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Detrás del bambú, que acaba de publicar la editorial Duino, presenta la poesía de alguien conocido como narrador; alguien, además, fuera de lo común. Lo hace manteniendo un alto nivel de edición y ejecución formal. El libro es una antología poética de Ryûnosuke Akutagawa (autor de Rashomón, algunos de cuyos relatos, sobre todo los inquietantes “Kappa” y “El engranaje” han tenido varias, influyentes ediciones en Iberoamérica, la más reciente en Paradiso) en traducción de Mamoru Kamiya y versiones de Alejandra Kamiya y Ariel Pérez Guzmán, quien también ha escrito una introducción que ahonda en la vida, la progresiva locura y la obra de Akutagawa. La antología es bilingüe: y para empezar, ver los poemas en caracteres japoneses es una experiencia poco corriente y enriquecedora.
Importa comentar tres aspectos centrales de lo que se presenta como una antología muy comentada: sutil trabazón entre prosa y poesía, marca de agua de la escritura de Akutagawa; su capacidad para combinar con soltura códigos orientales y occidentales; sin omitir el encuentro entre su inspirada pluma y el armado eficiente de los editores.
Al que frecuente una escritura palpitante como la de Akutagawa no le costará entender qué engañosas resultan las distancias demasiado prefijadas entre verso y prosa, más allá de reglas métricas y convenciones formales. Ya conocíamos su narrativa, gracias a las traducciones de Kazuya Sakai. Sospechábamos su penetrante hálito poético. Pero sin este oportuno libro, pocos habrían advertido la talla poética del japonés, urdidor, por ejemplo, de una auténtica carrera de supervivencia en tres versos de métrica libre que nos dejan sin réplica: “El fuerte gana, el débil pierde, es el código de la vida. / El zorro desgarró y mató a la gallina. / Y entonces pregunto: ¿Quién es el ganador?”. Se acostumbra debatir la relación entre poesía y prosa. Es posible que a Akutagawa le hubiera interesado menos la opinión, muy influyente por cierto, de su contemporáneo Eugenio Montale. Este sostenía que “el verso nace siempre de la prosa y tiende a volver a ella”. Hijo de una tradición en más de un sentido opuesta a la del italiano, el japonés no dejó de considerar que la primera expresión de arte verbal del archipiélago había sido la poesía de los uta monogatari (歌物語, literalmente: cantos que cuentan). Ya en el siglo IX, versos como los del Ise Monogatari (en la pluma de Ariwara no Narihira) habían dado pistoletazo de salida a un uso vernáculo más preciso de la lengua japonesa. Claro que no fue exclusiva de Japón esta precedencia de la lírica sobre la narrativa, etapa crucial de los procesos de construcción de una lengua nacional: la podemos encontrar en los poemas homéricos, en Gilgamesh o en los Upanishads indios. Como si lo anterior fuera insuficiente, una y otra vez advertimos que el empuje lírico lucha por sobresalir en la obra de escritores argentinos recientes y cercanos a nosotros, que encuentran en la poesía (y con frecuencia en la traducción de poetas concretos) estímulo para lo que luego se torna prosa distintiva de cada uno de ellos (de Cohen a Castagnet, de Saer a Schierloh, y antes de Cortázar… al propio Cortázar); sin olvidarse de aquellos que nos enseñan a pasar de un registro a otro, como Fogwill o Fabián Casas. Sea como fuere, la escritura de Akutagawa logró pulir (y quizá llevar más lejos) el entrelazamiento (kattô) de poesía y prosa que comento.
La antología de editorial Duino permite aquilatar la exactitud de unos versos de Czesław Miłosz que se aplican al caso: “Siempre añoré una forma más amplia / que no fuera ni demasiado poesía ni demasiado prosa / y permitiera entenderse sin comprometer a nadie, / ni al autor ni al lector, a tormentos de orden superior”. Sin duda, una lengua como la japonesa facilita la diseminación semántica y prosódica de kanjis que revelan tanto por lo que explicitan como por lo que sólo sugieren como no-se-qué que queda balbuciendo. No en vano Akutagawa proviene de la tradición comenzada en el siglo X por Sei Shônagon y continuada en el siglo XI por Murasaki Shikibu, rumbo que se mantiene sin cortes hasta la actualidad. Para las novelistas primitivas, la escritura ya había sido una forma refinada del arte de la sugerencia, a base de relatos combinados con interrupciones poéticas. La pluma de Akutagawa se inscribe en el mismo afán de engarce entre poesía y prosa, de abandono de una en otra, vertiéndose ambas en el océano de una lengua unificada, la del kotoba, misterio de un mundo que sin prisa ni pausa se torna lenguaje. El impulso de Akutagawa resulta parecido al que en Japón consigue reunir a Shônagon con Saikaku, y a Okakura (el del Libro del té) con Mishima. Para calibrar la vigencia de tales nudos y nodos importa pulsar la literatura más reciente, de Banana Yoshimoto, Yoko Ogawa o Hiromi Kawakami, para recordar a mujeres novelistas recientes.
