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“Hay un auténtico y profundo debate con Beatriz Sarlo que no podemos ni queremos seguir procrastinando”, escribe Darío Capelli en el último número de la revista El Ojo Mocho. Es un debate filosófico que concierne a la política actual y que separa a la generación de Capelli (la de los sucesos de diciembre de 2001) de la línea progresista-liberal que cuajó con Alfonsín: lo que está en juego es un renovado énfasis en el sujeto, como productor de verdades políticas tanto como de verdades científicas.
Sarlo, que trabajó en los últimos años cuestiones ligadas al lugar en la historiografía de la memoria individual, el testimonio y la autobiografía, es situada en una vereda estructuralista, cuestionadora de por sí de las filosofías del sujeto. Esto se ligaría con su insistencia en el valor de las instituciones y su alergia a todo lo que huela a carisma o militancia de los setenta. De ahí se explicaría el tono de sus columnas en La Nación. Correlativamente, los partidarios del sujeto entenderían las pasiones de la ciudad en una clave más nacional-popular, interesada en los movimientos no siempre fáciles de interpretar de las masas –y sobre todo de sus sectores menos favorecidos–, lo que los llevaría a poner el oído en aspectos de la vida social que para los liberal-progresistas son obstáculos para una república verdadera. La filosofía del sujeto que se busca estaría más atenta a la presentación que a la representación, a lo múltiple y no a lo uno. El faro es León Rozitchner, viejo batallador contra el énfasis en lo objetivo del marxismo argentino.
Pero la clave está en la omisión de un término por parte de los dos contendientes: el de revolución. Para Rozitchner, no se trata de cualquier sujeto, sino del revolucionario, operador teórico-práctico cuyo despliegue es la meta y el punto de vista, a la vez, de su ideario. Toda la carrera de Sarlo es un alejamiento de esta noción. La razón de la omisión de Capelli y otros es distinta: la empresa latinoamericana a la que adhieren no comparte características con las revoluciones históricas del siglo XX hechas en nombre del socialismo o del nacionalismo. Les falta, para empezar, el violento momento disruptivo que marca un comienzo a partir de cero y, para terminar, el claro programa distintivo frente a la democracia capitalista. Así, la discusión no se plantea en sus términos desnudos y habilita las discusiones de la militancia de base tanto como el anecdotario personal de las infancias noventistas.
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