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La pintura al fresco tiene la virtud de contar con una gran resistencia al paso del tiempo. Para realizar un buon fresco, el primer paso es aplicar una capa rugosa de arena y cal llamada arriccio a toda el área de la pared o techo a pintar, y luego dejar secar durante algunos días. Muchos artistas esbozaban sus composiciones sobre esta capa base, que nunca sería vista, con un pigmento rojo llamado sinopia, nombre que también terminó utilizándose para referirse a estas pinturas preliminares y efímeras. Sólo en algunos casos en que la concreción de la obra se vio truncada se conservan ejemplares de sinopias. El arriccio era luego cubierto por una capa más fina de yeso, el intonaco, sobre la que se pintaba la versión final de la obra.
Las pinturas y dibujos que cubren las paredes y techos de las cuevas de Lascaux fueron descubiertas en 1940 cuando Marcel Ravidat, un adolescente francés de diecisiete años, siguió a su perro (llamado Robot) hacia el interior de un pequeño y profundo agujero que resultó ser la entrada al ahora famoso sitio arqueológico. La cueva está repleta de representaciones de múltiples animales que habitaron la zona, como también de misteriosas abstracciones que se repiten una y otra vez: conjuntos de puntos, líneas, rectángulos y grafismos que podrían ser cicatrices o heridas. También se encuentra un número relativamente pequeño de estarcidos en negativo de manos humanas.
Muchas teorías intentan dar cuenta de las razones por las que hace alrededor de diecinueve mil años eses humanes primitives se tomaron el tiempo (hay evidencias de que estas pinturas fueron hechas a través de distintas generaciones) y el trabajo (para alcanzar muchas de las áreas más altas de paredes y techos debe haber sido necesaria la construcción de andamiajes, como también la utilización de lámparas a base de grasa animal para iluminar el oscuro interior de las cuevas) de realizarlas. La principal fuente de alimento de sus autores (un antepasado de los renos de la actualidad) está ausente en casi todas sus representaciones, y sólo una de las de alrededor de seis mil figuras es antropomórfica. Podemos suponer que no cumplían una función práctica o meramente documental.
Después de las técnicas utilizadas en Lascaux y otros sitios donde se conservan pinturas paleolíticas, la más longeva técnica pictórica es la del fresco, que a pesar de su nombre no es una invención italiana, sino que fue utilizada primero por los egipcios y luego por varias civilizaciones más de la antigüedad (como los antiguos griegos, los antiguos indios, los antiguos esrilanqueses, los antiguos toltecas, etcétera).
Algo que tienen en común todos esos frescos, y también las pinturas de Lascaux, es que ocupaban principalmente paredes y techos, y estaban, como todo arte premoderno, estrechamente ligados a la vida religiosa o espiritual de esas sociedades.
En Olor a pintura podrida, su muestra en Acéfala Galería (Buenos Aires), Julián Astelarra presenta una instalación que se concentra en las superficies del espacio de la galería. O, al menos, en la superficie del piso de la sala, que se transforma en protagonista y pieza central de la muestra. Sobre este se extiende una capa de yeso blanco, una especie de fresco (aunque no exactamente a la manera tradicional) que lo cubre casi por completo, y con distintos pigmentos, pero principalmente con ferrite rojo (es decir, óxido de hierro), despliega texturas y manchas entre las que esporádicamente aparecen destellos de figuración; algunos animales o criaturas, lo que podrían ser piedras (u objetos tallados en piedra, o quizás moldeados en arcilla), y una y otra vez la representación de pequeños nichos (o más precisamente, hornacinas). Hornacinas dobles, o quizás hornacinas con su reflejo, o quizás con su sombra. Todas las hornacinas están vacías. Sobre la superficie del fresco, y casi saliendo desde debajo de este, aparecen pequeños montículos de despojos difíciles de identificar, materiales orgánicos resecos y deformados por su propia descomposición, que quizás en algún momento podrían haber sido parte de una vanitas de algún pintor barroco del siglo XVII. Bajando las escaleras, al fondo de la sala principal, llegamos a una segunda sala, más pequeña, en cuyas paredes cuelgan o se apoyan paneles de fresco en las que la pintura de Astelarra continúa. También encontramos, en un pequeño nicho de madera y yeso, una calavera, pieza que completa la vanitas deconstruida que emerge a pedazos en distintos puntos de la muestra.
En 1968, la cueva de Lascaux fue cerrada al público de forma definitiva. El aliento y la transpiración de los visitantes habían roto el delicado equilibrio atmosférico que por miles de años había protegido esas obras prehistóricas, que entonces comenzaban a ser destruidas por el crecimiento de líquenes y hongos. En su lugar, a doscientos metros de la original, se construyó Lascaux II, una réplica parcial, hecha de plástico y pinturas sintéticas a prueba de la respiración de visitantes y de líquenes y hongos. Años más tarde se sumarían Lascaux III y Lascaux IV. Estas copias, algunas más fieles y completas que otras, intentan capturar la significancia desconocida pero evidente que se oculta detrás de esas pinturas, y preservar algún tipo de acceso a ellas.
La muestra de Astelarra no pretende esconder los artificios detrás de la realización de las piezas, como la aggiornada técnica de pintura al fresco, o las placas de fenólico que sostienen las obras de la segunda sala, o el nylon que protege el piso de la sala principal. Pintando con óxido de hierro, el mismo que se utilizaba hace cientos de años en los frescos renacentistas y que llamaban sinopia, y que varios miles de años antes utilizaron también les autores anónimes en las cuevas de Lascaux, Astelarra configura su instalación como un artefacto que evoca intermitentemente distintas temporalidades y referencias históricas, ligadas al paso del tiempo y la muerte. A diferencia de las pinturas de Lascaux o de los frescos renacentistas (y en contradicción con la técnica en que fue realizada), esta obra no responde a un impulso de preservación, es esencialmente efímera y la mayor parte será destruida cuando termine la exhibición. Tampoco es una obra que fugue hacia afuera, no se abre paso desde la oscuridad de una caverna ni se proyecta hacia el cielo desde la cúpula de una catedral. En cambio, genera un palimpsesto que va decantando sobre el piso de la sala, que es imposible de abarcar desde un solo punto de vista y que nos hace recorrerlo con la cabeza gacha. El carácter efímero de la obra también puede ser entendido como una especie de envejecimiento acelerado, como la réplica de una cueva prehistórica donde se intenta capturar las huellas de un tiempo que nunca pasó ni existió. El gesto responde quizás al mismo imperativo de asir algo incomprensible, de preservar y capturar lo que en definitiva nunca puede serlo del todo. La vida no puede habitar la muerte.
Según Wikipedia, “vanitas es un término latino (vanĭtas) que significa vanidad (de vanus, ‘vacío’), entendida no como soberbia u orgullo sino en el sentido de futilidad, insignificancia, fragilidad de la vida, brevedad de la existencia”. En la pequeña sala de debajo de la Galería Acéfala hay un fresco que, en el centro (o casi), tiene una especie de rajadura o abertura. Pero no se ve nada a través de esa abertura, nada se esconde detrás más que el nylon negro en el que se apoya la capa de yeso. Es como otro nicho vacío, y parece también una herida.
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