Se ha dicho, y no parece exagerado, que a la lengua japonesa le gusta pleitear en favor de la poesía. Durante siglos, los registros históricos se prepararon compilando poemas según prescripciones venidas del continente chino (ritmos silábicos 5-7-5 y 7-7; tópicos naturalistas; animalario mitológico budista), aunque de a poco aclimatadas a las inflexiones de la lengua y el carácter vernáculos. Surgieron el Koshiki y el Manyoshu, entre otros ejemplos perdurables. Todo parecía posible dada la creencia nipona de una íntima solidaridad entre las cosas, la mente que las percibe y las palabras que sirven para designarlas. No lo tomaban como una concepción de tipo religioso; se trataba de la relación que percibían (y creo que, hasta cierto punto, siguen percibiendo) entre lenguaje (kotoba) y mente-corazón (kokoro). En el centro de esta visión surgió para la posteridad una palabra polivalente capaz de designar la materia en general, al mismo tiempo el habla en particular y con más precisión los temas o asuntos de que trata el lenguaje que enuncia las cosas materiales: la palabra-semilla a que aludo se escribe “koto”. Con un talante que la antología de Akutagawa reitera ahora con éxito, aquellas recopilaciones del pasado acabaron cumpliendo dos funciones: atestado histórico y juego floral. Ahora bien: hablar de progresos en la vernacularización del legado chino obliga a mencionar los aspectos en que el kanji se hizo japonés, mediante procedimientos que a su vez detallan la radicalidad de la lengua nipona (incluso en comparación con la china). La lista es larga: verbos dichos o escritos por costumbre en forma nominal de infinitivo (si es que no los implicitan o evaden), pocos adverbios y adjetivos, ausencia de género y número, de mayúsculas, de signos fonéticos, de puntuación, de renglones y espacios intermedios, todo sin punto final.
¿Es posible, en tan precarias condiciones, seguir escribiendo poesía? La respuesta es cuantiosa: se llama tanka (5-7-5-7-7 sílabas) o haiku (5-7-5 sílabas), estilos muy frecuentados por Akutagawa. Sin saberlo, la lengua japonesa contribuyó a hacer posible el objetivo que Ezra Pound asignaba a la poesía: nada que demostrar, todo para mostrar. Akutagawa recoge el guante y entiende así la situación: “Las espigas de totora / poco a poco se inclinan / ante la flor de loto”. A lo largo de siglos, la poesía japonesa mantuvo con tenacidad el afán de transformar cada instante pasajero en historias brevísimas que se clavan en la memoria del lector. De tal estirpe es la poesía que heredó Akutagawa. Y si bien es fácil percibir un aroma común entre versos japoneses de ayer y de hoy, la lectura pormenorizada de sus poetas permite advertir personalidades, estilos, modos peculiares de autor. Todo lo cual queda claro en el caso de Akutagawa, por ejemplo cuando escribe un tanka en el piso de arriba de la librería Maruzen, pleno centro de Tokio, luego de patear las calles de su infancia en el circundante barrio de Kyôbashi: “Llovizna / en las calles sombrías. / Aquí, / acaso la dicha de un libro / traído del otro lado del mar”.
Las palabras que usan son comunes y a la vez se alejan de su pasado fosilizado; renacen todas juntas en versos que evocan el mundo singular de un autor cómplice de su ajetreado tiempo: comercios que no cierran hasta avanzada la noche (luego de largas jornadas de trabajo), vagabundeos solitarios entre muchedumbres que vienen y van sin rumbo, el placer de comprar un libro para olerlo y tocarlo y leerlo de modo recóndito, obras importadas, lenguas extranjeras que muchos aprenden más que nada para seguir leyendo. No se trata sólo (aunque bastaría) de poemas con temática urbana y moderna. Se trata, yendo bastante más lejos, de hebras de lectura del mencionado Pound, de Joyce, Baudelaire, Anatole France, Yeats… Transfusiones de lectura robusteciendo el cuerpo macilento de Akutagawa. Ocurre en su escritura una aclimatación occidental en lo oriental, parecida a la que durante esos mismos años ocurrió con otros narradores y vates nipones: Akiko y Tekkan Yosano, Shusaku Endo, Soseki o Kawabata. Sin embargo, un punto singulariza a Akutagawa respecto de los otros: mientras la mayoría volvió sobre sus pasos, como si las incursiones occidentalizantes hubieran sido travesuras de juventud (a modo de ejemplo presento el caso de Kawabata en el prólogo de la traducción para Emecé de La pandilla de Asakusa), Akutagawa mantuvo firme la tensión bicultural a lo largo de su obra poética, siendo capaz de rendir homenaje a la tradición del Genji Monogatari sin necesidad de apearse de su estilo mestizo, mezcla irreversible y a veces sorprendente entre Oriente y Occidente: “Ay, ay, pobre viajero, / en tu corazón habrá un día descanso. / Mirando el cerco, / una flor de yamabuki / se clavará en tu sombrero, / le dará la forma perfecta de una rama”. Alude, si no me equivoco, al capítulo 24 del Genji Monogatari, cuando Tamakazura no puede responder a los avances de Genji, en cuya cabeza se clava la flor que a ella mejor representa. La cadena de alusiones sería a su vez retomada en una novela en la que Aki Shimazaki busca El corazón de Yamato, fuente de alimentación del esfuerzo japonés, por lo visto incesante, de conectar la fidelidad con la innovación.
