obsesión por entender (que no remediar) una idea de angustia expandida en el tiempo. El de Shyamalan es un cine acomplejado por un único misterio, y el diseño de esa interrogación no puede ser sino perfecto, sólo para estar a la altura de la pregunta. ¿El misticismo hindú tiene algo que ver con esa perfección de la puesta en escena de Shyamalan? ¿El trascendentalismo católico puede explicar lo sobrio, preciso y flébil de su estética? Imposible saberlo con certeza, pero la definición misma de “cine fantástico” implica medirse con conceptos difíciles como “maravilloso”, “superior” o “sagrado”. En ese sentido, cada plano filmado por Shyamalan deja en los ojos la idea de que algo, algún elemento de un mundo latente que se esfuerza en tomar posición en este, el nuestro, está, pero a la vez falta; de que se ha filmado algo que respira en algún grado de naturaleza legitimado por nuestro mismo carácter transitorio en esta vida, pero que nunca vamos a ver; de que en cada existencia sobrevive el fantasma o el reflejo de lo ocurrido en la anterior, y esta circunstancia es, en sí misma, una definición de lo fantástico efectuada pura y exclusivamente a través de la puesta en escena. El elevadísimo nivel de abstracción del cine de Shyamalan no puede ser sino la consecuencia de este método, porque acaso no haya, se nos ocurre, tarea más difícil que tratar de capturar el relampagueo de una potencia del pensamiento que se va perdiendo a medida que toma conciencia de la inmensa pregunta que enfrenta, y por ello se resigna al noble objetivo de no perder, no gastar, no desperdiciar la gracia de cada plano/momento de la reflexión. La coherencia en la progresión dramática de la filmografía de Shyamalan es tan contundente que tanto Fragmentado (2016) como Glass (2019) no podían ser otra cosa que películas sobre la locura, sobre la demencia retroalimentada en ese espiral del espíritu que intenta actualizarse ante preguntas que no tienen historia porque están fuera de la cronología insoportable que nos organiza. De ahí que el cine de Shyamalan esté lleno de mártires, de seres dispuestos a absorber el dolor de toda una vida en una trama de relaciones dramáticas que la muerte o algún otro acontecimiento de extinción ha clausurado. La construcción de esa dimensión de la vida humana no capturada por la redundancia demente de nuestros tiempos es lo que vuelve el cine de Shyamalan tan atípico, tan difícil de tolerar, a veces, en su aquietamiento, en su persistente intento por describir o acercarse a algo tan efímero que el lenguaje de los vivos ni siquiera aspira a nombrar.

21 Feb, 2019
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