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El discurso del papa Francisco en su gira latinoamericana de este año de 2015 fue recibido con la admiración y el asombro con que se reconoce una refundación política, aunque se tratara de una refundación ocurrida, en principio, entre los límites de un determinado territorio simbólico, y entre las continuidades y rupturas de una determinada sucesión histórica. Las nítidas denuncias de una proclama contra la explotación y el saqueo del planeta fueron parte de su discurso, y acompañando su circulación ocuparon su turno las adhesiones o los (también rápidamente terminantes) rechazos.
¿Hubo, en esas celebraciones o esos distanciamientos, interlocutores, es decir, asunciones dialógicas de la palabra? Podría no haberlos habido. La instancia del diálogo supone la puesta en fase de dos sujetos del discurso, con reconocimiento mutuo de esa condición. Y en este caso la investidura, por un lado, y por otro la condición de orador al paso de Francisco no facilitaban esa construcción de escena, y sí, en cambio, la observancia de una posición de escucha receptiva, o la manifestación de opinión ante terceros. Pero el diálogo, aunque fuera de pocas palabras y de pocos signos, ocurrió.
Ese crucifijo leninista entregado por Evo instaló a su donante en la posición de productor alternativo y complementario de la significación. Y eso ocurrió de una manera especialmente plural. Como no ocurre a menudo en las conversaciones con amplia difusión, de pronto hubo un cambio de tema: un público con los más diversos emplazamientos ideológicos se encontró ante la necesidad de considerar el rol de un novísimo tratamiento de emblemas religiosos y políticos en la conversación. Y todos los procesamientos metafóricos de la historia de esas imágenes parecieron estar retornando como motivos posibles de esa construcción temática. Y también todas las citas, lo que abrió de inmediato otra posibilidad, la de los recomienzos del diálogo, como en esas charlas largas de café en que no puede regir la disciplina de las representaciones institucionales.
Porque en los diálogos cambiantes y no programados, valorados como tales por sus protagonistas, ocurre que se toquen bordes. Que se ignoren límites en campos conceptuales y simbólicos. El Jesús de la talla parece verse, en principio, crucificado en el martillo de una de las construcciones simbólicas convocadas; pero ese martillo no puede ser el instrumento de su muerte, como la cruz de la historia religiosa. El Jesús de este extraño juego estético y político es un Jesús redentor, pero no en el momento del sacrificio: sus brazos abiertos recuerdan un suplicio que ha quedado como rastro de un relato superado, y el martillo y la hoz no pueden constituirse —nada muestra que alguien lo haya querido— en versión del instrumento para su tortura y su muerte. Si así lo fuera, el regalo de Evo sería una manifestación del más enloquecido anticomunismo.
Pero entonces el juego estético y político del sacerdote escultor se muestra, a la vez, como de una extrema libertad y complejidad. El madero sobre el que está la imagen del Jesús crucificado ha pasado a ser el soporte de un discurso de redención, sus dos partes no son símbolos de tortura y muerte sino de un proyecto político revolucionario, y en principio podría pensarse que es difícil encontrar entonces la explicación del mantenimiento en la obra de ese cuerpo en la posición del sacrificio, cuando podría expresar el goce de un hacer supremo.
Pero ¿por qué pedir a una construcción como esa, hoy, transparencias de sentido? Después de todo, puede considerársela operando como un momento de interlocución conversacional. Es como si uno de los participantes de un diálogo abierto hubiera dicho al otro: quiero mostrarle cómo acá pueden mezclarse símbolos hasta hoy lejanos, y saber si considera que podrían ilustrar su discurso. Y la otra parte pareció primero responder que no rechazaba la posibilidad, y después terminó aceptándola de manera indudable: “lo llevo conmigo”. En la narración política contemporánea, el efecto de enriquecimiento y continuidad del discurso puede mostrarse tan deseable como las coincidencias que permiten arribar a un cierre compartido, así sea provisorio, del diálogo.
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