Afirman con razón que no se pueden traducir versos sin tener alma de poeta. La actitud de quien traduce debiera parecerse a la de quien antes escribiera textos capaces de ser vertidos en una nueva lengua. Se le impone cada vez escuchar y preguntarse si los textos conseguidos arman un corsé artificioso o si logran en cambio ser odre para nuevos caldos. Si se quiere traducir, entonces, hay que aprender a escuchar. Akutagawa viene a decirlo en un terceto de la talla del haijin Onitsura: “Escucho atentamente. / En las palabras del antiguo Yamato / aún se siente el sonido del kogu”. ¿Akutagawa alude a un remo o a la bicicleta subiendo lomas de la pequeña ciudad de Uji? ¿Habla de fantasmas o de un héroe de manga? No hace falta responder. Mejor dejar abiertas todas las posibilidades. Quizá esto que digo lo pensaron los traductores de Akutagawa al castellano. Saben que toda traducción busca producir un pequeño prodigio: que la flor mantenga sus pétalos abiertos en el prado original, pero que a la vez nosotros podamos degustarla en el huerto de la lectura personal, vestido el verso de un amarillo más intenso aún que el yamabuki de tantos poemas. Porque ¿qué otra cosa sino traducción fue el camino que emprendió Akutagawa en su obra, llena de tópicos idénticos a los que atraviesan la historia japonesa?: el rocío, ranas saltando en el estanque, una ráfaga de viento que mueve el cabello y roza la cara… Nos los hace llegar, sin falta, pero remozados por las lecturas (orientales y occidentales) de quien nunca buscó especialmente afirmar su originalidad (en rigor, toda palabra ya fue dicha: él conocía las teorías modernas del lenguaje), sino el continuo renacer de los estados del corazón que nos constituyen: “Voy sin rumbo por un camino abandonado, / la luz se desvanece entre los yuyos. / Mi deseo aparece como una bestia, / ¿cuándo tuve aquel sueño de perplejidad?”. Hay que ser un timonel avezado para mantener el rumbo en el proceloso mar de una existencia que no deja de modificarse ni un instante. Consideraciones como estas pueden haber formado parte del trabajo del equipo editorial de Duino. Al respecto, algunos detalles parecen dignos de mención. Dado que la traducción implica un considerable acarreo de material de una orilla a la otra, importa tener a mano buenos argumentos e instrumentos eficaces para construir un puente que resista el previsible tironeo de dos lenguas tan distintas. Así, Kamiya padre puso a contribución su propia historia: cultivo cuidadoso de la lengua nativa, conocimiento de la obra de Akutagawa madurado en continuas relecturas, fina sensibilidad de quien, por lo que veo, piensa y siente como un haijin. Su hija Alejandra y Ariel Pérez Guzmán, argentinos nativos, propusieron versiones en una lengua de llegada que no se sonroja buscando ser perfecta, brindándoles a los versos la posibilidad de renacer en una segunda lengua igualmente nativa. Un recio puente pudo así ser tendido entre ambas orillas: los comentarios a los poemas (que ocupan la segunda parte del libro) no tienen desperdicio. Al construir un puente de traducciones, versiones, introducciones y glosas, revelan buen conocimiento y una emoción puesta al servicio de los poemas. Tan familiar artesanía de traducción y edición evoca la de El libro de la almohada por Amalia Sato, o las versiones de Michitaro Tada a manos de Anna Kazumi Stahl. En todos estos casos, asistimos al descenso de textos ignotos al castellano de un modo parecido al traspaso de sabiduría y experiencia por parte de progenitores que transmiten el quehacer traductor a la generación más joven. Un procedimiento grupal de este tipo me parece típicamente rioplatense. Y profundamente humano, a la altura del intenso Akutagawa, quien quiso abrazar con su poesía los espacios y los tiempos.
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