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Sobre «Godard, mon amour», de Michel Hazanavicius

DISCUSIÓN

En la película El prestigio de la muerte, Luc Moullet imaginó un argumento en el que el protagonista, o sea él —un director de cine con cierta gracia y poco célebre—, fragua su falsa muerte con la esperanza de alcanzar, aunque sea en los obituarios, algo de fama, pero con tan mala puntería que justo ese día muere Jean-Luc Godard y la gloria póstuma con la que había fantaseado queda trunca. Está claro que morir el mismo día que Godard, según Moullet, es la peor cosa que podría pasarle a un cineasta francés, como también está claro que casarse con Godard, según la nueva película de Michel Hazanavicius, es lo peor que podría sucederle a una mujer.

Godard, mon amour es una libre adaptación del libro Un an après (editado en español como Un año ajetreado), de la recientemente fallecida Anne Wiazemsky (nieta de François Mauriac, protagonista de Al azar, Balthazar —si no tomamos en cuenta al burro— y ex mujer de Godard), que narra la ruptura con su pareja. La película arranca en 1967, año en que Godard, 36, se casa con Anne, 20, adhiere al maoísmo, estrena La Chinoise con ella como heroína y, dándole la espalda al éxito de sus películas anteriores —Sin aliento, Vivir su vida, El desprecio— decide cambiar, hacer un cine político, y en 1968 pasa a integrar el colectivo cinematográfico Dziga Vértov.

Alguien que elige los peores cuatro años de Godard para retratarlo es alguien que quiere a todas luces demoler un mito. Y eso es aceptable. Lo raro es que Hazanavicius no lo blanquee, se haga el distraído y, en alguna entrevista, hasta dé a entender que lo admira.

Pese a ser un cineasta menor —el Oscar casi siempre es un malentendido—, Hazanavicius no es tonto, y para defenderse de las críticas virulentas que la secta de godardianos iracundos no tardaría en formular, toma a priori tres recaudos. Uno, la película es una adaptación. Lo que equivale a decir que la que lo pinta a Godard como un misógino arrogante, un burgués con aspiraciones de militante obrero y un adolescente tardío que en los mítines estudiantiles terminaba abucheado por vociferar, por ejemplo, que “los judíos son los nuevos nazis”, no es él sino Wiazemsky. Dos, convoca para el protagónico a Louis Garrel, admirador confeso de Godard, al igual que su padre Philippe, que supo filmar los fines de los años sesenta (Los amantes regulares, entre otras) con bastante más talento que Hazanavicius. Tres, sostiene que la película no es una biopic, sino una simple comedia, una caricatura.

Los dos primeros puntos son buenas estrategias y no se puede discutir contra eso. En cuanto a la comedia, ahí hace agua porque Godard, mon amour no hace reír a casi nadie. Hay algo que falla en el registro. Sin hilar demasiado fino, la pareja protagónica, bellos los dos (más bellos que los auténticos; y ella, más parecida a Anna Karina que a Anne Wiazemsky, lo cual no deja de hacer ruido durante toda la película), vive en planos diferentes. Ella posa en cada escena con una profundidad triste, una alegría opaca dentro de sus minúsculas minifaldas escocesas, a la moda de la época. Él, en cambio, es clownesco, como una reencarnación francesa de un Woody Allen de metro ochenta: el mismo nerviosismo, la misma incomodidad frente al mundo, sólo que menos gracioso porque el intelectual que interpreta tiene más de insufrible que de minusválido. Así y todo, Garrel logra, lunar más, lunar menos, una excelente caracterización de Godard. (Una lástima el acento, que pretende ser suizo y se confunde con una dificultad fonoaudiológica).

Pese a tomar por asalto todos los clichés de la estética godardiana (un combo amanerado que incluye el ralentí, los juegos de palabras, el corte abrupto, el pasaje de una imagen a negativo o al blanco y negro, la mirada a cámara, la sobreimpresión de textos, el diálogo metaliterario, la música a contrapelo de la imagen, los desnudos eróticos y deserotizados y una paleta deliberada de colores primarios, planos), nadie confundiría ni por un instante una escena del film de Hazanavicius con una de Godard. En Hazanavicius todo resulta demasiado limpio, pedagógico, eficiente. Y Godard siempre estuvo del lado de lo impuro, lo inclasificable, lo inacabado, lo perturbador. ¿Cómo es posible imaginar a Godard sin inteligencia?

Lo mejor de la película, lejos, es su título en francés: Le Redoutable, que vendría a ser “El Temible” (desafortunadamente, en nuestro país se tradujo como Godard, mon amour, algo raro porque de amable este Godard no tiene nada). Le Redoutable es el nombre del primer submarino nuclear construido en Francia. Su inmersión inaugural se hizo en 1967 en presencia de De Gaulle. Hacer referencia a este suceso es una manera de anclar la película a un período histórico muy particular que Hazanavicius no descuida. (No es casual que el estreno se haya programado en el cincuenta aniversario de Mayo del 68.)

Redoutable” puede ser un adjetivo positivo o negativo. En el caso del submarino, es decididamente positivo; en el de Godard, es más bien lo contrario. Así y todo, Le Redoutable es una linda metáfora para referirse al enfant terrible de la Nouvelle Vague, porque Godard sigue y seguirá siendo, hasta que la profecía de Luc Moullet se cumpla, un submarino nuclear en el mundo del cine: vive oculto, lejos de las alfombras rojas de Cannes, en las profundidades de algún cantón suizo, y cada tanto asoma el periscopio y filma. La diferencia entre el famoso submarino y el famoso director es que hoy el submarino, retirado de servicio, descansa en un dique seco de Cherburgo y puede visitarse los fines de semana; Godard, en cambio, sigue en actividad, y son pocos los que se animan a tocarle el timbre.

 

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