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Sobre “Relatos salvajes” y los modos de construcción de un espectador a medida

DISCUSIÓN

Antes que una película, un panfleto, un panegírico o una alegoría —los distintos episodios que integran la última película de Damián Szifrón participan en buena medida de todas esas categorías—, Relatos salvajes es una especie de muestrario incorrecto, sumamente engañoso, del estado de indefensión de cierto tipo de consumidor —no necesariamente del consumidor de productos culturales, aclaremos— frente al imperio de la publicidad, los estudios de tendencias y el armado de trayectorias del gusto y la necesidad. La creciente dificultad que viene exhibiendo el llamado “cine industrial” argentino para construir emociones verdaderas sin recurrir al sentimentalismo televisivo y a los golpes por debajo del cinturón tiene mucho que ver con un creciente cinismo tanto de los espectadores como de la crítica especializada, que en este caso en particular pareció limitarse a observar desde lejos cómo crecía el fenómeno así como se observa el instante en que un tsunami toca la costa. Las distintas maneras en que Relatos salvajes barrió el espectro de intereses de un imaginario espectador promedio —con una inserción indiscriminada en programas o medios que poco o nada tienen que ver con el quehacer estrictamente cinematográfico— transparentan una realidad no tan nueva pero a la que conviene ir prestándole atención: es cada vez mayor la preocupación de algunos de los responsables de este tipo de películas por crear un espectador prediseñado, informado sobre el producto a consumir con la suficiente antelación como para volverse permeable —o vulnerable— a determinados contenidos, todo lo cual supone, por fuerza, la concepción de la película propiamente dicha tan sólo como el reaseguro económico de una inversión. Dicho de otra manera: la exhibición de la película, en sí misma, parece haberse convertido en un eslabón “necesario” dentro de una cadena de producción que la concibe como un punto de llegada y nunca como una fuente de inspiración.

La forma en que la película de Szifrón penetró el inconsciente colectivo no tiene antecedentes. Se la discutía —y, por lo tanto, se la promocionaba— en programas de chimentos, noticieros televisivos y radiales, programas de cocina y de entretenimiento, e incluso en los (mal) llamados envíos “de interés general” (sumidero en el que reinan, sin solución de continuidad, los “programas de panelistas”). La campaña publicitaria alcanzó, por momentos, una curiosísima superposición de lecturas: un conocido matutino publicó en su sitio web una especie de estudio pseudocriminológico dedicado a analizar las penas aplicables a los personajes del film para el caso de que estos decidieran ejecutar en la “vida real” las acciones que llevan a cabo en la película. En un programa donde, mientras se almuerza, suelen discutirse con escaso nivel las más variadas vicisitudes políticas y sociales, el propio Szifrón tuvo una muy desafortunada intervención en la que, con una gran confusión ideológica y de recursos expresivos, agitó los bajos instintos de una audiencia que, en las semanas y los meses siguientes, convertiría su película en un fenómeno de taquilla sin precedentes. Sin embargo, la aclaración más flagrante sobre la verdadera sustancia del éxito sólo terminó de aparecer hace algunas semanas, cuando uno de los productores argentinos del film reveló a la revista dominical de otro conocido matutino cómo se orquestó su campaña publicitaria. Encuestas, sondeos de opinión, ingeniería de marketing y cálculo de probabilidades le permitieron a Szifrón y compañía el armado de un producto que cayó sobre el mercado para cubrir un hueco que podría haber sido cubierto por cualquier otro acontecimiento que reuniera los requisitos prorrateados entre las distintas especialidades antes mencionadas. La discusión estrictamente cinematográfica quedó, por lo tanto, y a medida que Relatos salvajes batía récords de asistencia a salas, convenientemente relegada a un segundo lugar, no tanto por el hecho simple pero contundente de que su propio éxito la desperdigó por ámbitos y plataformas donde esa discusión no suele darse, sino por la razón —ahora más evidente— de que ese (y no otro) fue el objetivo principal de sus creadores: Relatos salvajes debía, desde el principio, ser “más grande”, “más importante” que cualquier otra película argentina previa. No podía ser apenas una película, debía ser una especie de acontecimiento, un artefacto nuevo que intensificara o modificara la relación de sus receptores con el ámbito específico de su procesamiento y consumo. A diferencia de la mayoría de las campañas publicitarias, que apuntan a un receptor específico aunque no necesariamente a la espera de un determinado producto, Relatos salvajes fue, en cierta medida, demandada por un público que ya estaba en alerta, que conocía algunos de sus resortes como si hubiera participado directamente en su creación.

Pero lo primero que hay que decir es que nada de esto hubiera funcionado si Szifrón no filmara bien, si no supiera narrar u otorgar a todas sus creaciones un acabado técnico vistoso, con todo el grado de espectacularidad que le permiten los presupuestos con los que cuenta en cada ocasión específica; si Szifrón no pudiera, en definitiva, entregar “un buen producto” o algo digno de ser vendido (y aquí es donde debemos ser justos y recordar, también, que hace mucho tiempo dirigió una excelente película titulada El fondo del mar). Hay que reconocer, entonces, que Szifrón tiene preocupaciones estéticas en medios —el cine y la televisión argentinos— donde imperan el mal gusto y la incapacidad técnica, y donde estas cuestiones parecen reducidas a la combinación de colores de un vestuario o el buen gusto en la elección de locaciones y exteriores. El fenómeno de taquilla de Relatos salvajes tiene poco que ver, sin embargo, con estas capacidades y aparece más ligado a realidades coyunturales que nos devuelven a ese intrincado proceso de pre- y posproducción mediática del que hablábamos antes, y que terminó por cumplir un doble objetivo: otorgar a su película más exitosa una temperatura y un espesor concretos, por un lado, y arrasar, por el otro, con las boleterías.

