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Ya en su clásico Combates por la Historia (1953), Lucien Febvre advertía sobre la necesidad del historiador de ampliar la disponibilidad de fuentes para poder así llegar a una comprensión más acabada del pasado social: “La Historia se hace con palabras del pasado. Pero también con otros signos. Con paisajes y tejas. Con formas de campos y malas hierbas. Con eclipse de luna y correas de atelaje”. Y así seguía el historiador francés su listado heurístico, contra lo que llamaba “el estrago del olvido”. Listado inagotable e incontinente —casi borgeano, ¿verdad?—, complemento arqueológico del tipo de documento convencional con el que los memorialistas oficiales habían escrito las sagas de reinos y Estados: el poder historiándose a sí mismo.
Si Febvre, en el marco de la renovadora escuela de los Annales que supo integrar junto con Marc Bloch, no incluyó en su inventario documental los discursos sonoros (aunque en Combates por la Historia se dio el gusto de citar a Wagner, Debussy y Stravinski), seguramente no fue por indiferencia ante la música ni sordera frente al sonido, sino por la sencilla razón de que su agenda de historiador —entre Lutero y Rabelais— no traspasaba los inicios de la modernidad. ¿Cómo sonaban las épocas remotas? ¿Cómo traer al presente una memoria sonora perdida en el tiempo, ajena aún a los medios tecnológicos de almacenamiento del sonido? ¿Con partituras? Sí, pero las partituras, como sabemos, nunca fueron toda la música. Y jamás fueron el sonido.
Escuchando el siglo XX desde el siglo XXI, Abel Gilbert produjo en Satisfaction en la ESMA (Gourmet Musical, 2021) un ensayo virtuoso en torno a la música y el sonido durante la dictadura argentina de 1976-1983. Un ensayo sobre lo inasible y fugitivo por naturaleza circulando entre el poder y la sociedad civil. A no muchas cuadras del estadio Obras, templo del rock, se torturaba en la ESMA. En el Teatro Colón, las óperas Fidelio o Tosca ponían en escena representaciones de torturas cuando las de verdad no cesaban en el país de los desaparecidos. Esas imágenes conforman el cuadro dominante del libro, su punto neurálgico. A lo largo de nueve capítulos o secciones que van de la historia de las marchas militares (fanfarrias del advenimiento autoritario) al momento de transición entre dictadura y democracia, el libro transita una línea de tiempo sutilmente esbozada en la que se sitúan, a modo de marcas cronológicas “fuertes”, personajes y episodios de aquella cotidianeidad de supervivencia. La pétrea crueldad de Videla y el drama de los desaparecidos. La estetización fascista de Massera —“el mejor orador” de la Junta, el que supo tener un cuadro de Carlos Alonso en su casa, el que conocía tangos de memoria— y los goles gritados sobre los gritos acallados (o peor aún: ignorados) del Mundial 78. La visita de la CIDH y la “imagen exterior” del país en sombras. El interregno del campechano Viola y ciertos amagues de ablande cultural (¿un acercamiento al rock?). Y los síntomas de una modernidad en clave democrática: 1983. Gilbert deja afuera, premeditadamente, la Guerra de Malvinas y el papel que jugó la música entre los presos políticos. Lo hace prometiéndonos futuros abordajes. Aguardaremos.
Si bien no se define como historiador (“esta es apenas una historia reflexiva de la escucha”), Gilbert escribió un libro “histórico” en el sentido más hondo y, al mismo tiempo, controversial del término, allí donde las relaciones de contigüidad (el autor es una máquina de asociaciones horizontales) tensan al límite un principio básico de la epistemología de la historia: la cadena de causalidades, el antes y el después. Por supuesto, las teorías de la historia han ido cambiando al compás del pensamiento contemporáneo. Libremente adscripta al interdisciplinario campo de los sound studies, la inmersión de Gilbert en la textura sonora del pasado argentino reciente es de una originalidad tan notable como ejemplar (Lucien Febvre la aprobaría, mas no sin algún grado de perplejidad). Una inmersión oceánica que no establece jerarquías culturales en esa diversidad sonora hecha de timbres y alturas, formas y ritmos, voces y palabras, intertextualidades evidentes y ocultas. Siempre el detalle devenido indicio —la deuda de Gilbert con la microhistoria de Carlo Ginzburg está tan acreditada como la que lo une a las innovadoras investigaciones de Esteban Buch— y el trazo genealógico que quiebra, de pronto, la descripción de un determinado paisaje sonoro para emprender una inmersión más profunda aún, más atrás en el tiempo, un poco a la manera de Greil Marcus en Rastros de carmín.
