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Sólo las piedras recuerdan. A propósito de la muestra de Martín Legón

DISCUSIÓN

1. ¿Es Martín Legón un artista político? Inaugurada en el Museo Moderno de Buenos Aires el pasado mes de agosto, Sólo las piedras recuerdan guarda distancia frente a otras exposiciones u obras (una división que, en el caso de Legón, a diferencia del ethos artístico contemporáneo de la Argentina, es ineficaz) en las que lo político opera como un tema, un adjetivo o un objeto de contemplación.

Ni rastro de frases bordadas, de consignas en la pared o de grandes afirmaciones donde la voluntad y el lenguaje mueren ahogados en la orilla de la representación. Porque lo político en cuanto estético y lo estético en cuanto político no pasa por el gesto de denuncia que, desde una posición exterior a lo criticado, busca desenmascarar la realidad de los poderes establecidos. No obstante, ¿en qué medida la voluntad de transparencia sería política, cuando hace mucho que todo, hasta lo más ominoso, como los servicios de inteligencia, las operaciones secretas o lo que ocultan las cajas de Iron Mountain, está a la vista? La cultura posdictatorial, que es como la filósofa Silvia Schwarzböck denomina las tendencias de la producción artística después de la normalización democrática, prefiere guardar silencio y, de suyo, mirar a otro lado. Es prudente, y sobre todo más rentable, refugiarse en lo insondable del sujeto, en la primera persona como índice de una verdad que no se puede juzgar. Y, sin demasiados escrúpulos, dedicarse a las relaciones públicas y a los negocios. ¿No es eso lo que se hace cuando la consigna es proteger a les amigues (y salvarse a une misme)?

2. Volviendo a Sólo las piedras recuerdan: si todo es tan evidente, si el flujo de información y teorías hace insoslayable, para entender nuestro tiempo, la opinión de Henry Kissinger de que hasta los paranoicos tienen enemigos, ¿por qué invitar al público a pensar y a hacer conexiones por su cuenta, sin demasiadas explicaciones, podría llegar a interpretarse como un gesto críptico o intelectualista que, en el fondo, denota soberbia? ¿Por qué forzar la lectura y yuxtaponer cosas heteróclitas, como hace Legón (cosas inconmensurables para una epistemología aplanadora que se separa y ordena, incluidas las identidades minoritarias y alternativas a la heteronorma), podría resultar confuso o inaccesible para el “público general”?

Porque lo radical de la propuesta de Legón no sería, en realidad, el uso del repertorio visual de la investigación artística en contra de la hegemonía estética, en contra de la pintura fantástico-ingenua y sus mutaciones mercadotécnicas postnoventeras. Y tampoco lo sería la manera en que la exposición pone en relación juegos educativos del pedagogo alemán Friedrich Fröbel y la influencia de los principios formalistas de la educación universal en el devenir utópico del arte de vanguardia del siglo XX (geometría + ontología: modernismo). Que existe un vínculo entre educación, violencia y abstracción, entre herramientas constructivas y herramientas que pueden resultar destructivas, salta a la vista. Además, en el régimen de la opinión desatada, se puede decir cualquier cosa (literal).

Lo intolerable, para muchos, sería la creencia de Legón en el arte como herramienta de producción de conocimiento crítico, una práctica que intenta estar a la altura de los problemas que presenta nuestra época para ser comprendida, a pesar (o por culpa) del exceso de opiniones y del mandato de comunicación. El arte, según esta perspectiva, no se agota en la producción de decorados para el disfrute de la clase dominante en inauguraciones y ferias de arte o, en el mejor de los casos, para la reparación de traumas personales, también a imagen y semejanza de los dramas de subjetividad de la clase dominante. El arte, cuando no funciona como una herramienta de estilización política, tendría agencia estética y política, en la medida en que sería capaz de menoscabar la seguridad de los guardianes del orden, de desordenar los principios que separan qué es ciencia y qué es arte, qué es cuerpo y qué es razón, qué es público y qué es privado, qué es la sensibilidad material y para qué sirve la imaginación.

Lo escandaloso, por lo tanto, no sería tanto atreverse a presentar las inquietudes propias sino pensar a contrapelo, incluso de manera anacrónica. En el caso de Legón, esto significa pensar contra los lugares comunes y las certezas de la historiografía del arte argentino contemporáneo, contra la historia de estas últimas décadas tal y como viene siendo repetida y celebrada. ¿Por qué, si no, puede resultar molesto deshacer, como si fuera un collage, el relato de las operaciones manuales detrás del arte conceptual de los setenta y su devenir, pensando nuevas redes de sentido donde la supremacía del Centro Cultural Rojas y las disyuntivas de los años noventa (light o no, rosa o no) son puestas en entredicho? ¿Por qué el pensamiento crítico representaría una sombra totalitaria y violenta (la sombra de los años setenta y sus tragedias que no queremos repetir)? ¿Por qué, en sentido contrario, la alegría como política cultural sería inclusiva, consensual o tolerante? Finalmente, ¿qué imagen del público y de su inteligencia proyectan los artistas y las instituciones? ¿Por qué la reivindicación del arte como herramienta cognitiva resulta intempestiva (y, por eso mismo, política)? ¿Es lo mismo ser ingenuo que hacerse el tonto?