Relatos salvajes es hija de su época como no lo ha sido ningún film argentino desde los tiempos de, digamos, Tango feroz (1993). Si el reciente reestreno de la película de Marcelo Piñeyro en los cines demostró el poco interés del público actual por su propuesta —la magra repercusión del relanzamiento permite suponer también que una enorme parte de su público original no volvió a interesarse por ella—, es de esperar o suponer, haciendo un pequeño ejercicio de ciencia ficción, que un eventual reestreno de Relatos salvajes dentro de diez o quince años corra una suerte similar. Tanto la película de Piñeyro como la de Szifrón son películas instantáneas, que se agotan en una primera visión, y en esto tiene mucho que ver el hecho de que estén diseñadas —específicamente diseñadas— para aglutinar y soportar las tensiones de su época, circunstancia que les quita todo poder de trascendencia en el tiempo. El presente en el que viven y venden entradas es el presente de los diarios y la televisión, y su futuro es imposible porque, al estar ensambladas no para estimular o crear emociones sino para responder a instintos, su caducidad depende de la impaciencia y los tiempos de un consumidor formateado para el impacto en un lugar y momento específicos de la historia. Son, con todo, películas muy diferentes entre sí. Tango feroz es ingenua, inofensiva, correcta hasta la banalidad. Relatos salvajes es cínica, agresiva, manipuladora hasta el miserabilismo.

El arsenal propagandístico del que venimos hablando no es —no debería— ser repudiado en sí mismo. Haciendo un poco de memoria, uno podría recordar, por ejemplo, que de Nueve reinas (2001) también se hablaba hasta en la sopa. Pero lo que diferencia la película de Fabián Bielinsky de la de Szifrón es, justamente, su capacidad para detectar cierta morosidad ambiente. Nueve reinas, como el buen cine clásico, refleja el estado de ánimo de su época en forma lateral, siempre atenuada. No es una radiografía de su tiempo histórico, pero los cortocircuitos y las potencias epocales (el estado de ánimo de una sociedad específica capturado en un tiempo concreto) respiran en ella con serenidad. En Nueve reinas, las claves sociales están contrabandeadas, se escamotean todo el tiempo a los ojos del espectador, agregando a la notable factura del film un atractivo que consiste, precisamente, en advertirlas, adivinarlas o, mejor aún, imaginarlas. La película de Szifrón, por el contrario, grita constantemente su origen. Está armada con las preocupaciones promedio, las taras y las fobias de su tiempo de un modo descarado, burdo, como si su guión hubiera sido dictado por un grupo de cronistas y gacetilleros contemporáneos. Nos habla de lo que da miedo hoy, que puede ser lo que cause risa o indiferencia mañana. Hay algo muy curioso en la forma en que cada uno de los episodios de Relatos salvajes parece estructurado en torno a las preocupaciones introducidas a presión en el inconsciente colectivo por medios periodísticos —oficialistas y opositores— que desde hace tiempo están enfrascados en confrontaciones privadas que poco tienen que ver con el arte y el deber de informar. El estado de ánimo social, aguijoneado noche y día por falsos comunicadores y peores opinadores, encastra con la estructura lógica y moral de Relatos salvajes de una manera que sería cómoda si no fuera, antes que eso, levemente siniestra. Revanchismo, crispación, diminutas y domésticas furias diversas e indignaciones tramposas resbalan de episodio en episodio, y ese amasijo de pasiones bajas, mal digeridas, vulnera las defensas de un tipo muy particular de espectador, ese que va al cine en busca de moralejas, mensajes o enseñanzas varias; el tipo de espectador, en definitiva, que se complace en salir modificado de la sala de cine a golpes de puño y no a base de preguntas. El objetivo de Relatos salvajes se vuelve, por lo tanto, primitivo y minúsculo; se reduce a proyectar en la mente del público su posible reacción personal frente a las situaciones vividas por los personajes, a descomprimir el recuerdo de anécdotas similares ya vividas o sufridas, o a emparentar la ficción con la continuidad de los diarios y los resúmenes televisivos de noticias. El resultado es una película reaccionaria como pocas, sólo superficialmente consciente del mundo en el que rebota, fechada como un antibiótico, cuya nefasta ideología no debería ser observada con indulgencia. Al fin y al cabo, Szifrón también firmó Tiempo de valientes (2005), una curiosa versión local de la primera Arma mortal (1987), la de Richard Donner —una muy buena película “de derecha”, sostenemos, si se nos permite deslizar algunos gustos personales—, donde en la SIDE eran casi todos buenos y en la Policía Federal eran casi todos malos. Esta falta de ambigüedad, de grises (de criterio, en definitiva) no debería sorprendernos. Si en el pico de su popularidad Szifrón decidió “homenajear” uno de los grandes títulos del Hollywood mainstream de los años ochenta, es preciso tener en cuenta que el héroe allí encarnado por Mel Gibson era, ni más ni menos, un veterano del proyecto Fénix de la Guerra de Vietnam. En el universo Szifrón está todo tan fríamente calculado que no queda otra alternativa más que poner el ojo con especial detenimiento en cierto tipo de elecciones y coincidencias. La opción delictiva en detrimento de la albañilería no es, por lo tanto, un detalle menor en el curioso devenir personal del director más exitoso de la historia del cine nacional.

Manéjese con cuidado.

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