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The Americans y la larga duración

DISCUSIÓN

“Mi necesidad de ficción se alimenta de lo que es hoy sin duda su fuente más acabada: las formidables series norteamericanas de televisión”. Por increíble que parezca, eso decía Chris Marker, uno de los grandes renovadores de la narración cinematográfica, en una entrevista de 2003. Y decía más: “Hay allí un saber, una sensibilidad para el relato, la síntesis y la elipsis, una ciencia del montaje y del encuadre y un juego de actores, que no tiene equivalente en ninguna parte y mucho menos en Hollywood”. Los Soprano enamoraba por entonces al público de la TV, con un virtuosismo narrativo y una inquietante ambigüedad moral que la consagraban ya como una obra mayor de la cultura popular.

Quince años más tarde, cuesta encontrar las virtudes que celebraba Marker en los cientos de series que repiten fórmulas más o menos convencionales con leves variantes para abastecer el consumo cada vez más adictivo o calmar el síndrome de abstinencia después del atracón. En cualquier caso, no son muchas las series que sobreviven a la tiranía del rating, y muy pocas las que resisten cinco o seis temporadas sin que se resientan el rigor de las tramas, la audacia formal, la inventiva de los guionistas o la sutileza actoral.

Pero hay excepciones alentadoras. The Americans, por ejemplo, la serie de Joe Weisberg que acaba de completar su sexta y última temporada con uno de los mejores cierres que recuerde el género. Sin las intrincadas tramas mafiosas de Los Soprano ni el fresco urbano profuso de The Wire, sin la elegantísima reconstrucción visual de Mad Men ni la negrura abismal de Breaking Bad, más sobria, más clásica y hasta quizás menos audaz, The Americans (2013-2018) fue sumando cultores discretos, fieles a la cada vez más angustiante ordalía de Philip y Elizabeth Jennings (Matthew Rhys y Keri Russell), los paradójicos “norteamericanos” del título, padres de familia, agentes de viajes y a la vez espías encubiertos de la KGB.

Aquí mismo, en Otra Parte, Laura Pardo y Virginia Higa argumentaron el entusiasmo, y antes todavía Cecilia Szalkowicz y Gastón Pérsico, fanáticos precoces de la serie, reescribieron la tercera temporada en una obra conjunta, Pausa, especialmente creada para la caja-colección de ensayos-obras Otra Parte. Duración (2015). Jugando con el tiempo reglado del género, con el obligado compás de espera hasta el capítulo o la temporada siguientes, e incluso con el ritmo que se acelera a medida que se acerca la pausa obligada del final, Szalkowicz y Pérsico reinventaron el relato, librando la secuencia narrativa visual al azar, un doble tributo —dialéctico, si se quiere— al rigor narrativo de The Americans y el salto vanguardista de John Cage. Porque S & P, fieles a su siempre sutil inventiva conceptual, congelaron la imagen de la pantalla a los cuatro minutos y treinta y tres segundos de cada uno de los trece episodios de la temporada y reunieron la cosecha azarosa en un nuevo relato estático y mudo que, independizado de la causalidad tiránica del género, invitaba a afinar el foco en el cuadro fijo, observar lo que se escapa en el avance (¿quién no se sorprendió alguna vez con los hallazgos inesperados que depara el botón de pausa?) y recomponer o imaginar los hilos posibles entre las imágenes. El híbrido de cine y fotografía, género y experimentación formal seguramente habría entusiasmado a Chris Marker, director de La jetée.

Pero mirada desde el final de The Americans, la obra de S & P revela otra intuición certera: la importancia de la duración en el ADN de la serie y, por extensión, en los mejores exponentes del género. Cierto que ya en la saga proliferante de Los Soprano el arco narrativo del cine se ampliaba con una construcción dilatada de tramas y personajes más propia de la novela, pero la duración aquí es crucial y cimenta la verdad histórica, social y psicológica del relato, desplegado entre 1981 y 1987, los años tensos de la Guerra Fría.

La doble vida de los Jennings, padres de familia americana prototípica y eximio dúo de espías desalmados, crece en dobleces y mentiras temporada a temporada, mientras se amplía la galería de falsas identidades y disfraces, y se multiplica el número de víctimas que la KGB los obliga a cobrarse a sangre fría “en defensa de la patria”. La ordalía dura hasta que ellos mismos quedan entrampados en las luchas de poder que harán caer a la Unión Soviética, y la doble vida minuciosamente construida a lo largo de seis temporadas se desmorona en una larga escena casi estática, impensable en los trepidantes cierres de las series de espionaje. El teatro de las identidades falsas acaba, de hecho, en una secuencia shakesperiana de once minutos filmada en un garaje, en la que (inevitable spoiler) Stan Beeman, el vecino agente del FBI que con los años se ha convertido en su único y mejor amigo, los obliga a desenmascararse a punta de pistola, se conmueve con los argumentos (¿sinceros?) de Philip y les perdona la vida. Y si la escena no resulta inverosímil como probablemente lo hubiera sido en un film e incluso en una novela, es porque lo que allí sucede cierra un arco temporal que dentro y fuera de la serie se extiende por más de cinco años, desplegado en setenta y cuatro capítulos de peripecias y simétricos dilemas existenciales y políticos, y en una amistad cimentada poco a poco con cervezas, partidos de squash, cenas de Acción de Gracias, confesiones y reveses compartidos. El tiempo, comprimido incluso en el cine de larga duración o en las ficciones de varios volúmenes, se expande aquí en una especie de “tiempo real” que, como en la vida misma, pone a prueba las decisiones juveniles, las lealtades políticas, las relaciones amorosas o los lazos fraternos de la amistad y que, en la galería desbordante de disfraces, esconde una parábola sobre la naturaleza lábil de la identidad.

Que la historia de los Jennings esté basada en hechos reales, por lo tanto, es apenas un detalle de color. El tiempo es lo que de veras cuenta en la verdad emocional de la ficción.

30 Ago, 2018
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