¿Qué busca Gilbert al auscultar los registros sonoros de nuestros años más sombríos? Busca varias cosas: un régimen de escucha (cada época tiene el suyo), un particular modo de cantar y de hablar (el canto como delación, entre otras acepciones menos siniestras), un mapa de músicas oblicuamente críticas y un inventario —afortunadamente breve— de músicas afirmativas de la dictadura. He aquí una historia de cuerpos sonoros, vibrantes, que en un territorio sitiado por el Estado autoritario emiten y escuchan una serie de signos acústicos que algo dicen, siempre dicen algo. Una historia de los argentinos viviendo un tiempo de horror sin poder dejar de escuchar (no cerramos los oídos como cerramos los ojos). Una historia que, a la distancia, sigue resonando en músicas infames y músicas sublimes. Y ambas cosas a la vez. Pero entonces… ¿puede una música ser sublime e infame al mismo tiempo?
En ese sentido, el título del libro —incómodo, provocador— nos habla de ciertas escuchas violentadas, profanadoras, inducidas por la represión y traumáticamente decodificadas por las víctimas. Audiciones descontextualizadas, o puestas en el contexto menos pensado. “Yo no sólo no puedo ver películas de suspenso o persecución”, explica un sobreviviente de un campo de detención, “sino que me hace mal escuchar el audio que acompaña esas escenas, aunque no las mire”. El uso perverso de una canción —o de la sinfonía número nueve de Beethoven, como es bien sabido a través de la historia europea— convierte alegría en tormento, fijando en la memoria aquel “efecto Ludovico” de La naranja mecánica que tan agudamente examina Gilbert.
De la parodia de Billy Bond a “La marcha de San Lorenzo”, al subtexto de “Canción de Alicia en el país” de Charly García y de algunos tangueros cómplices o indiferentes al papel activo de Palito Ortega y Alberto Ginastera (sí, ambos, en los extremos de un arco bizarro que conecta lo popular con lo culto), Gilbert conjuga su propia memoria auditiva con un despliegue suntuoso de referencias: artículos de revistas, crónicas de diarios, discos de rock progresivo (Películas, pero también Tarkus), legajos con testimonios de víctimas de los campos clandestinos de detención, cuadros y novelas, discursos de militares y civiles, letras de canciones y fotogramas de películas. Siempre la escucha disputándole a la enunciación su lugar de privilegio en la construcción de sentido. En definitiva, lo que aquí importa es describir la dimensión auditable del terrorismo de Estado.
Gilbert es perspicaz a la hora de detectar conexiones insospechadas. Puede ser un lapsus de ahínco militar en una obra como Iubilum de Ginastera (figuras melorrítmicas semejantes a las de la marcha “Avenida de las Camelias”, esa banda sonora de los golpes de Estado en la Argentina) o la audacia del joven Luis Alberto Spinetta al cantar “Águila de trueno” (inspirada en el martirio de Túpac Amaru), canción que parece asociarse a la serie de pinturas El ganado y lo perdido de Carlos Alonso. Pueden ser el disco La grasa de las capitales (1979) de Serú Girán, y las novelas Respiración artificial (1980) de Ricardo Piglia y Flores robadas de los jardines de Quilmes (1980) de Jorge Asís. O, en un sentido dialéctico, pueden ser el arte de tapa del contestatario 4° LP de León Gieco y la contratapa del álbum naval Tango a bordo: en ambas, el Obelisco como metonimia del ser porteño, pero con significados muy diferentes.
El fantasma de la casualidad ronda el ensayo, pero nunca llega a cooptarlo. A menudo frenamos la lectura para preguntarnos: ¿no fue demasiado lejos? Pero antes de la decepción brota en la página el hallazgo revelador. Es como si Gilbert se detuviera a tiempo, sobre el filo que separa la prueba de la especulación, la certeza de la paranoia. Su colección de objetos encontrados —exquisita en un sentido historiográfico— son las pisadas acústicas de un pasado que creíamos conocer en toda su dimensión. Pero no: había muchas otras vibraciones por debajo de las conocidas. Algunas de esas vibraciones las escuchamos, para luego olvidarlas. Otras fueron colectivamente ignoradas y ahora salen a la luz, pródigas de sentido. De todas ellas da cuenta este libro impar, único en su especie. Libro que se presenta no sólo como un aporte al conocimiento integral de la Argentina de la última dictadura militar, sino también como un modelo de análisis cultural novedoso que, mutatis mutandis, seguramente nos ayudará a comprender mejor otros períodos enmudecidos de (por) la historia.
Imagen: “Paisaje con retrovisor II”, de Diana Dowek, 1975.
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