3. Más en concreto, el dispositivo que ha armado Martín Legón funciona como un artefacto que puede servir, más allá de sus intenciones declaradas, para verificar el principio de la igualdad de las inteligencias que Jacques Rancière defendía en El maestro ignorante. Este dispositivo para hacer ver y pensar está articulado como una suerte de libro, en tanto que contenedor de una cierta totalidad: esto es, todas las palabras y las frases con que podemos hacernos preguntas y aprender, todas las imágenes que son índice de la experiencia común de haber, como niños, tenido que aprender (la mayoría de las veces en condiciones poco favorables, es decir, en instituciones que no creen en la igualdad). Hablamos de tomar el museo como una continuación de la antaño vigorosa esfera pública, como un espacio de antagonismos y desacuerdos. Un espacio que exigía hacer de cuenta que existe un sí mismo y una posible emancipación, una experiencia transformadora, cuya mayor virtud era habilitar a cada quien para seguir, a su manera, el rastro de las imágenes y sensaciones, hacer relaciones, trazar correspondencias, de modo que el pensamiento exista no sólo para reproducir estructuras sino también para hacer suposiciones y conjeturas, para maquinar y construir una nueva realidad.

A diferencia de las últimas muestras celebradas en el espacio privado de la galería, en esta ocasión Legón no ha tenido que fingir o simular ese efecto “museo”. De manera natural, se suceden salas con constelaciones de imágenes agrupadas por familias, como un conjunto de relaciones, un ecosistema que funciona en tanto que produce nuevos patrones de percepción, organización y producción de sentido. Pero nunca a partir de la contemplación pasiva, sino a través de la participación de la mirada y el intelecto, enfrentando unas imágenes y sus respectivos sistemas de interpretación a otras, siempre en serie, rara vez un objeto o una imagen en soledad. Se refuerza, en ese sentido, la lógica capitular que el artista, a través de la división del recorrido expositivo en un preludio y tres actos, viene articulando: nunca una sucesión de obras, sino un texto compuesto por varios estratos, un mundo de imágenes y comportamientos en torno a ellas, que se constituye en su inmanencia.

4. Legón cita al curador Marcelo Pacheco, quien a su vez se apoya en el crítico Ricardo Martin-Crosa, para problematizar lo que ambos llaman “escuelismo”, un ismo nacional, y un leitmotiv a lo largo de toda la exposición, que no se plantea como un principio disyuntivo exclusivo, sino más bien como una herramienta para, jugando con las contradicciones, especular sobre la existencia de otras familias y genealogías que escapan a los modelos establecidos. La exposición, en este sentido, busca desestabilizar aquellas categorías que normalmente se dan por sentadas en la educación y el arte. El enfoque encuentra resonancias con la obra de Marcelo Pombo, cuyo costado conceptual emerge en los procedimientos empleados por Legón. Aunque la lógica no es simplemente formal, sino que establece correspondencias más amplias con el olvido y la memoria, categorías clave que permiten rastrear cómo ciertos imaginarios son moldeados y, en ocasiones, infantilizados. Aquí, Legón critica cómo la fantasía, especialmente en el contexto de la infancia, se confunde con el sueño o la evasión, mientras que la empatía, como antes sugerimos, lejos de dirigirse a les amigues, se orienta hacia el mercado como lugar privilegiado de mediación.

La muestra acompaña, como quien escucha la radio, un proceso social profundo que ha venido desarrollándose durante décadas, vinculado al monopolio de la abstracción en ciertos dispositivos tecnológicos y a la creciente orfandad de abstracción en el grueso de la sociedad. Mientras las élites tecnológicas y las máquinas dominan la capacidad de manejar complejas operaciones abstractas, gran parte de la población se queda esperando que estos dispositivos resuelvan y simplifiquen todo lo que tocan. Este desequilibrio revela una dependencia peligrosa y, a la vez, una renuncia a la pulsión crítica que está en la biogenética de la humanidad. Si el “Cuadrado negro” de Malevich, a principios del siglo XX, representó el pico de la abstracción en el arte occidental, una señal de ruptura radical y de apertura conceptual, hoy la inteligencia artificial desarrolla la veta negativa de ese retorno: una abstracción que no invita a la reflexión, sino que devora la agencia humana y deja al espectador atrapado en la impotencia, a la espera de soluciones predigeridas por sistemas que operan bajo lógicas inalcanzables para el común.

Es justamente en este proceso de infantilización donde emerge el peligro de las clasificaciones y las identificaciones dictadas por la máquina. La necesidad de responder a estas formas de catalogación representa la abstracción final y más peligrosa del mundo contemporáneo. En última instancia, el avance de la inteligencia artificial y la realidad artificial no sólo redefine la forma en que interactuamos con las imágenes y la estética, sino que también revela una contradicción profunda: lo que aparenta ser un acto de mandar, de controlar, esconde en realidad una pasión ancestral por obedecer, por someterse a la máquina técnica y las estructuras de poder que esta representa. Así, la exposición de Legón, finalmente, nos confronta con estas tensiones filosóficas y estéticas, incitando al espectador a repensar los modos en que los sistemas de educación, memoria y tecnología moldean nuestra subjetividad.

En este horizonte de tensiones entre abstracción y dependencia tecnológica, Sólo las piedras recuerdan se erige como una pregunta abierta: ¿debería el arte recuperar la capacidad crítica frente a un mundo que nos empuja hacia la automatización y el cálculo? ¿Puede hacerlo? ¿Qué queda de los intentos modernos de alcanzar la autonomía en un siglo que pasó la mayoría de edad atado al solucionismo y la inmediatez? Legón nos sitúa en ese umbral donde lo abstracto no es simplemente una técnica o un dispositivo, sino un campo de batalla en el que se juega la posibilidad de reinventar nuestra relación con el mundo y su devenir. La invitación no es, por fin, a resolver o simplificar, sino a volver a imaginar, a adentrarse en el trauma y a cuestionar las formas en que nos hemos habituado a ver y editar la realidad.

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